martes, 28 de diciembre de 2010

La última noche en Twisted River


LECTURAS
(elo.207)

LA ÚLTIMA NOCHE EN TWISTED RIVER
John Irving
Tusquet, 2009

Alguien dijo simplificando mucho, un escritor bastante conocido, que existen dos clases de novelistas, los que escriben con brújula, como él lo hacía, y los que necesitan hacerlo apoyándose en un detallado mapa sobre su mesa de trabajo. Los primeros saben hacia dónde quieren dirigirse, pero se aventura sin saber qué se podrán encontrar a lo largo de la travesía en la que se involucran, mientras que los segundos, sin duda menos osados, sólo parten cuando creen conocer todos los recodos y todas las ventas por las que con seguridad tendrán que pasar y repostar. Lo anterior no significa que unos sean mejores novelistas que los otros, no, pero sí que existen dos formas de trabajar y de entender la construcción novelística radicalmente diferentes, que se nota, en mayor o menor medida, en las obras que realizan. Estoy de acuerdo, pero también existe otra división, que en lugar de atender como la anterior a la elaboración, se centra en los objetivos que los diferentes autores se imponen, ya que por un lado se encuentran los que desean sólo contar una historia, y por otro, los que aspiran además, a escudriñar, por decirlo pomposamente, en el alma humana, es decir, los que se dedican a contar historias con la intención, de que éstas consigan tener la virtud de dejar al descubierto otras cuestiones. Ni que decir tiene, como ocurre en la primera división, que pueden existir tan buenos escritores, o tan malos, en cada uno de los diferentes bandos, quedando en el lector, la soberana decisión de elegir el tipo de literatura que más le interesa.
Esta novela de John Irving demuestra, o al menos me demuestra, que el norteamericano necesita para trabajar de un mapa, pero también que es uno de esos autores que se conforman con contar una historia, lo que lo sitúa, a pesar de sus innegables dotes para la narración, en el grupo de novelistas que menos me interesan. En un momento determinado, el protagonista de la novela, que para colmo es novelista, se llega a definir como “un artesano, no como un teórico”, como “un narrador, no como un intelectual”. Curioso, eso mismo pienso de Irving, que es un buen artesano y un excelente narrador, de esos que consiguen embaucar con lo que cuentan, pero también de los que no llegan a más, salvo a que el lector no tenga más remedio que afirmar, “sí, pero las historias que narra son buenas y están bien construidas”. ¿Pero basta con eso? Puede que sí, al menos si se analizan las listas de textos más vendidos, en donde uno se puede encontrar, con tochos monumentales que sólo se dedican a explicitar, con pelos y señales, la rocambolesca vida de sus protagonistas, gracias a los cuales, si hay suerte, se puede pasar un largo fin de semana sin salir de casa. ¿Pero esta literatura de entretenimiento, completamente desfasada, al menos de mi punto de vista, es la que definirá literariamente a nuestro momento histórico? Aunque afortunadamente existen otras formas de entender la literatura, con toda seguridad, entre otras razones porque es la que se compra y la que a veces se lee, esta visión de la misma, que no llega a caer en el best seller, aunque coge muchos elementos de ellos, es la que caracteriza, nos guste o no, a nuestra época. Siguiendo con las preguntas, existe una que hay que realizar de forma ineludible, a saber, ¿Quién lee en estos momentos literatura que no sea de entretenimiento? Sólo cuatro monos. Basta para comprender lo anterior con acercarse a cualquier librería, sea la que sea, y observar los escaparates desde los que se incita a comprar auténtica basura, quedando los textos de un mínimo interés, de un interés literario, arrinconados en los lugares menos accesibles, y es que, por lo que no hay que culpar a esos establecimientos comerciales, pero sí a los libreros que aún quieren merecer ese nombre, lo realmente importante son las ventas, el número de ejemplares que se puedan llegar a vender de un determinado libro, y no la calidad del mismo. El problema de estas novelas, casi todas ellas bien construidas, es que no aspiran a otra cosa más que a satisfacer las demandas del sector mayoritario de la comunidad de lectores, que sólo exige obras con las que poder pasar un buen rato, lo que es legítimo, pero creo que no se debe hablar de literatura de calidad cuando se está hablando y presentando otro tipo de textos.
Apostando fuerte, diré, que Irving es un autor de literatura de entretenimiento de calidad, ya que su narrativa, a pesar de no aspirar más que a contar buenas historias, no se caracteriza precisamente por su, digamos, accesibilidad, pues el autor se esfuerza por huir, y a veces se le nota demasiado, de los desarrollos lineales que son, los que utilizan la mayoría de los autores de éxito. En las novelas de Irving, por enrevesadas que sean, y ésta lo es, todo encaja a la perfección, pero esa exactitud casi geométrica, en la que deja constancia de su capacidad arquitectónica, en donde todos los pasos de los personajes están minuciosamente estudiados, es también, al menos así me lo parece, el grave problema de su literatura, al observarse en ella la escasa libertad con la que cuentan, ya que siempre aparecen apoyándose en las muletas que les proporciona las férreas estructuras con las que el autor los presenta.
En “La última noche en Twisted River”, en pocas palabras, Irving desarrolla la amenaza que padece una familia formada por un padre y su hijo, que al final, aunque hacen lo imposible por evitarla, cambiando constantemente de residencia, se llega a materializar. Una historia de tales características consigue sostenerse literariamente gracias, y lo repito de nuevo, a las indudables dotes que posee el autor, que hace posible, al sacarse de la manga innumerables recursos, que un argumento en principio sin alicientes, al menos sin excesivos alicientes, se presente como un texto, que al menos formalmente, no cae en la banalidad que caracteriza al tipo de novela a la que pertenece.
Hace unos días, en un encuentro casual, un amigo me comentó, que debido al escaso tiempo del que disponía, estaba seleccionando mucho sus lecturas, cosa que sin duda también me veré obligado a realizar, por lo que no tendré más remedio que evitar novelas de estas características, aunque también comprendo, que en buena medida, éstas, me obligan a valorar aún más las que me interesan.

