domingo, 14 de diciembre de 2014

Así empieza lo malo

LECTURAS
(elo.310)

ASÍ EMPIEZA LO MALO
Javier Marías
Alfaguara, 2014

                        Leer a Marías es un placer, una fiesta, por ello, cuando aparece en las librerías una nueva novela suya siempre es un acontecimiento, de suerte que suele ser el acontecimiento literario del año. Estaba intrigado por lo que publicaría después de “Los enamoramientos”, que a pesar de ser una buena novela, sí una buena novela, desde un principio la vi como demasiado redonda y accesible, y como una novela menor de Marías. Siempre he creído que el madrileño es uno de esos autores de prestigio cuyas novelas se compran más que se leen, lo que no ocurrió con “Los enamoramientos”, que ciertamente fue una novela muy frecuentada en contraste con lo que ocurrió con su trilogía “Tu rostro mañana”, que creo que sólo fue leída, y con placer, por los fanáticos de la literatura de Marías. Por ello mi interés por saber qué me iba a encontrar con “Así empieza lo malo”.
                        En principio, creo que es una novela que se encuentra a medio camino entre su exitosa última novela publicada y de aquellas otras que tanto prestigio le proporcionaron, aunque es menos luminosa, por ejemplo, que “Corazón tan blanco”; con la que indudablemente he disfrutado, pero en la que observo cierta repetición de escenas y de personajes que ya me están comenzando a cansar. No hablo del tema, no, aunque es el mismo de siempre, el secreto, de lo que se trata de ocultar en una de sus múltiples variaciones, ya que comprendo que es lógico, como hacen otros autores, que toda su obra gire, que gravite sobre el tema o sobre los temas que le obsesionan. Lo que trato de decir, pues tampoco hablo del estilo utilizado, que siempre debe ser sagrado, la marca de la casa es la marca de la casa, es que sería de agradecer que ese tema fuera abordado desde una perspectiva diferente, utilizando, por ejemplo, otra escenografía.
                        Cuando tuve la novela en mis manos, comenté a unos amigos, que me interesaba más cómo me contaría Marías la nueva historia que se había sacado de la manga que la historia en sí, pues estaba deseoso de sumergirme en la prosa del madrileño, en su estilo posiblemente demasiado femenino, a primera vista siempre caótico, repleto de matices y dotado de esa inteligente ironía que conseguía cautivarme  con todo lo que publicaba. Ahora cuando acabo de terminarla, tengo que decir que me ha interesado más el tema que el estilo utilizado, que a pesar de ser el de siempre, me ha parecido en esta ocasión demasiado repetitivo, dándome la sensación de que esta novela ya la había leído, lo que puede significar, al menos así lo estimo, que Marías, a pesar de las altas cotas que sin duda ya ha conseguido, no sigue progresando, que se ha detenido narrativamente hablando, lo que convierte a “Así comienza lo malo” sólo en una novela más del autor, lo que creo que no es precisamente un elogio. A autores de la talla de Javier Marías, que son pocos, hay que exigirles más que a los restantes, hay que exigirles que sigan avanzando y progresando, pues en ellos no basta con que sigan haciendo, escribiendo novelas y novelas cada día más redondas, más redondas pero que cada día aportan menos literariamente.
                        Como dije más arriba, el secreto, el secreto y la necesidad que siempre se tiene de desentrañarlo, es el gran tema de Marías, monotema al que consigue darle una nueva vuelta de tuerca en esta ocasión, afirmando que a veces, a pesar del interés que se pueda tener por conocerlo, es mejor no interesarse por él, pues ese conocimiento puede acabar con una relación, con una amistad. Lo malo no es desconocer, ya que lo malo puede comenzar cuando se sabe lo que nunca debió conocerse.
                        Permanecer en la ignorancia a  veces es mejor, sobre todo cuando ese desconocimiento puede salvaguardar el aceptable equilibrio en el que se vive, lo que ocurre es que nadie, o casi nadie puede aceptar conscientemente no conocer algo. La novela, que es una gran novela, plantea y desarrolla a la perfección el tema, dibujando a una pareja que rompe la magnífica relación que mantenía precisamente cuando ella, en un momento de ofuscación, le cuenta lo que siempre había mantenido en secreto, dejando claro que a veces desconocer un hecho es lo mejor que a uno le puede suceder.
                        Sí, es una gran novela porque a pesar de la metodología repetitiva que Marías utiliza, repetitiva por la semejanza que mantiene con sus otras novelas, consigue dibujar lo que desea contar de manera admirable, basándose para ello el autor, en lo que es un maestro, en la capacidad que posee para desnudar y para mostrar a sus personajes, siempre de forma pausada, nunca con prisas, dando mil y un rodeo, con la prosa inteligente y con esa exactitud que caracteriza a su escritura.
                        Es muy difícil, dada su calidad, que Javier Marías entregue a su público una novela que no tenga que ser obligatoriamente aplaudida por todos, pero con objeto de que no se convierta sólo en un artesano de su literatura, del tipo de novela que sabe hacer y que domina, entregando alguna de ellas cada dos o tres años sería conveniente, que como diría aquél, que se dedicara a “escribir con su mano izquierda”, para  que pueda internarse en territorios desconocidos que le salven y le aleje de ese mal que a muchos aqueja, el de tener que escribir siempre la misma novela.


Domingo, 2 de noviembre de 2014

viernes, 21 de noviembre de 2014

El balcón en invierno

LECTURAS
(elo.309)

