LECTURAS
(elo.104)
ESPERANDO A LOS BÁRBAROS
J.M. Coetzee
Mondadori, 1.980
El objetivo de todo sistema político, da igual la fisonomía ideológica que posea, y se diga lo que se diga, es perpetuarse en el poder, para lo que utiliza todas las estrategias a su alcance, sean éstas, moralmente aceptables o no. En ocasiones, el respeto a la norma, a una serie de códigos bendecidos por todos, puede ser lo habitual, sobre todo cuando los vientos son favorables, pero en otras, cuando aparecen nubarrones sobre el horizonte, el estado de excepción, con todo lo que ello implica, se convierte en la única herramienta a su alcance. Pero lo que nunca hay que olvidar, y se olvida con demasiada frecuencia, es que ambas estrategias son las dos caras de una misma moneda, que aspiran, a que todo quede bajo control, a que nada, absolutamente nada, se mantenga al margen de las directrices diseñadas. Coetzee lo sabe, y también sabe, que lo que más fortalece a un determinado régimen, es la existencia de un enemigo exterior, de un otro, que pueda tener la virtud, sea cierto o no, de poner en peligro con su sola presencia, los valores esgrimidos y acariciados por aquél.
Después de leer esta magnífica novela, escrita bajo una tonalidad grisácea, que consigue dejar en el paladar del lector el amargo y polvoriento aroma de los paisajes que describe, comprendo que el autor de la misma, nunca pudiera ser considerado por el régimen segregacionista sudafricano como uno de los suyos, pues la parábola que desarrolla, es una feroz crítica a dicho sistema. Al grito de “nosotros somos la civilización” se han cometido innumerables atentados contra la humanidad, multitud de genocidios, mayores y pequeños, que siempre han escondido detrás de sus incendiarias proclamas, el miedo a la propia desaparición. Exterminar al contrario, expulsarlo o reducirlo a su mínima expresión, siempre ha sido lo fácil, ya que lo otro, apostar por la convivencia, por una interrelación gratificante y enriquecedora, además de trabajoso, suele traer consigo, la posibilidad de que los pilares básicos sobre los que uno se asienta, lleguen a tambalearse. Aunque se afirme con demasiada frecuencia que la libertad es la máxima aspiración del ser humano, la historia demuestra, aunque también los tratados de psicología y psicopatología, que es la seguridad lo que en el fondo más se necesita, aquello por lo que más se lucha, pues ella es lo que hace posible esa mínima armonía, que tanto se requiere para desarrollar una existencia aceptable. Los regímenes políticos son conscientes de ello, pero también, los individuos que bajo los mismos se protegen, lo que inevitablemente conduce, cuando la situación lo propicia, a un hermético enroque, que dibuja fronteras inaccesibles, pero de una claridad meridiana, que separan lo propio de lo ajeno. Pero vivir encerrados en uno mismo no conduce a ningún sitio, sólo al miedo permanente, y a esa intranquilidad insoportable de tener que estar subrayando constantemente lo propio, pues en el fondo se sabe, que la fortaleza en que se habita, en donde con toda seguridad se asienta la civilización, no podrá resistir de forma permanente las arremetidas de los otros.
Coetzee describe en la novela una fortaleza fronteriza, en donde la existencia siempre resultó apacible, entre otras razones, porque sus puertas se encontraban abiertas, lo que posibilitaba la relación entre los que se encontraban dentro de la misma y los que vivían en el exterior. Pero al cerrarse las puertas todo se enturbia y se enquista, surgiendo el miedo y las penurias, y todo, por intentar encontrar la seguridad en el aislamiento, en darle la espalda al diferente, que como en una novela anterior dejó claro el propio Coetzee, siempre llega a necesitarse. Frente a la cerrazón y al dogmatismo de los que están convencidos que la realidad sólo puede observarse desde un solo prima, el propio, el autor dibuja a un personaje que se enfrenta a ese discurso, el viejo magistrado de la fortaleza, y esa actitud le conduce a ser vejado y calumniado por casi todos.
“Esperando a los bárbaros” no puede circunscribirse sólo a la realidad sudafricana, pues en los tiempos que padecemos, en donde Occidente trata de blindarse al exterior, la novela toma fuerza e invita a la reflexión, lo que siempre debe ser el objetivo último de toda creación artística. Me quedo con una frase del magistrado que creo sintomática, y no sólo de su actitud a lo largo del desarrollo de la obra, pues creo, que es, o que debería ser, el planteamiento que hay que mantener en estos tiempos revueltos, en donde el multiculturalismo (ese nuevo racismo que se nos quiere vender) se presenta como la panacea a todos los males sociales, a saber, “el Imperio no exige que las personas que viven en él se amen mutuamente, sólo que cada cual cumpla con su obligación”, auténtico republicanismo. Sí, porque el republicanismo, o el jacobinismo, tan denostado en la actualidad y que la izquierda debería reivindicar ahora más que nunca, lo único que exige a la ciudadanía es el respeto a las normas de juego, es decir, a las leyes, ya que todo lo demás, el color de la piel, la cultura o la religión que se procese, nada tiene que ver con la convivencia cotidiana.
Posiblemente, y para terminar, lo más interesante de la novela de Coetzee, sea su calidad sostenida, lo que resulta muy difícil de conseguir, pues aunque carece de momentos estelares, éstos, en ningún momento se echan en falta.
Viernes, 11 de enero de 2008
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