Jueves, 7 de octubre de 2010

jueves, 16 de diciembre de 2010

Diario de un ama de casa desuisiada


LECTURAS
(elo.206)

DIARIO DE UN AMA DE CASA DESQUICIADA
Sue Kaufman
Libros del Asteroide, 1967

Cuando por primera vez tuve noticias de esta novela, a pesar de que estar editada por “Libros del Asteroide”, de cuya autora nunca había oído hablar, y después de saber su temática, estimé, con ese reduccionismo que a veces me acompaña, que sin duda se trataría de una obra más que abordaría el tan manoseado tema de la alienación que padece la mujer en las relaciones de pareja, en donde se detallarían, con pelos y señales, las frustraciones, las querencias y las angustias que acompañan a las amas de casa de la clase media. Incluso no descartaba la existencia de un cierto tufillo feminista y reivindicativo en sus páginas. Lo cierto, puede que por todo lo anterior, y a pesar de las buenas críticas que la acompañaban, y de tenerla a mano en la estantería, era una novela que no me resultaba atractiva. Pero cuando por una serie de circunstancias comencé su lectura, a las primeras de cambio comprendí, como suele ocurrir con las buenas novelas, que me encontraba ante una obra de indudable calidad. Lo que parece evidente, es que en último extremo la calidad de una novela, al igual que los buenos vinos, la determina el tiempo, ya que el paso de los años va seleccionando las que en realidad valen la pena que perduren, y las que, a pesar del éxito que hayan podido obtener en su día, es mejor dejar en el olvido. Que una novela publicada por primera vez en mil novecientos sesenta y siete se publique a estas alturas por una editorial de indudable prestigio, debería llamar la atención de todos los que, al menos en principio, estamos pendientes de las novedades que aparecen en el mercado, pues es señal, de que la obra en cuestión no ha sido arrollada “por el viento del olvido, ese que cuando sopla mata”, por lo que sin duda, puede merecer la pena su lectura. Y así ha sido en este caso. “Diario de un ama de casa desquiciada” es una novela no sólo de calidad, sino también una obra interesante para seguir reflexionando sobre el eterno tema de las relaciones de pareja, al no centrándose sólo, como esperaba, en los innumerables problemas que padecen las mujeres en ella. De hecho, aunque tal afirmación pueda resultar discutible, creo que el verdadero protagonista de la novela no es la narradora, sino su marido, que en su criticada evolución, es el que en todo momento va marcando el ritmo del matrimonio, y también de la novela. Sí, porque el argumento de la novela, que es muy conservador, desarrolla la idea, de que un determinado matrimonio entra en crisis, porque uno de sus miembros, el marido, deja de ser el que era, convirtiéndose en una persona radicalmente diferente, de suerte, que hasta que éste no comprende que tenía que rectificar y volver a ser el que fue, entre otras razones porque la vida que había elaborado se le vino abajo, no vuelve la normalidad al núcleo familiar. El mensaje implícito de la novela de Kaufman, es ni más ni menos, que la estabilidad y la felicidad de una pareja, depende de que ninguno de los dos miembros evolucione en exceso por separado, ya que si esto sucede, todo, por mucho amor que exista, se vendrá irremediablemente abajo, y por supuesto, a que por muy mal que vayan las cosas, siempre hay tiempo para rectificar.
El discurso presentado, a pesar de ser legítimo, lo considero, como dije con anterioridad marcadamente conservador, sobre todo, porque apuesta por paralizar la autonomía de los componentes de una determinada pareja, en aras del mantenimiento del sacrosanto matrimonio, que es entendido como una “unidad de destinos en lo universal”. Y nada más lejos de la realidad, pues toda pareja, ante todo es, o debe ser la unión de dos personas, con vida propia, que firman un acuerdo tácito de convivencia, con la esperanza de que esa unión sea lo más duradera posible. Pero esa unión no puede basarse, como algunos quisieran, en la paralización vital, o en el necesario desarrollo paralelo de los miembros que la conforman, entre otras razones, porque tal hecho es ante todo una imposibilidad, sobre todo cuando se trata de personas deseosas de vivir. Cada miembro de esas unidades familiares, a no ser que uno de los miembros quede anulado por la vitalidad del otro, algo que aunque parezca mentira suele resultar frecuente, tienen indudablemente que enfrentarse a la realidad, que siempre será su realidad, lo que día a día le obligará, lo quiera o no, a ser diferente a lo que fue ayer, por no decir de la persona que fue hace diez años. Esta evolución natural, pues vivir es crecer, crecer de forma constante, hace difícil la pareja tal como la entiende la autora, que es como se ha entendido tradicionalmente, lo que explica, en un mundo tan complejo como en el que nos vemos obligados a vivir, la crisis que padece, la institución del matrimonio. A pesar de todo, la vida en pareja es esencial para la estabilidad de todo individuo, y lo es, aunque resulte paradójico, pese a la inestabilidad que proporciona, inestabilidad que le tiene que obligar, a la necesidad de tener que replantearse la relación de forma constante. Ante tal hecho, independientemente al voluntarismo, lo único que puede mantener viva una pareja es algo tan difícil de llevar a cabo como la tolerancia, una tolerancia no basada en el desinterés hacia la otra persona, sino en la empatía.
De forma independiente al discurso desarrollado, la novela de Sue Kaufman me ha parecido magnífica, en primer lugar por el lenguaje utilizado, que no presenta en ningún momento aristas de consideración, lo que hace posible una lectura fluida en la línea de la mejor literatura norteamericana, pero también, por la utilización que la autora realiza de un género, que en la mayoría de las ocasiones puede resultar demasiado estrecho, el las novelas basadas en las entradas de un diario. Sí, Kaufman hace posible que las anotaciones que realiza en su diario desborden la estructura del propio diario, posiblemente por el hecho de que son entradas largas, en donde cada una de ellas se conforma más como una pequeña narración que como lo que en realidad deberían de ser, lo que posibilita que el lector, no se encuentre encorsetado por las dinámicas habituales de los diarios.
Es de agradecer, que en un tiempo como en el que vivimos, en donde las novedades literarias suelen anegar de mediocridad nuestro tiempo de lectura, que se rescaten obras de indudable valía que se encontraban descatalogadas o simplemente no traducidas, aunque ello signifique arriesgar por autores poco conocidos que carecen del atractivo de las teóricas figuras literarias del momento.