EL BALCÓN EN INVIERNO
Luis Landero
Tusquets, 2014

                        Todos los años aparecen en las librerías varios textos de autores a los que siempre he seguido, que por obligación o devoción no tengo más remedio que leer, sea cual sea la relación que con el tiempo haya podido mantener con los mismos. Son citas obligadas, que me hacen comprender cómo pasa el tiempo, ya que no soy el mismo que cuando comencé a leerlos, ni ellos, por supuesto, son los mismos que consiguieron asombrarme con sus primeras creaciones. Pero me gusta esta relación de fidelidad, este diálogo ininterrumpido durante años entre el que escribe y el que lee, un diálogo repleto de desacuerdos pero también de coincidencias y de respeto. Leer a algunos de esos autores, que no son más que cinco o seis, es como reencontrarme con un viejo amigo, con un viejo y querido amigo que después de algunos años me cuenta cómo le va, y me lo cuenta a través de lo que escribe. En esta ocasión el reencuentro ha sido con Luis Landero, un autor con el que siempre he mantenido una extraña relación de respeto y de admiración, pero también de desapego y estupor. De admiración porque estoy convencido, desde que leí su primera novela, curiosamente una novela que él estima, o que estimaba como fallida, “Caballeros de fortuna”, que es una de las mejores plumas del país, y de desapego, porque muchas de las obras que ha dejado con posterioridad, todas ellas indiscutiblemente landelianas, consiguieron provocarme un extraño sabor de boca. Pero está claro que ese es un problema mío, pues como bien deja constancia el extremeño en todo lo que escribe, cada autor tiene que ser fiel a su propio estilo, y si algo tiene Landero es un estilo propio indiscutible, un sello que singulariza cada una de sus novelas.
                        Desde hacía tiempo esperaba una nueva novela de Landero, pero cuando me enteré que por fin la había publicado, no dudé en leerla lo antes posible, y no hacerme rogar de forma absurda como siempre hago con todo lo que escribe, pues en esta ocasión había escuchado que no se trataba de una novela de Landero al uso, de esas que leo siempre de un tirón y con una sonrisa en los labios pero que al final, invariablemente, consiguen hacerme decir, “esta es la última novela que leo de él”. No, según había oído, y en este momento no sé dónde, Landero había escrito otra cosa, ya que al parecer estaba cansado de tanta ficción, o en palabras suyas, que estaba “reñido con la literatura”, y como a mí, de  un tiempo a esta parte me ocurre lo mismo, me interesaba conocer el remedio que había encontrado para afrontar ese mal. Pero no, Landero lo que ha buscado es una justificación para escribir de otra cosa, para escribir de todo aquello que a lo largo de su vida le había empujado para hacer de la literatura no ya su profesión, sino su vida misma, y para ello se sumerge en su pasado, en el recuerdo de su familia, en el recuerdo del lugar de donde partió, que es de donde está convencido que proviene ese afán por contar historias.
                        Esta novela, “El balcón en invierno”, entronca directamente con una novela anterior suya, “El guitarrista”, en donde de forma novelada habla de su propia vida y de  la necesidad de buscar el lugar que a cada uno le corresponde.
                        “El balcón en invierno” es una obra extraña, pues recién jubilado el autor, “cuando ya pueden verse las primeras sombras del crepúsculo al final del camino”, se dedica a rememorar su pasado, a regodearse en sus recuerdos, en su adolescencia y en su familia, en donde destaca con luz propia la figura de su padre, en un hermosos agradecimiento a todo lo recibido.
                        En este singular texto queda algo claro sobre  todo lo demás, y es la calidad literaria de Landero, pues la sencillez con la que puede leerse todo lo que escribe, el lector nunca encuentra ningún escollo en sus obras, esconde un dominio absoluto, casi omnímodo del lenguaje que utiliza, un dominio que también se traslada a los personajes de sus novelas, que siempre aparecen presos de su autor, que paradójicamente es lo que los convierte en poco creíbles.
                        Pero en esta ocasión, como queda dicho, el lector no se encuentra con los personajes estrambóticos y siempre a un paso del absurdo que Landero suele dibujar, de esos personajes unamunianos que tanto llaman la atención, sino con personajes de carne y hueso, reales, de los muchos que poblaron y que siguen poblando la vida del autor, y con el propio autor, en la trayectoria que ha seguido hasta llegar a ese balcón desde el que recuerda todo lo que le ha empujado a ser lo que es. Es un texto agradable, cálido, sentimental, sin muchas pretensiones, inesperado, un texto que puede haber desorientado a sus incondicionales, que sin duda esperarían otra de  sus novelas, pero que puede servir, al menos a mí me ha servido, aparte de para pasar un buen rato de lectura, para conocer mejor a la persona que se esconde detrás del novelista Luis Landero.

Miércoles, 22 de octubre de 2014

                        

sábado, 15 de noviembre de 2014

Qué hacer con España

LECTURAS
(elo.308)

QUÉ HACER CON ESPAÑA
César Molinas
Destino, 2013

                        Compré este libro atraído por un artículo aparecido en un periódico madrileño que me llamó poderosamente la atención, en el que el autor atribuía, y creo que con razón, parte de los males que aquejan a este país a su clase política, a una clase política “extractiva” que en lugar de velar por los intereses de la ciudadanía a la tenía la obligación de representar y de servir, sólo se dedicaba a mirar por los suyos, por sus intereses partidistas, de clase, siendo por ello la causante, si no ya de la crisis, sí de las catastróficas dimensiones que la actual crisis económica está provocando en España. Aunque el artículo dejaba clara la tesis del autor, creí necesario hacerme con el libro para profundizar sobre la misma, siendo mi sorpresa, que ese tema apenas tenía importancia en el contenido del trabajo, pues lo esencial en él era otra cuestión, la necesaria adaptación de nuestras sociedades al nuevo periodo que se abre, a la nueva etapa post-Histórica que está modificando todos los parámetros que hasta hace sólo unos años articulaban nuestra vida política y económica, o lo que es lo mismo, a la vida de nuestras sociedades.
                        Para César Molinas, la caída del Muro de Berlín no significó sólo la victoria absoluta del capitalismo sobre el socialismo realmente existente, sino que esa victoria provocó un cataclismo que inauguró una nueva época histórica, post-Histórica según él, en donde la economía abandona su papel subalterno para pasar a controlar la política.
                        La post-Historia para César Molinas es el nuevo periodo que se inaugura una vez finalizada la Historia, cuando las batallas ideológicas han llegado a su fin con el triunfo del capitalismo. Para él, a partir de ese momento sólo puede existir un camino sensato a seguir, el que intenta adaptarse lo mejor posible a las nuevas dinámicas dominantes, al resultar absurdo hacerles frente. Posiblemente el posmodernismo nace a raíz de esta certeza, de que la realidad es la tiene que imponer nuestro estilo de juego, al ser imposible, al resultar imposible que nosotros, como siempre hemos intentado, consigamos que la realidad se adapte a nuestros deseos. Como se sabe, el capitalismo siempre ha sabido renovarse gracias a los que los teóricos denominan “la destrucción creativa”, siendo la crisis que padecemos en la actualidad una consecuencia directa de su última mutación, la que trata de acomodarse a las ventajas que le presenta la globalización, que como todo parece indicar, logrará modificarlo todo en un tiempo relativamente breve. Posiblemente la Historia haya muerto, pero como se comprueba no la historia del capitalismo, que día a día avanza, con paso seguro, con el único objetico de maximizar sus beneficios. Ante esta situación César Molinas apuesta por la adaptación, porque las sociedades desarrolladas, con sus estados, en lugar de prestar resistencia apoyándose en lo antiguo, en lo que ya no tiene sentido, se acoplen a los ritmos y a las necesidades que exige el capitalismo triunfante, radicando en esta estrategia, en lo bien o mal que se implemente, el futuro que podamos conseguir.
                        ¿Pero qué pide, qué exige en estos momentos el capitalismo? Muy fácil, sociedades desregularizadas y estados que le faciliten el trabajo. Haciendo caso a tal exigencia, el autor del libro, habla de la necesidad de que se  modifiquen los estados-naciones, aquellos que tenían como misión la de velar por el bienestar de sus ciudadanos, para que pasen a convertirse en naciones-estados, en donde la responsabilidad de los estados no puede ser otra que la de contribuir a crear ciudadanos eficientes para que se adapten a las necesidades de los mercados, de suerte que esta función, y no otra, tiene que ser la finalidad que justifique el quehacer de todo Estado futuro, no ya la cohesión interna, como hasta ahora, sino la cantidad de trabajadores aptos y en todo momento disponibles para esos mercados, lo que se enmascara con eso tan sobado como es la obligación de potenciar el capital humano, como si esta necesidad fuera un descubrimiento reciente.
                        César Molinas parte del supuesto que el actual régimen provocará sociedades más injustas y desiguales, en donde un puñado de privilegiados tendrán que convivir, ya que con toda seguridad las clases medias tal y como hoy se entienden desaparecerán, con una inmensa mayoría de la población que no tendrá más remedio que conformarse, en el mejor de los casos, con tener sólo lo suficiente para sobrevivir, hecho que acabará con la triada a la que tanto alude, la de la liberta, la igualdad y la fraternidad, triada que según el propio autor afirma es el axioma fundamental sobre el que se asienta todo sistema democrático desarrollado.  Si se elimina la igualdad, o la aspiración a la igualdad, la gran bandera de la izquierda, quedando sólo la libertad de los mercados y cierta libertad de opinión, el sistema democrático, y esto no lo dice César Molinas,  perderá su esencia, por lo que dejaría de ser algo por lo que luchar, al satisfacer sólo a los privilegiados y a la ideología que los ilumina.
                        No, el sistema democrático, al menos tal y como se  ha entendido hasta ahora, debe buscar un equilibrio entre la libertad y la igualdad, para lo que el Estado no tiene más remedio que intervenir con objeto de evitar que una de las dos variables se coma literalmente a la otra. Hoy, ante los peligros que atenazan a la igualdad en nuestras sociedades, la función del Estado es esencial, siendo su principal tarea, o al menos esta es la que tendría que ser, la de volver a poner todo en el lugar que le corresponde, no pudiendo permitir que la economía, el mundo del capital y de las finanzas, ocupe el lugar privilegiado que ocupa. Vivimos en un mundo dislocado en donde para colmo se nos quiere hacer “comulgar con ruedas de molinos”. Por supuesto que hay que realizar reformas, y que muchas de ellas tienen que ser radicales, pero todas ellas tienen que ir encaminadas a proteger y a salvaguardar la esencia de la democracia.