Jueves, 30 de septiembre de 2010

sábado, 11 de diciembre de 2010

La nieta del señor Linh


LECTURAS
(elo.205)

LA NIETA DEL SEÑOR LINH
Philippe Claudel
Salamandra, 2005

Reconozco que entre mis innumerables lagunas, algunas demasiado evidentes, destaca con luz propia mi desconocimiento casi total de la narrativa francesa actual, lo que debo atribuir, un poco en mi defensa, a que son pocos los autores franceses contemporáneos que se publican y llegan a distribuirse de forma eficaz en nuestro país, al menos en comparación con lo que sucede con los británicos o los norteamericanos. Hace sólo unos días, alguien me habló de lo comerciales que son las novelas del país vecino que logran cierta aceptación entre los lectores españoles, pues nombres como Fred Vargas, Anna Gavalda o Katherine Pancol, poco dicen, por no decir nada, de la posible vitalidad de la narrativa gala, aunque a estos autores, se les puede contrarrestar novelistas de la talla de Houellebecq o Claudel, dos firmas que se encuentran a la altura de la mejor literatura, que hoy por hoy, se realizan a nivel internacional, a pesar de las diferencias existentes entre ambas. El desconocimiento del que hablaba, me impiden saber si estos dos últimos narradores representan una excepción, o si por el contrario, sólo son una muestra, como creo que debe ocurrir, de la literatura de calidad francesa, que por motivos evidentes, no consigue la amplificación internacional que merece, ya que las editoriales, aquí como en todas partes, prefieren apostar por lo seguro, es decir, por aquellos autores que gracias a una mínima promoción, pueden asegurar la venta un número determinado de ejemplares, los suficientes como para hacer rentable la inversión.
Cuando leí “Almas grises”, comprendí que Philippe Claudel era un autor especial, de esos que con voz propia, y sin levantar demasiada polvareda a su alrededor, cosa que sí consigue su polémico compatriota Houellebecq, aportaría con toda seguridad obras de gran interés, como pude certificar con posterioridad con “El informe Brodeck” y ahora con “La nieta del señor Linh”. Tengo que decir, y esto no cabe duda debe ser tomado como un elogio para Claudel, que no soy buen catador de ese tipo de novelas que podría calificar de sutiles, o como los entendidos dicen ahora, del minimalismo literario, pero cuando algo es bueno, como las novelas del francés, sobran todos los escrúpulos que hayan podido arraigar en uno a lo largo de los años. No soy partidario de ese tipo de literatura, porque casi siempre, sus autores ponen más interés en la forma que en el fondo, más interés en seducir al lector que en hacerlo reflexionar, lo que sin duda alguna conjuga bien con los singulares tiempos que nos han tocado en suerte vivir. Ese tipo de novelas, que tanto éxito relativo consiguen alcanzar, a pesar de presentarse descompensadas, no hablan sólo de los cánones literarios dominantes en la actualidad, sino del tipo de sociedad en la que vivimos, pero sobre todo, de la fisonomía del lector actual, ese que se acerca a la literatura, ya que esa es la concepción que posee de la misma, sólo para buscar deleite o entretenimiento. Hace unos días me sorprendió alguien al que estimo como lector, cuando me respondió a la crítica que le realicé de una novela que él había elogiado con anterioridad, crítica que se basaba en la ausencia casi total de sustancia en la misma, a que había encontrado en sus páginas alguna que otra imagen repleta de hermosura. El objetivo de la novela no puede ser la búsqueda de la hermosura, de la belleza, pues para eso existen otros géneros más cualificados para tal fin, sino narrar historias mediante la palabra escrita, que consigan contar algo de la mejor forma posible, lo que quiere decir, simplificando, que siempre debe existir un equilibrio entre lo que se desea decir, y la forma en que se cuenta eso que se desea decir, de suerte, que ambas variables deben presentarse perfectamente conjugadas entre sí, sin que ninguna de las dos sobresalga en exceso en detrimento de la otra, si se desea que una novela, al menos, resulte aceptable.
Claudel, en esta novela, como en todas las suyas, a pesar de poner el acento en lo meramente literario, es decir, en la voluntad de estilo, nunca olvida que el estilo, que la forma, carece de sentido si se carece de una historia potente que contar, ya que una novela hueca es un contrasentido literario, un artilugio gratuito, un lujo innecesario que sólo sirve para subrayar aún más la banalidad medioambiental con que, para nuestra desgracia, tenemos que convivir cotidianamente. No, el francés no olvida los fundamentos básicos sobre los que tiene que sustentarse toda buena novela, y por ello, todas sus obras pueden calificarse como literarias, cuando la mayor parte de la literatura que se realiza en nuestros días puede tildarse de cualquier cosa, menos precisamente ser literarias.
En esta ocasión Claudel habla del exilio, de un viejo refugiado indochino que llega a Francia con su nieta huyendo de una de las innumerables guerra que periódicamente asolaban su país, y de las dificultades que encuentra en el lugar a donde llega, pero también del exilio que padecen los que sin salir de su país, después de haber perdido lo que más les importaba, se ven perdidos a la deriva, sin una justificación vital a la que agarrarse. Pero sobre todo habla del cariño, del poder de la amistad para superar el aislamiento y la soledad, y todo ello de una forma apaciguada, como dije antes sin levantar la voz, hundiendo la pluma en lo esencial de todo ser humano, lo que hace posible el milagro de que el lector no pueda dejar de leer y leer, pues en el mundo en el que entra, aparte de creíble, todo lo que encuentra está en su sitio, sin que nada parezca impostado, y eso a pesar, de que lo importante en esta novela son los sentimientos, eso que tantas veces se deja a un lado al creerse que carecen de importancia. Como en sus restantes obras, Claudel no dice nada de forma explícita, ya que se dedica a mostrar, a dejar sobre el papel las necesidades de sus personajes, lo que los convierte en entrañables, dotados de alma, de eso tan complicado pero que tanto necesita un personaje literario, para que ante todo lector con un mínimo de sensibilidad, aparezca como algo más que eso, como algo más que un personaje literario.
Poco más tengo que decir, salvo que como me ha ocurrido con las restantes novelas del francés, me quedo con el deseo de tener a mano alguna otra obra suya, lo que estimo que es lo mejor que se le puede decir a un autor, el mayor reconocimiento a su forma de hacer literatura.