Viernes, 17 de octubre de 2014



viernes, 7 de noviembre de 2014

Las tres bodas de Manolita

LECTURAS
(elo.307)

LAS TRES BODAS DE MANOLITA
Almudena Grandes
Tusquets, 2014

                        Almudena Grandes me ha vuelto a convocar y no he tenido más remedio que leer, al principio un poco a regañadientes, la tercera novela de su ambicioso proyecto literario denominado “Episodios de una guerra interminable”, novela que desde mi punto de vista es la mejor de las tres que hasta el momento ha publicado. Tengo que reconocer que me costó trabajo arrancar, que al principio estuve a punto de dejarla a un lado, pues leer más de setecientas páginas con el estilo puntilloso de la escritora madrileña, en donde todo siempre queda atado y bien atado, a veces no resulta atractivo. Pero al poco quedé atrapado por la trama que ante mí se desplegaba, ya que de la mano de Manolita, la protagonista de la novela, se iban desarrollando diferentes historias que poco a poco encajaban entre sí para dejar un excelente panorama de lo que fue la postguerra para los que realmente la padecieron, que no eran otros que los que perdieron la guerra. “Las tres bodas de Manolita”, es una novela que hay que insertarla en la denominada “Memoria histórica”, un movimiento reivindicativo que desde diferentes ángulos trata de evitar que el olvido se apodere, como algunos están empeñados, de parte de nuestra historia reciente.
                        Almudena Grandes posee muchos seguidores, siendo con seguridad una de las novelistas españolas más leídas, al poseer un público fiel que siempre espera con expectación las novelas que puntualmente va dejando. No obstante, posiblemente por la naturaleza y la singularidad del proyecto literario en el que se ha embarcado, parte de esos seguidores han podido, momentáneamente, darle la espalda a la espera de una novela “normal” de la autora, una novela de aquellas que tantos aplausos conseguían arrancar, en las que siempre dejaba patente, gracias a su discurso largo, las innumerables contradicciones que constituían y definían a sus personajes, y que en estas últimas obras, en donde los buenos son siempre buenos y los malos, malos, tanto se echan en falta. Por ello, por su público, pero también por ella, ya que conseguiría oxigenarse un poco, para conseguir con posterioridad un mayor brío gracias al cual poder continuar con nuevas fuerzas la aventura a la que se ha entregado, creo que Almudena Grandes debería intercalar alguna novela que no tuviera nada que ver con “Los episodios…”, una novela ambientada en los difíciles y también contradictorios tiempos en que vivimos en la actualidad.
                        Pero a pesar de lo anterior, estoy convencido de la necesidad de las historias que la autora está contando en sus últimas novelas, pues el presente sobre el que nos asentamos, repleto de claros y de muchos oscuros, difícilmente se puede justificar sin comprender la realidad en la que se desenvolvió la vida de nuestros abuelos, la de los padres de nuestros padres, una realidad de  una dureza incomprensible para las nuevas generaciones de españoles y para muchos de nosotros mismos. Lo que resulta curioso, es  que la famosa “reconciliación nacional” se erigió sobre el olvido, por no decir sobre la mentira, sobre un relato sin perdedores escritos por los que por interés siempre han deseado pasar página como si nada hubiera pasado, con objeto de que nadie pusiera en duda, de que nadie pudiera poner nunca en duda la legitimidad del escenario que ellos mismos articularon basado en el crimen, el expolio y la opresión. A pesar de que poco se puede hacer ya, no está mal, e incluso es de agradecer, que algunos recuerden, nos recuerden de dónde venimos, aunque sólo sea para saber mejor en qué lugar nos encontramos.
                        “Las tres bodas de Manolita” es una historia de perdedores, de personajes que tuvieron que pagar las consecuencias de haber perdido una guerra, y de la durísima represión que ejercieron los vencedores, que en lugar de allanar las diferencias una vez finalizada la contienda, se dedicaron con ahínco a todo lo contrario, posiblemente porque sabían que sólo así podrían encontrar la legitimidad necesaria, la de la fuerza, para mantenerse en el poder.
                        Los exquisitos, esa rara especie que tanto abunda y que tanto colorido aportan al paisaje literario, suelen acusar a Almudena Grandes de ser una autora poco menos que “garbancera”, de llevar a cabo una literatura precisamente poco exquisita, pero hay que recordar que en muchas ocasiones el discurso largo y accesible, no significa ni mucho menos que las obras que se desarrollen carezcan de calidad, entre otras razones porque existen, afortunadamente,  muchas formas de  entender lo que aún denominamos literatura. A la madrileña se le puede acusar de muchos defectos, pero nunca de que sus obras carezcan de voluntad de estilo, el suyo, como tampoco de que sus novelas sean inanes y que adolezcan de justificación.
                        Esta novela, por ejemplo, hubiera sido insufrible, si Almudena Grandes no hubiera utilizado y si no hubiera sabido utilizar un sin fin de recursos estilísticos, gracias a los cuales consigue evitar la linealidad, que sí hubiera convertido a “Las tres bodas de Manolita” en una novela “garbancera”. Constantemente el lector, y cuando menos se lo espera, se va encontrando con diferentes estadios de la vida de los protagonistas, de la realidad del presente en que vivían, a la realidad en que vivieron, quedando sus historias, a pesar de estar contadas a retazos, al final perfectamente dibujadas. Y esta es la gran virtud de la novela, la forma en que la autora cuenta la historia, la forma en que consigue escabullirse, dando mil y un rodeo, para evitar ofrecer un relato plano e insufrible.
                        Dije al principio que es  la mejor novela de las tres publicadas, y lo es porque es la más compleja, la más intensa y la mejor elaborada, dejando el listón muy alto para las próximas entregas. Quedo con interés a la espera de las mismas.

Miércoles, 15 de octubre de 2014


viernes, 31 de octubre de 2014

Bistec

LECTURAS
(elo.306)

BISTEC
Jack London
Cátedra, 1903

                        No soy un lector habitual de relatos, entre otras razones porque estoy convencido de que me han echado de ese género literario, y que me han echado los mismos autores de relatos en su empeño por esquematizar sus creaciones, en alejarlas de la vida, al basarse en esa extraña creencia, tan extendida por otra parte, de que el relato debe estar más cerca de la poesía que de la novela, o lo que es lo mismo, que debe rehuir en lo posible de lo meramente narrativo. Al parecer la consigna consiste en narrar lo mínimo para volcar todo el esfuerzo sobre el estilo, en las frases redondas, en el quiebro inesperado… El relato de esta forma se convierte en un género literario vacío, que trata de buscar su justificación en la forma, apoyándose, sólo a regañadientes, en alguna anécdota más o menos atractiva o resultona. Por ello, la mayoría de los relatos que últimamente leo me resultan insustanciales, motivo por el cual trato a toda costa de evitarlos, a pesar de estar convencido que en los tiempos que corren es el género literario, junto a la novela corta, que más  potencial de futuro posee.
                        Es posible que por lo anterior me haya llamado tanto la atención la recopilación de relatos de Jack London que acabo de leer, autor al que nunca había frecuentado, pues en ellos he encontrado todo lo contrario, historias potentes y bien contadas en poco menos de veinte páginas, algo con lo que hacía tiempo no disfrutaba. Lo que más me llama la atención es que recuerdo todos y cada uno de los relatos que he leído, algo inusual, pues cada uno de ellos, aparte de la mayor o menos calidad de los mismos, pues de todo hay, aportan una historia llena de vida, en donde la cruel relación del hombre con la naturaleza, con la realidad, queda grabada a fuego en el lector, lo que contrasta con la banalidad de las narraciones que componen la mayoría de los libros de relatos que desde hace tiempo vienen llegando a mis manos.
                        El relato que más me ha gustado ha sido “Bistec”, que habla de las relaciones existentes entre la juventud y la vejez, escenificado por un viejo boxeador, que al final de su vida profesional, se ve en la obligación de tener que pelear con un exultante joven, en lugar de por la fama, para poder pagar el alquiler que adeudaba y para llevar algo de comida a su casa.
                        La vejez, el encuentro con la vejez, es uno de los grandes y eternos temas literarios, sobre todo cuando esa vejez se manifiesta ente la insolencia de la juventud, por lo que siempre es interesante observar cómo los diferentes autores desarrollan la cuestión. Para Jack London, “la juventud siempre es joven y lo único que envejece es la vejez”. La vejez aporta experiencia, saber estar, pero poco puede hacer contra la fuerza y la vitalidad de la juventud. Ante  tal planteamiento, lógico desde la perspectiva naturalista del estadounidense, plantea una trama en donde un boxeador acabado choca contra la realidad, contra otro boxeador, deseoso de fama y dinero, que tenía veinte años menos que él, y que en un disputado combate, en donde la experiencia nada puede contra la vitalidad, acaba con las últimas esperanzas del protagonista.
                        El relato, escrito creo que magistralmente, consta de tres partes claramente diferenciadas, la primera de ellas, es posible que la más explícita y por ello la de menor valor literario, cuenta las penurias y el recorrido que realiza el protagonista al escenario del combate, en donde queda de manifiesto que es un hombre acabado y arruinado que conscientemente se encamina hacia la derrota, hacia el final de su vida pugilística. En la segunda se narra el combate en sí, que es la mejor parte de la narración, en donde el desenlace, ya que ambos contendientes desarrollan al máximo sus cualidades (uno la experiencia y el otro la fuerza de su juventud), no se resuelve hasta el último momento. Y en la tercera, en poco más de dos páginas, habla del desencanto y de la aceptación de la derrota por parte del viejo boxeador, que no sabe lo que hará a partir de ese momento.
                        Para Jack London la naturaleza es la naturaleza y poco se puede hacer contra ella, salvo luchar como si fuera posible vencerla. En este relato, que es un relato duro, de un realismo atroz, deja claro que es imposible enfrentarse contra lo inevitable, salvo, lo que también deja claro de forma implícita en sus otros relatos, morir matando, o dicho de otra forma más suave, seguir luchando aunque no se tengan esperanzas de vencer en ese combate amañado al que todos tenemos que enfrentarnos.
                        Como dije más arriba, estoy convencido que el futuro de la narrativa en los próximos años estará en  los relatos, en los relatos y las novelas cortas, ya que el tiempo de los grandes novelones de cuatrocientas páginas ha quedado atrás, entre otras razones, porque a estas alturas carecen de sentido, al no aportar nada nuevo y al no adecuarse a esta época dominada por las prisas y por las nuevas  tecnologías. Hacen falta, al menos esto es lo que creo que va a comenzar a demandarse, formatos breves, breves pero en los que impere la calidad, en donde se cuenten historias potentes y atractivas que puedan ser leídas a lo sumo en una o dos sentadas.
                        Jack London, a pesar de que su escritura es propia del siglo pasado, puede ser un ejemplo a seguir, pues en su literatura lo que predomina es la historia, subordinándose a ésta todo lo demás, y no al revés, como erróneamente sucede en estos momentos.


Sábado, 13 de septiembre de 2014

viernes, 24 de octubre de 2014

Todo lo que hay

LECTURAS
(elo.305)