Lunes, 13 de septiembre de 2010

viernes, 3 de diciembre de 2010

El caso Kurilov


LECTURAS
(elo.204)

EL CASO KURILOV
Irene Némirovsky
Salamandra, 1933


Siempre me ha llamado la atención la frialdad del terrorista. Puedo llegar a comprender lo que le empuja a cometer el acto que le define, lo que se puede esconder detrás de cada una de sus acciones, pero me supera el hecho de que alguien, con premeditación, acabe con la vida de otro ser humano, aunque esa vida corresponda a la de un asesino. Hace muchos años, cuando era más joven y mucho más pedante, dejé escrito que el terrorismo era el parto de la impotencia dialéctica, lo que sigo manteniendo, pero una cosa es que a niveles teóricos pueda llegar a entender al terrorismo, y otra muy distinta es que pueda llegar a defender la barbarie que implica. Se podría decir, y lo comprendo, que entender las motivaciones que hacen posible toda actividad terrorista, se encuentra sólo a un paso de caer en su justificación, y que lo lógico sería dejarlo sin un solo soporte válido que pudiera ampararlo. Cierto. Sería lo lógico, lógica que se sustentaría en poner la vida humana, cualquier vida humana por encima de las ideologías, y por supuesto de los actos que hubiera podido realizar un determinado individuo. Esta actitud, digamos que cristiana, al menos teóricamente puede resultar intachable, pero hay que reconocer, que en demasiadas ocasiones puede chocar de forma frontal contra la terca realidad de los acontecimientos, que siempre, para desgracia nuestra, ya que a veces creemos que vivimos en el mundo de las ideas, es más pedestre de lo que llagamos a intuir.
Pocos son los que a estas alturas dudan que la muerte de Luis Carrero Blanco no sirviera para poner, y lo digo en positivo, la primera piedra para el desmantelamiento del régimen franquista, régimen que hasta ese momento se veía capacitado para gobernar eternamente por el bien de los españoles. Lo mismo, aunque a otro nivel, pudo ocurrir con el asesinato de algún que otro comisario de policía, que en aquella época de plomo, se sintiera con el derecho de torturar hasta asesinar a los opositores al régimen que caían en sus manos, como Melitón Manzanas, que en caso de no haber sido acribillado por ETA, en uno de sus primeros atentados, no hubiera, a pesar de los crímenes que cometió, por las singularidades de la denominada modélica transición democrática de nuestro país, tenido que presentarse ante un tribunal que calibrara su comportamiento en los años que estuvo al mano de la Brigada Político Social de Guipúzcoa.
No cabe duda, que tanto Don Luis como ese policía de nombre imposible, fueron asesinados por su actividad profesional, el primero por ser presidente del gobierno y mano derecha del Generalísimo, y el segundo, por haberse distinguido por llevar la represión a unos niveles digamos que excesivos. Lo que también parece claro, es que ambos individuos eran, o tenían que ser algo más que eso, como todos somos algo más de lo que hacemos en nuestra actividad profesional habitual. De Carrero se sabe que era un católico de comunión diaria y un ejemplar padre de familia, e imagino que Don Melitón, aunque parezca extraño, tendría alguna que otra virtud que forzara a que sus familiares lloraran tras su muerte, por lo que creo, que si la vida de ambos hubiera sido conocida a fondo por sus asesino, o mejor dicho, que si éstos hubieran convivido con ellos en la intimidad, habiendo conocido las múltiples facetas que componían su personalidad, no hubiera sido tan fácil que atentaran contra ellos, pues entonces, hubieran sido consciente, y todo el planteamiento hubiera cambiado, de que no sólo iban a matar al presidente del gobierno o a un sanguinario policía, sino a un ser humano con todo lo que ello significa.
Todo lo anterior viene, a que estoy convencido que la frialdad que define a todo terrorista proviene de que su objetivo es siempre visto como un estereotipo dotado de escasos rasgos, que consigue alejarlo de su condición humana, lo que facilita precisamente eso, que se convierta en un objetivo a eliminar.
En “El caso Kurilov”, Irene Némirovsky habla de lo anterior, creando un personaje que es encargado de trasladarse a la Rusia zarista con la misión de asesinar al ministro del interior, a Kurilov. Como médico que era, consigue introducirse en su círculo privado, lo que le proporciona un lugar privilegiado para conocer desde primera línea a la persona que tenía que matar. Con rapidez certifica que se trataba de alguien detestable, cuya ambición, y la necesidad de seguir en el puesto que ocupaba, le llevaba a reprimir violentamente a los que intentaban, desde la universidad, levantarse contra el régimen, pero también esa posición le llevó a comprender, que además de lo anterior era otras muchas cosas, un hombre enfermo al que le quedaba poco tiempo de vida, un esposo enamorado y un buen padre. El protagonista observa que la imagen que le habían transmitido era demasiado esquemática, y por tanto falsa, por lo que duda en el momento en que tiene que ejecutar su misión, teniendo que llevarla a cabo la persona que lo acompañaba.
El protagonista de la narración, Leon N., consigue milagrosamente ser indultado, pasando con el tiempo a convertirse en un importante cargo bolchevique, de cuyas filas deserta para exiliarse en Niza, en donde ya anciano, escribe, en un intento fallido de contar sus memorias, algo que le aburría, el relato de “El caso Kurilov”, por lo que el lector se encuentra con un texto autobiográfico encontrado cuando el autor del mismo deja de existir.
Irene Némirovsky es una escritora que no deja de sorprenderme, pues siempre se detiene en cuestiones de gran calado, pero teniendo la virtud de no subrayar lo evidente, al buscar en todo momento lo que se esconde detrás de lo que acontece. Me sorprendió en “Suite francesa”, el intento de profundizar en las causas que obligaban a que los franceses se relacionaran con los miembros del ejército de ocupación alemán, tema que imagino que en aquella época no tenía que ser bien visto, igual que me ha llamado la atención éste intento por humanizar a un asesino.

Miércoles, 1 de septiembre de 2010

viernes, 26 de noviembre de 2010

Verano



LECTURAS
(elo.203)

VERANO
J.M. Coetzee
Mondadori, 2010

Dicen, imagino que por aquello de la perspectiva, que la visión más exacta de uno la poseen los demás, y más concretamente, aquellos que, por unas circunstancias o por otras, se han encontrado en un momento dado cerca de nosotros. Según este planteamiento, del que dudo y del que mantengo mis reservas, la imagen que uno posee de sí mismo se puede venir abajo cuando se la enfrenta a las que otros poseen de nosotros, hecho que de suerte, debe al menos conseguir perturbarnos. Los demás, los otros, actúan como un espejo en el que teóricamente nos reflejamos, devolviéndonos esa imagen, que en demasiadas ocasiones poco o nada se parece a la que con el tiempo creímos haber elaborado. ¿Pero es exacta, como se dice, esa imagen que nos reenvían y que poseen los que nos rodean? Creo que no, pues los otros, la gente que amamos, que odiamos o que nos resultan más o menos indiferentes, también conforman un espejo cóncavo, que en ningún caso podría considerarse, ni mucho menos, como neutral o imparcial. Esto es así, porque ellos, como no podría ser de otra forma, también se encuentran sometidos, aunque desde fuera se les observe diáfanos y dotados de una objetividad envidiable, a múltiples condicionantes que consiguen malear tanto la imagen que reciben como la que transmiten. Entonces, ¿dónde se puede asomar uno para tener una visión digamos que objetiva de lo que realmente se es? Evidentemente en ningún lugar, o para ser más exacto en todos, pues con toda seguridad, en cada fragmento de lo que nos llega de nosotros, por muy distorsionado que en ellos nos encontremos, allí se podrá hallar algo, aunque sólo sea algo de lo que efectivamente somos. Yo no puedo ser el mismo, aunque para los partidarios del yo-unitario pueda resultar una aberración, para Manolo que para Juan, para Ana o para Consuelo, no ya porque Manolo, Juan, Ana o Consuelo sean diferentes, sino porque yo no puedo ser igual con unos que con otros, por no hablar de lo que yo considero positivo de mi carácter y Consuelo puede considerarlo, porque está en su derecho, porque ella no soy yo, como mezquino y deplorable. Para que uno pueda conocerse no basta con aislarse en los riscos de una montaña perdida, pero tampoco en la multitud de opiniones que sobre uno van vertiendo los demás, siendo necesario un serio ejercicio de observación y crítica, que siempre, y esto es importante subrayarlo, debe estar guiado o tutelado, por la idea de lo que uno quiere ser. Sí, porque se debe aspirar en todo momento a ser mejor, a limar las aristas que se saben, que uno sabe que pueden resultar tóxicas, que tienen la virtud de arañar demasiado, convencimiento al que sólo se puede llegar, teniendo siempre pendiente un ideal de comportamiento al que necesariamente, con todas las singularidades que uno pueda aportar, cada cual debe acercarse. Por todo lo anterior, cuando un autor habla de sí mismo cuando a la hora de afrontar su autobiografía, por muy crítico que sea, por mucho que aparentemente se despelleje, hay que tener mucho cuidado ya que la visión que aporta es la suya, o en el peor de los casos, la que desea que quede en la memoria de los que la leen.
Partiendo de lo anterior, en primer lugar tengo que señalar que me ha resultado curiosa la forma en que Coetzee afronta la tercera parte de sus memorias, en donde él sólo aparece, al menos eso parece, en una serie de notas, al principio y al final de la obra, casi todas sin desarrollar. Dichas memorias, en principio se presentan como una biografía de un periodo de su vida, el que abarca desde que regresa de los Estados Unidos a Sudáfrica y desde ese momento hasta que consigue sus primeros reconocimientos literarios. El trabajo no lo firma el propio Coetzee, pues se nos dice que el autor ya había fallecido, sino un investigador, que mediante diferentes entrevistas con personas que estuvieron cerca del Nóbel durante esa parte de su vida, va presentando una imagen de él, que evidentemente nada tiene que ver con lo que uno espera encontrar de alguien de su categoría. Ni que decir tiene que Coetzee no ha muerto, y que es él el que escribe la novela, o la autobiografía, aunque creo que es más lo primero que lo segundo, llamando la atención, que no coincidan ni tan siquiera las fechas en las que regresó a su país. Cuando uno termina de leer la obra, comprende que todo es mentira, que nada de lo que se desarrolla corresponde con la realidad, y que la imagen que de él mismo nos hace llegar, casi siempre patética, ni de lejos es la del propio autor, dando la sensación, de que Coetzee, además de reírse de sí mismo, desea eliminar el boato que su figura ha llegado a alcanzar. No obstante, pese a lo anterior, que parece que no es más que un divertimento literario, de gran calidad por cierto, en lo que se va leyendo, en lo que van contado los diferentes interlocutores, se pueden encontrar, sobre todo si se ha leído su obra, afirmaciones que sí corresponden a las del propio autor, sobre todo las que hablan de la visión que tenía, o que tiene para ser más precisos sobre Sudáfrica. Fabular sobre uno, reírse de uno mismo, es demostrar que se posee la inteligencia necesaria para no creerse, al menos literalmente, ninguna de las imágenes que a uno le llegan, ni de las que parten de la idea que uno posee de sí mismo, lo que es buena actitud, para seguir enfrentándose a la existencia sin demasiadas ataduras.
A pesar de los altibajos que presenta su obra, estoy convencido, y lo he repetido en innumerables ocasiones, que el último Nóbel de literatura merecido, y se han otorgado unos cuantos, fue el que le concedieron al sudafricano, pues una novela como “Desgracia”, por sí sola hubiera merecido que su autor consiguiera tan distinción, pero no sólo por ella, ya que su empeño constante por innovar, como en esta su última obra, “Verano”, o por su lenguaje diáfano, que a pesar de todo siempre aspira a algo más que a contar una historia, lo convierten en uno de los pocos autores, a nivel internacional, que a pesar de su edad, consiguen hacer avanzar la literatura.