TODO LO QUE HAY
James Salter
Salamandra, 2013

                        De vez en cuando, y de forma en principio inexplicable, un autor desconocido se pone de moda, de suerte que todos corremos a leerlo, pues al sólo escuchar elogios de él, dudamos si nos estamos perdiendo algo importante de verdad. Esto pasó con Modiano hace algunos años, cuando todos mis conocidos se pegaron un atracón con la literatura del francés, pues muchos de  los creían encontrarse sobre la ola hablaban maravillas de sus novelas, por lo que me vi en la obligación de leerlo sin hallar en lo que encontré nada interesante. Siempre he pensado que lo de Modiano, del que ya nadie habla, porque posiblemente ha pasado a ocupar el lugar que le corresponde, el de estar en una discreta segunda o tercera fila, fue ante todo una estrategia editorial, un fenómeno que demostró la capacidad de un editor de prestigio para poner durante unos meses a un determinado autor en el centro del debate literario. Por ello, soy reacio a todos estos interesados movimientos de la industria editorial, que de la noche a la mañana rescatan a un autor del olvido o del anonimato para convertirlo, como por arte de magia, en un novelista imprescindible. No obstante, en esta ocasión, con Salter, las recomendaciones provenían de amigos y de críticos de una credibilidad altamente contrastada, que abominan, como yo, de esas extrañas campañas publicitarias que se dedican a enaltecer a algunos autores por razones casi siempre espúreas.
                        Soy de los muchos que no sólo no había leído nada de James Salter, sino que tampoco había oído hablar de él, por lo que no sabía qué me iba a encontrar, aunque aventuraba que me toparía con un autor que desarrollaría una literatura norteamericana al uso, realista, en donde si tenía suerte una historia potente me arrastraría, aunque ignoraba dónde tendría que ubicarlo, si entre los narradores cercanos a Cheveer, a los de Roth, o a cualquiera otro de los colosos de esa literatura que tanto me interesa. En principio lo que más me sorprendió fue su agilidad narrativa, pues pronto comprendí que no podía dejar de leer y de leer, ya que múltiples pequeñas historias se desarrollaban dentro de la propia historia, como si la novela estuviera preñada y sostenida por una gran cantidad de pequeños relatos. Sí, porque “Todo lo que hay” es ante todo una novela de personajes, de múltiples personajes, todos con sus propias historias, que mediante un elaborado collage, dibuja un amplio retablo de la sociedad norteamericana de las cuatro décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la gran época americana. En este aspecto, aunque en esta novela existe un claro hilo argumental, la historia del propio protagonista, la novela de Salter me ha hecho recordar a “Manhattan Transfer” de Dos Pasos, al tratar de captar toda una época gracias a los múltiples personajes que en ella aparecen, y no sólo a través del elemento central de la misma.
                        No puedo decir que la vida de Philip Bowman, al igual que la de los muchos que se van cruzando en su camino sea apasionante, de suerte que el protagonista de la novela de Salter es alguien anodino, como por otra parte la mayoría de los mortales, que trabaja en una editorial, en los tiempos gloriosos de éstas, y del que se van contando sus avatares vitales, subrayándose sobre todo, porque casi siempre es lo más  importante que a uno le pasa, sus encuentros y desencuentros sentimentales, pero a través de los cuales se puede observar la sociedad que le tocó vivir. Salter se conforma con eso, con narrar la aburrida vida de  su protagonista y de todos los que de su mano, de una forma o de otra, van saliendo a escena, no cargando las tintas sobre ningún tema en concreto, limitándose a contar lo que les ocurre. En este sentido la novela puede resultar decepcionante para los que busquen otra cosa, sobre todo para los que aspiran a encontrar siempre en lo que leen un tema de calado, pero hay que reconocer que esa cotidianidad con la que uno se encuentra leyendo la novela, a veces, es más difícil de plasmar de lo que en principio pudiera parecer.
                        Sin duda, el punto fuerte de la novela, es el placer que se siente al leerla, la habilidad que posee el autor para no aburrir ni cansar al lector, al escaparse con cualquiera de los personajes que aparecen en escena, a los que en pocas páginas logra describir y contar la historia que lo envuelve, aunque después, éste,  no vuelva a aparecer en toda la narración. Es una de esas extrañas novelas en la que de vez en cuando, es conveniente tener que parar la lectura para saborearla mejor, pues posee la adictiva facultad de absorber por completo al que se sumerge en ella, lo que posibilita que, pese a su grosor, pueda leerse en sólo dos o tres sentadas.
                        No obstante, para ejercer un poco de “mosca cojonera”, he echado en falta, al pensar en la novela después de leerla, algo más que la yuxtaposición de las múltiples situaciones vitales que se narran, un nexo común y potente entre ellas, pues da la sensación de que todos los personajes que aparecen son meros navíos que han zarpado de puerto pero que no saben en realidad  hacia dónde se dirigen, o que a lo único a lo que aspiran es a afrontar la travesía a la que se ven arrojados de la forma más confortable posible. En este contexto la novela es demasiado norteamericana, en donde el objetivo es sobrevivir de forma aceptable, siendo la estrategia más adecuada para ello la de adaptarse a las circunstancias que cada cual se  vaya encontrando.
                        “Todo lo que hay” es una de esas novelas que obligan a quien acaba de leerla a buscar otras obras del autor, con la esperanza al menos de poder hallar en ellas más de lo encontrado. Lo curioso del tema, es que esta novela es la última escrita por el autor  después de casi treinta años sin publicar nada, por lo que no tengo ni idea de cómo son ni de que tratan sus anteriores obras, por lo que interés de acercarme a ellas se acrecienta.


Sábado, 5 de junio de 2014

jueves, 16 de octubre de 2014

La gran estafa

LECTURAS
(elo.304)