Jueves, 26 de agosto de 2010

sábado, 20 de noviembre de 2010

Yo maldigo el río del tiempo



LECTURAS
(elo.202)

YO MALDIGO EL RÍO DEL TIEMPO
Per Petterson
Mondadori, 2008


Hay novelas a las que sólo se puede acceder gracias a la recomendación de alguien de confianza, como ésta de Per Petterson, autor del que nunca en mi vida había escuchado hablar, a pesar de que al parecer, cuenta con un prestigio considerable y no sólo en su país. Desde que ese alguien me habló de esta novela, la tenía pendiente, aunque para ser sincero, no para correr a buscarla como he hecho con otras muchas, sino con la extraña esperanza de que un golpe de fortuna la dejara en mis manos, como al final, y de forma sorprendente ha ocurrido. En primer lugar, y antes de comenzar, tengo que decir que esperaba más, mucho más de la obra en cuestión, posiblemente por el crédito que me aportaba quien me la recomendó, que no se distingue, y menos en cuestiones literarias, por regalar elogios a nadie, aunque estoy seguro que el problema no ha partido de él, sino de las diferencias que existen entre las formas que ambos tenemos de entender la literatura. Yo soy, por ejemplo, partidario de una literatura menos intimista que él, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que la que yo prefiero sea mejor, sino sólo que somos lectores diferentes.
La novela, aunque el tema me ha parecido demasiado trillado, la he leído bien, sobre todo porque está muy bien escrita, pero una vez terminada me ha resultado intrascendente, o lo que es lo mismo, que “Yo maldigo al río del tiempo” es una novela formalmente aceptable, incluso muy aceptable, pero que no ha conseguido dejarme nada que merezca la pena subrayar. Intentaré desarrollar lo anterior, pues tal juicio, para muchos, podría resultar injusto al no valorar lo que al parecer siempre hay que valorar. Hace muchos años, un conocido de forma algo primaria, decía cuando una novela le había gustado pero no demasiado, “que sí, que estaba bien, pero que no le había matado”. Pues bien, en este caso yo diría lo mismo, que la novela del noruego es interesante, e incluso recomendable, pero que no ha conseguido matarme, y aún más, que ni siquiera ha logrado herirme. Si lo anterior lo redondeo afirmando que una buena novela, al menos para mí, no es aquella que cuadra por los cuatro costados, sino la que consigue desestabilizarme por entero, la que no me deja indemne, no me queda más remedio que decir, que la novela de Petterson, la que me había recomendado con tanto interés mi amigo, no es más que una obra bien elaborada de las muchas que anegan anualmente las librerías, pero también de las muchas que pasan sin pena ni gloria por las mesas de novedades de esos mismos establecimientos. Hoy en día, como he repetido en innumerables ocasiones, difícilmente uno logra encontrarse con una novela mala en sí, que esté mal desarrollada, pues la necesaria criba que llevan a cabo las editoriales dejan en la cuneta a todas las que no llegan a un nivel medio aceptable, aunque otra cosa es, que se suela tropezar con obras que realmente merezcan la pena, esas que por merecimiento propio, logran hacerse con un lugar destacado tanto en nuestras bibliotecas como en nuestras memorias. Esto, aparte de lógico, pues lo bueno puede llegar a considerarse como normal mientras que lo excelente casi siempre resulta milagroso, se observa en la actualidad más que nunca, ya que la técnica literaria, posiblemente debido a que cada día existen más aspirantes a ser escritores, es dominada cada día por más personas. Por ello, que uno se encuentre con una buena obra literaria, de esas que poco margen dejan a las críticas, es algo cada día más habitual, lo que debe obligar a que se eleve el nivel de exigencia, a que se le pida a lo que se lee un plus añadido que vaya más allá de la inexistencia de aristas en la narración, un algo más que necesariamente debe encontrarse en el contenido de lo que se cuenta, en el fondo más que en la forma, en la existencia de un discurso diferente al que cotidianamente uno se encuentra en cada esquina de su existencia. Y esto no es tan fácil, pues son pocos, muy pocos, los novelistas que tienen algo nuevo, y no digo diferente que decir. El futuro de la literatura se encuentra en ese reducido grupo de escritores que no se conforman con dejar de manifiesto sus excelentes dotes literarias, sino en los que a pesar de poseer esas dotes, se aventuran por senderos en principio impracticables, para los que “el qué decir”, es más importante, y estoy convencido que no estoy incurriendo en un pecado literario, que “el como decirlo”.
Dije con anterioridad, que la novela de Petterson cuenta una historia que ya se ha contado en innumerables ocasiones, la de alguien, que en un momento de crisis, movido o empujado por una serie de acontecimientos, en este caso por la huida de su madres también hacia el encuentro de su pasado después de que le diagnosticaran que padecía cáncer, va rememorando facetas de su existencia que se van yuxtaponiendo entre sí, para al final, dejar en la mente del lector una trayectoria, que como si de un río se tratara, acaba por desembocar en el frustrante delta en el que se encontraba atorado el protagonista. Como he dicho con anterioridad, la historia está bien desarrollada, aunque puede llamar la atención que el narrador consiga tener la información precisa sobre acontecimientos en los que no estuvo presente, lo que siendo un poco quisquillosos le puede restar cierta credibilidad a la obra, aunque estoy convencido, que el punto débil de la misma, y valga la redundancia, es la debilidad del contenido de la historia, lo que en mi opinión, acaba por devaluar la novela.
Leer por leer, incluso para los que leemos de forma obsesiva, hace tiempo que ha dejado de tener sentido, por lo que ha llegado el momento, sobre todo en los extraños tiempos en los que vivimos, de exigir una literatura diferente, una literatura que vaya más allá de la construcción de frases perfectas y de la elaboración de ambientes que se acoplen a la perfección a las historias que se deseen contar, ya que esto, seamos realistas, se encuentra en la actualidad al alcance de cualquier aprendiz de escritor. La literatura, la buena literatura debe aspirar a más, aunque sólo sea a conseguir pellizcar el estómago del lector, para que cuando éste abandone la novela una vez leída, en lugar de placer, se encuentre con un extraño malestar que le obligue a comprender que nunca dos y dos, salvo en matemáticas, pueden ser cuatro.