LA GRAN ESTAFA
Alberto Garzón Espinosa
Destino, 2013

                        Después de leer este texto, un texto fácil de leer pero en el que se señalan varias ideas esenciales para comprender lo que está ocurriendo y lo que tiene que suceder, la opinión que tenía sobre Alberto Garzón ha mejorado significativamente, pues ya no es sólo el político joven con el que Izquierda Unida, o el Partido Comunista, trata de refrescar su imagen ante una franja del electorado que se le está escapando de las manos, sino alguien con fundamentos claros que puede aportar más de lo que esperaba a la izquierda, o lo que es lo mismo, que Alberto Garzón va más allá de ser la esperanza blanca electoral de futuro para esa formación política. Creo que la izquierda clásica de este país, la que gravita en torno al Partido Comunista, desde hace tiempo, se encuentra atorada en sus propios discursos y en sus propias cuitas internas, lo que ha acabado por generar formaciones con estructuras altamente burocratizadas que lógicamente se han quedado sin bases y a las que la ciudadanía  sólo suele votar por inercia, de suerte que sus mejores elementos, esos que las mantenían en vanguardia, han preferido alejarse de ella, manteniendo ante la misma una distancia crítica considerable. La izquierda a la izquierda de la socialdemocracia lleva bastante tiempo inoperante, viviendo de las rentas en un régimen endogámico que la mantiene aislada de la sociedad después de haber conseguido un modesto lugar bajo el sol, en torno al diez por ciento del electorado, con el que al menos hasta ahora, ha parecido conformarse.
                        Pero de forma inesperada han acaecido una serie de acontecimientos, como la estruendosa aparición del fenómeno “Podemos”, que sin duda, tenga el recorrido que estos “descamisados” logren imprimir a esa aún embrionaria formación, han conseguido agitar las aguas de esa estancada y satisfecha izquierda, que está comenzando a reaccionar, sorprendida, ante lo que no esperaba. Lo peor que a la izquierda le puede suceder es que se encuentre cómoda en la vida institucional, tal como le ha venido sucediendo hasta la fecha a Izquierda Unida, pues ello implica que se vea en la obligación de tener que medir en todo momento sus discursos, y lo que es peor, dejar de  sintonizar con lo que está sucediendo en la calle. Una de las cuestiones que me llamaron la atención, desde un primer momento, de los dirigentes de esa nueva formación de la que no dejamos de hablar, es que llaman a las cosas por su nombre, que sin pudor, por ejemplo,  se autocalificaran de comunista y que tratan de abordar temas, que la izquierda institucionalizada trataba de ocultar, dando rodeos y rodeos sin  llegar nunca a ninguna parte. Este es uno de los motivos por el que me ha gustado el libro de Alberto Garzón, porque lejos de ocultarse bajo la sombra de lo correcto, dice lo que tiene que decir, “sin pelos en la lengua”, realizando un análisis de lo sucedido, para después apuntar lo que según él hay que hacer para salir de la actual situación.
                        Sin medias tintas, el problema de fondo para Alberto Garzón no son los políticos, ni los sacrosantos mercados, ni las instituciones, ni tan siquiera la legislación existente, el problema para él sencillamente es el capitalismo, el capitalismo extremo que padecemos, un entramado ideológico que todo lo reduce a la mera rentabilidad económica, que desde que ejerce su hegemonía sin encontrar oposición, ha logrado secuestrar a la democracia. El sistema democrático, con sus representantes e instituciones, en el mejor de los casos hace lo que puede, que como se demuestra es poco, de ahí su descrédito, pues el poder real, en contra de lo que se nos dice, el del dinero, el de los grandes capitales y el de las finanzas, no se encuentra bajo su control, ya que de forma dislocada vive autónomamente sin importarle para nada las sociedades sobre las que opera. Para él, por tanto, la crisis que padecemos es estructural y no como se nos quiere hacer entender, pues el capitalismo, después de desprenderse de los lazos que lo ataban ya sólo piensa en sus intereses, los de multiplicar sus beneficios sin importarle los perversos efectos sociales que puedan acarrear sus actuaciones. Por este motivo, por el bien de todos, quiere decir Alberto Garzón, ya no basta con poner parches ni remedios parciales que sirvan para taponar momentáneamente una de las múltiples vías de agua existentes, pues lo que hay que buscar, por lo que hay que trabajar, es por encontrar soluciones estructurales para poner fin a este periodo de dominio absoluto del capitalismo, para lo que es necesario crear y articular una nueva hegemonía que ponga en su centro al ser humano, a los ciudadanos, lo que sólo se podrá conseguir mediante amplios consensos que consigan acabar con esta locura que padecemos.
                         Por lo que aboga el joven diputado malagueño es por rescatar la democracia, con objeto de que mediante ella, la ciudadanía vuelva a recuperar el control de la situación, en donde el Estado, en lugar de limitarse  sólo a “verlas venir”, como desde hace tiempo viene sucediendo, o de actuar como mero títere de lo que se acuerde en opacos cenáculos en actitud claramente colaboracionista, vuelva a intervenir de forma activa y decidida, poniéndose al servicio de los intereses de la inmensa mayoría de los ciudadanos.
                        Lo que parece evidente es que así no se puede continuar, que se hace un esfuerzo para recuperar las riendas, para que todo sencillamente vuelva a su lugar, o las dinámicas devastadoras que emanan del capitalismo extremo nos conducirán al colapso, al colapso social y al colapso ecológico. El dislate de las desregularizaciones, el de “la ley de la selva”, tiene necesariamente que abrir las puertas de un nuevo escenario, en donde desde el Estado, desde un Estado democrático, se marquen las pautas a seguir, no olvidando nunca que las necesidades y las aspiraciones del ser humano en todo momento tiene que estar en el centro del sistema.
                        Después de leer este texto, no tengo más remedio que subrayar, como también lo hace Garzón, aquello de “Socialismo o barbarie”, o lo que decían otros, lo de que “el futuro será socialista o sencillamente no será”, pues sólo desde un mundo regulado por el Estado, repito que controlado democráticamente, se podrá afrontar el futuro con un mínimo de optimismo.


Viernes 13 de junio de 2014

viernes, 27 de junio de 2014

El anarquista que se llamaba como yo

LECTURAS
(elo.303)

EL ANARQUISTA QUE SE LLAMABA COMO YO
Pablo Martín Sánchez
Acantilado, 2012

                        A pesar de la importancia que desde todos los ángulos se da a la lectura, la credibilidad de las novelas, como algo que vaya más allá del propio entretenimiento, se encuentra por los suelos. Siempre que toco este tema me acuerdo de mi abuela, que viéndome un día tirado con un libro en el sofá en la casa de mis padres, preocupada me dijo, “espero que no estés leyendo una novela…”, y es que ella, con la difícil vida que había sobrellevado, y procurando siempre lo mejor para mí, no podía pasársele por la cabeza que desperdiciara mi tiempo con la lectura de novelas. El otro día, para seguir abundando en el mismo tema, cuando fui a recoger un libro a la biblioteca pública del barrio, la encargada me dijo, con cierto orgullo, que desde hacía tiempo sólo leía ensayos y biografías, dándome a entender que despreciaba a las novelas basándose en el argumento de siempre, el mismo que tenía mi abuela, el de que las novelas no aportan nada, nada salvo contar una historia que en el mejor de los casos sólo puede servir para pasar un rato agradable con ella. Vivimos unos tiempos extraños, en el que conviven de forma aislada lo que es  útil por un lado, y por otro, todo aquello que sólo nos sirve para entretenernos, sin que se nos pase ni tan siquiera por la cabeza, porque los acontecimientos cotidianos y la experiencia nos lo impide, que pueda haber algo que al tiempo que nos entretenga, o que incluso nos divierta, pueda tener alguna utilidad. Siempre he creído, no obstante, que la novela, que al menos las buenas novelas, son ante todo, o tienen que ser ante todo importantes instrumentos de conocimiento, pues tienen la facultad de aportarle vida a los conceptos, a unos conceptos que son el alma de otra disciplina, la filosofía, o para humanizar con la amenidad de sus tramas a la historia, que en demasiadas ocasiones se presenta excesivamente tediosa, por lo que, suelo dejar a un lado a aquellas novelas que sólo aspiren a hacerme pasar un buen rato, en una especie de reconocimiento a mi abuela, pero sobre todo, por la idea que poseo de lo que tiene que ser la  función del arte. Sí, porque el arte, en cualquiera de sus expresiones, nunca puede ejercer la función de ser mero florero. No obstante, de vez en cuando, me apetece leer una novela para encerrarme con ella durante un largo fin de semana, sin esperar nada de ella, salvo que me haga olvidar el lento transcurrir de las  horas, para lo que es fundamental, pues en esas ocasiones es lo único que exijo, que estén bien construidas.
                        Estas novelas, las que desde la calidad sólo aspiran  a hacer pasar un buen rato, consiguen algo importante, algo que muchas obras más pretenciosas ni de lejos pueden alcanzar, que es la de superar el primer obstáculo que toda buena novela tiene la obligación de rebasar, la de tirar con fuerza del lector, la de obligar a este a leer y a leer, la de proporcionarle al que lee el placer suficiente para que no abandone la lectura, lo que sin duda, digan lo que digan los entendidos, es lo más difícil del arte de la novela. Es posible que con estas novelas, que son más difíciles de encontrar de lo que en principio se podría pensar, sólo se consiga hallar cierto placer, cierto placer en la lectura por la lectura, lo que a todas luces en determinados momentos es más que suficiente, sobre todo cuando las otras, las que tratan de profundizar en temas escabrosos, en cuestiones profundas, en contadas ocasiones consiguen que un lector avezado pueda superar la siempre emblemática página veinticinco.
                        Tengo que reconocer que llevaba tiempo sin disfrutar de lo que leía, y eso que no paraba de leer, por lo que me estaba planteando muy seriamente mantenerme alejado de las novelas, pues estimaba que lo que me ocurría estaba ocasionado por cierto cansancio, por cierto hartazgo, lo que sin duda se solventaría dándole la espalda durante un tiempo, para refugiarme en otros géneros literarios, lo que me ayudaría a coger fuerzas para volver a ella con ganas. Pero olvidaba, o no quería ver, que aparte de ese cansancio, que existía, que más que cansancio era empacho, también estaba el hecho de que lo que llegaba a mis manos, ni de lejos, por una especie de extrañas circunstancias, se encontraba a la altura de lo que una buena novela tiene que ser.
                        Y en estas estaba cuando tropecé, y digo tropecé, con “El anarquista que se llamaba como yo”. No conocía al autor, ni tan siquiera había oído hablar de él, pero me llevé la novela a casa sin dudarlo, sin saber ni tan siquiera de qué iba, por dos cuestiones, por estar editada por Acantilado, lo que casi siempre es una garantía, y por el hecho de que se trataba de un escritor desconocido, pues en estos momentos en los que nadie arriesga, que una editorial como Acantilado, o cualquier otra de prestigio,  apueste por alguien desconocido en el mundo de las letras, tenía que ser motivo más que suficiente para tener asegurado algo interesante. Y por supuesto no erré, pues me he encontrado con una novela que se deja leer, que cuenta la historia de un apacible anarquista que se ve envuelto en los acontecimientos, que vive en primera línea, más importantes de la época que le tocó vivir, desde la carnicería que supuso La Gran Guerra, pasando por La semana Trágica de Barcelona, hasta participar en un descabellado intento de invadir España, desde Francia, para hacer caer la dictadura de Primo de Rivera, lo que le condujo a ser condenado a garrote vil. La novela está muy bien ambientada, lo que ha tenido que suponer un importante trabajo de documentación por parte del autor, que en principio realiza la novela, al menos eso dice, porque en “Google” encontró a alguien, a ese anarquista que se llamaba igual que él. Lo mejor de la novela, sin duda, es lo bien que está contada la historia, ya que a pesar del grosor de la misma, seiscientas páginas, en ningún momento se hace pesada, lo que en buena medida puede deberse, además de a las cualidades para la narrativa del autor, que resultan evidentes, a la saludable estructura que plantea, que aligera y logra amenizar la historia. La novela está dividida en dos planos, dos planos que de forma clásica se  van intercalando capítulo a capítulo, narrándose en uno de ellos la vida del protagonista desde que nace hasta  que se ve trabajando en una imprenta en París, mientras que en la otra, se cuenta desde ese mismo momento hasta que teóricamente es ejecutado en Pamplona.
                        “El anarquista que se llamaba como yo”, es una novela agradable, bien construida, que sin aspirar a nada más que a eso, a contar una historia bien contada, consigue que el lector se sumerja en la misma sin poder abandonarla hasta el final.