Jueves, 19 de agosto de 2010

lunes, 11 de octubre de 2010

Fado (El fabuloso mundo de nada)


LECTURAS

(elo.201)

FADO

(El Fabuloso mundo de nada)

Javier Mije

Acantilado, 2010

Desde que leí su primer trabajo publicado, “El camino de la oruga”, he estado esperando, y la espera ha sido larga, a que apareciera en el mercado alguna nueva obra firmada por Javier Mije con objeto de certificar su calidad literaria, o lo que es lo mismo, para asegurarme que lo que encontré en aquellos relatos no fue producto de la casualidad, de esa extraña suerte que a veces acompaña a los principiantes y que en la mayoría de las ocasiones queda sin continuidad. Recuerdo que en cierta ocasión, hablando con el propio autor sobre el éxito de su primera obra (pues el libro se vendió bien dentro de los reducidos márgenes que en nuestro país supone publicar relatos, y del hecho de que se tratara de un joven autor desconocido por todos y de las excelentes críticas que había recibido), éste me comentó, que le había sorprendido que nadie, absolutamente nadie, había captado la preocupación, o la obsesión que habían originado dichas composiciones. Terrible crítica a la crítica, pero sobre todo a los lectores que habíamos elogiado los diferentes relatos que componían ese su primer libro, lo que me llevó a pensar, o mejor dicho a comprender, que en demasiadas ocasiones, por comodidad, nos quedamos sólo con aquello que con nitidez se deja ver, en lugar, como es nuestra obligación, de intentar averiguar lo que sostiene y se encuentra detrás de los diferentes decorados que consiguen levantarse ante nosotros. La labor de todo buen lector, y por extensión de todo crítico decente, es la de intentar captar aquello que el autor ha querido decir, en suma, la de descubrir el secreto que se oculta y sobre el que se sostiene toda obra literaria de calidad.

Dije al principio, que estaba deseando que apareciera otra obra de Mije para, como esperaba, quedara demostrado de forma definitiva que la flauta no le sonó por casualidad, y así ha sido, ya que “El fabuloso mundo de nada”, al menos en mi opinión, es un conjunto de relatos, y no sólo por la madurez que el autor demuestra en los mismos, que se asienta en un nivel superior al que pudo llegar su primera obra. Lo que en primer lugar me llamó la atención, después de realizar una lectura rápida de los mismos, fue comprobar que Mije seguía tensando la cuerda, lo que significaba, que se trataban de relatos más complejos y elaborados que los anteriores, en donde de nuevo, en lugar de buscar al lector complaciente, se centraba, sin mirar a su alrededor, en las historias que deseaba dejar sobre el papel, no pareciéndole importar demasiado el número de lectores que pudieran acceder a ellas. Lo anterior significa, que su literatura sólo es apta para lectores inteligentes, o al menos para aquellos que se encuentran capacitados para realizar el esfuerzo necesario para intentar no sólo disfrutar, sino también comprender el texto que tienen entre sus manos, lo que, y tal como están las cosas, hay que agradecer.

A pesar de la aparente heterogeneidad de los textos presentados en éste su segundo libro, no cabe duda que existe un hilo conductor que une a los mismos, un substrato común que es abordado desde diferentes temáticas, la dificultad de las relaciones amorosas, y lo frágiles que nos sentimos cuando compartimos la vida con otra persona, pero también la necesidad que nos empuja a recuperar la independencia, la libertad, aunque ello suponga romper con la persona que queremos, con la persona que amamos, pero que no obstante, en más ocasiones de las debidas consigue desestabilizarnos. Parece que Javier Mije fuera el autor de aquella pintada que decora un muro de la calle en la que vivo, la que dice, “Sólo solos somos libres”, ya que creo que esa es la idea, más o menos elaborada, que late en todos sus relatos.