Lunes, 19 de mayo de 2014

martes, 3 de junio de 2014

Qué fue de los Mulvaney

LECTURAS
(elo.302)

QUÉ FUE DE LOS MULVANEY
Joyce Carol Oates
Lumen, 1996

            No conocía a Carol Oates, de la que sólo había leído algún que otro relato corto, pero después de que alguien encarecidamente me recomendara esta novela, “Qué fue de los Mulvaney”, que me ha costado trabajo encontrar a pesar de ser considerada como una de sus mejores obras, leí otras que realmente me sorprendieron de la misma autora, sobre todo “Hermana mía, mi amor”, por lo que ahora, cuando por fin la he podido leer, la sensación que me ha quedado no se encuentra, ni mucho menos, a la altura de las expectativas que había generado sobre esa novela. No es que me haya defraudado, no, pero tengo que admitir que esperaba más de ella, al haberme resultado demasiado larga para encontrar en lo leído tan poco. Para colmo, el tema me ha resultado demasiado recurrente, la descomposición de una familia modélica norteamericana por un suceso que le estalló bajo su misma línea de flotación, que creo que no ha sido tratado, desarrollado de la forma adecuada, prueba de ello es  que la novela llega en determinados momentos a cansar, lo que denota que algo falla en ella. El mismo tema, el mismo, ha sido abordado por otros autores norteamericanos, baste recordar a Cheever, desde diferentes perspectivas, pues la extremada debilidad sobre la que siempre se ha asentado la clase media de ese país, en todo momento hipotecada por su consumismo compulsivo, por la necesidad de aparentar ante los demás, con objeto de poder ser considerados como iguales ante los miembros de la comunidad a la que deseaba pertenecer, o la importancia desestabilizadora del alcohol, en el que tradicionalmente ahogaba todos sus desencantos, ha quedado de manifiesto en un sin fin de obras literarias de primer nivel.
                        Desde hace tiempo tengo claro que una buena novela es aquella que logra tirar del lector, la que consigue que éste lea y lea sin cesar, sin aburrirse, sin desear que acabe de una maldita vez lo que está leyendo. Resulta evidente que este es, sea cual sea el nivel de la novela y de quien lea, la prueba de fuego que tiene que pasar toda buena obra literaria, umbral que no todas, a pesar de la fama que pudieran llegar a tener, consiguen superar. Cada lector es el que es, teniendo diferentes grados de exigencia, de suerte, que para lo que uno pudiera parecer bueno, para otro puede resultar soporífero, aunque hay que subrayar que siempre hay elementos objetivos que enmarcan y singularizan a toda obra de calidad. No cabe duda que “Qué fue de los Mulvaney” tiene esos elementos, pero también posee otros que la lastran, la vulgarizan y la hacen pesada.
                        En esta obra también queda de manifiesto la capacidad narrativa de la autora, que es de discurso largo, pero creo que excepto en la primera parte, en la que realiza una elogiosa apertura, cae en una exposición bastante lineal y previsible, que como dije con anterioridad, llega, o puede llegar a aburrir al lector, pues la literatura de Carol Oates, cuando se dedica a contar y a contar, sin oxigenar mediante cambios estructurales la narración, parece que es de  otro tiempo, de cuando presentar una novela de setecientas páginas, en donde todas la variables abiertas quedaban perfectamente cerradas, era perfectamente normal. Sí, porque a estas alturas, presentar un tema excesivamente manoseado por muchos, sin aportar nada más, como sí me aportó la primera novela que leí de ella, “Hermana mía, mi amor”, que realmente era arriesgada estructuralmente, a estas alturas carece de sentido.
                        Como dije en un comentario que escribí hace unos meses sobre la autora, creo que en la forma de concebir la literatura de Carol Oates, queda de manifiesto la grandeza y también los problemas que presenta el realismo literario norteamericano, que a veces cae en “un garbancerismo”, como se diría por estos pagos, a  todas luces insufrible, aunque está claro, muy claro, que este tipo de literatura siempre contará con un público fiel, muy sano, ese que a lo único que aspira es a que le cuenten historias bien contadas, lo que puede que no sea una mala aspiración después de todo.
                        De todas formas, en la novela he encontrado algo que no me ha acabado de convencer del todo, y es la perspectiva desde la que se cuenta, que creo que no funciona, que no resulta creíble, aunque si se hubiera potenciado bien este punto de apoyo presentado, si se hubiera utilizado correctamente, estimo que el resultado final hubiera sido otro muy diferente. La historia la cuenta el hijo mayor de los Mulvaney, que en muchas ocasiones funciona como narrador omnímodo y otras no, utilizando la autora a lo largo del relato tanto la tercera como la primera persona, lo que estoy convencido que hace conscientemente aprovechando que el narrador era periodista y la capacidad fabuladora de éste, pero creo que con esta opción, aparte de desequilibrar la novela, consigue cortarle las alas.
                        “Qué fue de los Mulvaney”, aunque ni de lejos es  una mala novela, sí me ha quitado, al menos de momento, las ganas de sumergirme en otra de las múltiples novelas de la norteamericana, pues me ha dado la sensación, que con las tres suyas que he leído he captado su discurso y su forma de escribir, que al menos en dos de ellas me ha resultado agotador. No obstante, siempre tiene que haber un pero, estoy convencido que es  una autora muy recomendable, pues su literatura puede conseguir aplacar, desde la calidad, y de forma muy digna, la sed de historias, de novelones, que muchos aún tienen, aunque en condiciones normales la lectura de cualquiera de ellas, se pueda prolongar durante algo más de un mes.


Jueves, 7 de mayo de 2014

jueves, 15 de mayo de 2014

Divorcio en Buda

LECTURAS
(elo.301)

DIVORCIO EN BUDA
Sándor Márai
Salamandra, 1936

                        Después de algún tiempo, creo que lo último que leí de él fueron sus diarios, he vuelto a leer una novela de Márai, una novela que a su vez leí hace ya bastantes años, “Divorcio en Buda”, que en principio me ha vuelto a parecer deliciosa. Recordaba la estructura de la novela, pero no el tema de fondo sobre la que se articulaba, pues no se centra, como su título pudiera adelantar, sólo en un divorcio, en las causas de éste, sino en las disputas entre esos dos mundos, el viejo, el de siempre, y el que poco a poco estaba emergiendo de la mano de la modernidad, tema que tanto obsesionaba a Márai. El mundo nuevo, para el autor, atentaba contra el mesurado “mundo del ayer”, en el que todo estaba en orden y todos se encontraban en su sitio, en el lugar que le correspondía, y atentaba porque con su vitalidad y también con su arrogancia, amenazaba con hacer saltar por los aires tanto las estructuras sociales como las formas  de vida hasta entonces asentadas, lo que para el autor húngaro representaba toda una revolución, que de implementarse de forma definitiva, sepultarían para siempre los ideales que habían sustentado hasta entonces la cultura centroeuropea, que representaban para él, el ideal supremo de convivencia.
                        Para Sándor Márai, el mundo que veía amenazado, era un mundo equilibrado y armónico, en el que cada cual se conformaba con la posición que le había tocado en el reparto de papeles, y por consiguiente con el rol que tenía que cumplir de la mejor forma posible, un mundo clasista, muy conservador, que sólo podía justificarse desde la perspectiva del protagonista de la novela, y de la de su autor, desde el de “una burguesía modesta pero elegante”, pero también era un mundo completamente periclitado, repleto de contradicciones, que sólo podía ser alabado si se conseguía observarlo sólo desde su lado amable.
                        Con esta novela el autor trata de contraponer esos dos mundos que se enfrentan, poniendo sobre el escenario a dos personajes representativos de cada uno de ellos, a un juez que provenía de una familia de magistrados, y a alguien, que con muchas dificultades, gracias a un despótico tío suyo, pudo estudiar medicina para salir del medio rural y miserable en donde en principio tenía asignado desarrollar su existencia.
                        En la novela, el juez, posiblemente lastrado por el peso de su tradición familiar, después de haber neutralizado sus instintos, lleva una vida saludable y respetada por todos sus conciudadanos, mientras que el médico, que no pertenecía por naturaleza a la clase social en donde se encontraba asentado, sucumbe a sus instintos, los cuales provocaron que su vida naufragara, historia que deja no sólo una sensación extraña, sino que presenta un discurso completamente reaccionario. Sí, porque entre líneas nos dice, o nos quiere decir, que sólo aquellos que viven contra sus sentimientos, de espaldas a éstos, podrán llevar una vida estable, a lo que hay que añadir, que esa proeza, sólo podrían llevarla a cabo los que posean cimientos sólidos, aquéllos  que con voluntad se esfuerzan por mantener su reputación y el buen nombre de lo que representan.
                        Como dije al principio, la novela me ha parecido deliciosa en el plano estilístico, pues se lee con facilidad y sin que el lector encuentre en la misma ninguna arista que sobresalga en exceso, de esas que consiguen entorpecer la lectura, pero no obstante, me ha parecido que se articula en torno a un maniqueísmo que la debilita en exceso, al tiempo que cae en  unas descripciones de los personajes demasiado explícitas, ya que el autor, en lugar de dejar que los personajes se muestren por sí mismos, lo que posiblemente le hubiera costado cien páginas más, se dedica a definirlos, dejándoles poco margen de acción. Para colmo la novela se divide en dos partes claramente diferenciadas, posiblemente demasiado asimétricas, en la primera de las cuales, además de enmarcar al personaje principal y de subrayar su mundo, se dedica a dibujar el paisaje de esa civilización, la centroeuropea, que tanto añora, a la que observa que poco a poco se va difuminando en beneficio de la que impone los nuevos tiempos que llegan, mientras que en la segunda, en un largo diálogo, que en realidad es casi un monólogo, el médico le cuenta al juez su fracaso existencial, al haberse dejado conducir por los parámetros de ese nuevo mundo.
                        “Divorcio en Buda” es una delicada obra con un contenido manifiesto, un contenido que no puede pasar la prueba del algodón de lo políticamente correcto, pues los valores clasistas que añora, resultan muy discutibles cuando se presentan de forma diáfana, aunque parece claro que eran unos valores que muchos intelectuales, entre los que destacan el propio autor pero sobre todo Stephan Zweig, echaron de menos durante demasiado tiempo, posiblemente porque representaban un mundo sólido, muy alejado de la vorágine de la modernidad, siempre contradictorios y conflictivos,  que arrasarían la historia de la humanidad en los años siguientes. Pero independientemente al plano ideológico de la novela, que en lo meramente literario puede que sea secundario, “Divorcio en Buda”, me ha parecido una novela engañosa, tramposa, una de esas novelas que al terminar de leerla uno se queda con buen sabor de boca, pero que al intentar analizarla se comprende que buena parte de ella se encuentra “cogida por alfileres”, que cuenta con partes poco creíbles, como lo motivos del suicidio de la mujer del médico y la relación de ésta con el juez, pero sobre todo, y esto es más preocupante, se nota demasiado que es una novela realizada para exponer una tesis, lo que me parece bien, pero siempre y cuando los postulados por los que abogue el autor no aparezcan en cada esquina de la narración.
                        No obstante es una novela agradable con la que se puede pasar un buen rato.


Miércoles, 9 de abril de 2014