Aunque posiblemente no sea el texto más redondo, he preferido detenerme en un relatos, “Fado”, al estimar que puede ser el más significativo, el que mejor podría representar el espíritu de “El fabuloso mundo de nada”. En “Fado” se encuentran todos los elementos de los que con anterioridad he hablado, el amor hacia otra persona, la distancia física, representada en el hecho de que los dos enamorados vivieran en ciudades alejadas entre sí, pero sobre todo la distancia vital, que hace que uno en ningún momento pueda controlar, como desearía, al estar siempre pendiente de la otra persona, su propia existencia que observa a la deriva, y por supuesto, la necesidad de acabar, aunque no se quiera, con la causa del desasosiego que se padece. En el texto también aparece otra idea que se plasma en la imagen de ese tren que se dirige desde Barcelona a Lisboa, repleto de compartimentos cerrados, lo que subraya el hecho de que todos somos diferentes, y que por tanto, ocupamos un lugar determinado al que nadie, aunque lo intente, podrá acceder. Y ese es el problema, pues el amor en su utópico delirio siempre aspira a encontrar y a poder asentarse en una unidad que nunca, por definición, a pesar de que lo soñemos, se podrá alcanzar. Efectivamente, la cuestión radica en que esa unidad, tan cantada por todos los poetas, sólo podrá ser efectiva cuando uno de los dos enamorados, abandone su lugar en el mundo, el que le corresponde, para trasladarse al que ocupa la persona que quiere, lo que cuando se produce da lugar a la perdida definitiva de la libertad que teóricamente se posee. El protagonista del relato sabe los problemas que le causa la relación amorosa que mantiene, y sabe también, que su libertad, para él sagrada, tampoco no puede pasar por la pérdida de la libertad de la persona que ama, por lo que opta, a pesar del dolor, por dar por finalizada dicha relación, lo que por extensión, parece que nos quiere decir Javier, que una vida saludable en pareja sólo puede existir, cuando uno de los dos miembros entrega su libertad al otro.

“Fado” es un relato complejo, en el que el lector tiene que sumergirse para captar su auténtico significado, un relato en el que se observa la madurez narrativa de Mije, al tiempo que deja claro el tipo de literatura por la que apuesta, alejándose de la costa común en la que tantos otros se acomodan. Espero que la novela en la que trabaja pueda dar a luz en poco tiempo, aunque creo, y lo digo desde el egoísmo, que ese esfuerzo que está realizando, puede dejarnos, al menos durante un tiempo, sin uno de los autores de relatos más interesantes del panorama literario español, lo que no quiere decir, por supuesto, que no esté deseando leer su siempre prometida y por tanto esperada novela.

Lunes, 16 de agosto de 2010

viernes, 1 de octubre de 2010

Tiempo de divorcio


LECTURAS

(elo.200)

TIEMPO DE DIVORCIO

John Cheever

EMECE

A pesar de que John Cheever es uno de los grandes, uno de los grandes de la literatura norteamericana, carece de la popularidad que poseen otros autores de indudable menor valía. Eso se debe, independientemente al hecho innegable de que su obra no ha tenido la difusión adecuada, a que la literatura de Cheever, ya sea en narrativa corta o en la de largo recorrido, en ningún caso ha sido realizada de cara a la galería, lo que ha motivado que por desconocimiento haya quedado fuera, con todo lo que ello supone, de la oferta presentada a ese sector de lectores que aún compra y lee literatura de calidad. Los que hemos tenido la posibilidad de llegar a él, casi siempre lo hemos conseguido gracias a la recomendación de algún conocido, el cual también accedió a su literatura por la intervención de otro. Por ello, los que hemos gozado del privilegio de conocer su obra nos encontramos en la obligación de difundirla, pues no es de recibo que siga marginada entre los muros de una editorial minoritaria y el placer anónimo que un reducido número de lectores han sentido con su obra. Como todo autor que se precie, el norteamericano posee un discurso del que sólo en muy pocas ocasiones logra apartarse, el de la cáustica mirada que realiza sobre la clase media de su país, que por extensión, y por el hecho de apuntar siempre a los rasgos esenciales de la misma, se convierte en un análisis no sólo de la estadounidense, sino de la clase media de todas nuestras sociedades. Para afrontar su discurso, Cheever utiliza dos métodos, el del realismo exacerbado, que es el que más me interesa, y la creación de historias alegóricas que curiosamente son las narraciones más conocidas del autor, tal como ocurre con su relato “El nadador”. Cheever estima, que la tan admirada clase media, esconde bajo la estabilidad que la define, un importante cúmulo de insatisfacciones, que hacen de ella, a pesar de representar el cimiento sobre el que se asientan nuestras desarrolladas sociedades, una imprevisible bomba de relojería que pone de manifiesto la fragilidad del mundo en que vivimos. El norteamericano, posee la capacidad de arañar el barniz que la envuelve, para dejar al descubierto sus puntos más débiles, aquellos que se intentan ocultar con un nivel de vida en principio envidiable. Ese sector de la población, que en buena medida representa el publicitado paradigma de lo que somos, o de los que queremos ser, que entre otras virtudes presume de seguir, aunque de forma acrítica, los pautados dictados de los discursos dominantes, se caracteriza por vivir sin prestar atención a sus contradicciones, posiblemente porque sepa, que en el momento en que se detenga, todo se le vendrá abajo. Sí, la tan criticada e idealizada clase media, es un ejemplo de lo que son nuestras sociedades, con todo lo positivo de las mismas, pero también, con todo lo que las convierte en inviables. Por ello, analizarlas, introducirse en ellas, sacar a la luz sus problemas mientras se observa su forma de vida, es la mejor forma de mirarnos en el espejo, siendo Cheever en ello un especialista, ya que sin levantar nunca la voz, señala en todo momento hacia el lugar exacto por donde nos desangramos, es decir, hacia la insatisfacción que sentimos por la vida que llevamos, una vida que ni de lejos se acopla a la idea que de ella teníamos antes de comenzar esta disparatada carrera hacia la nada.

En “Tiempo de divorcio” se dibuja a un matrimonio que lleva una vida convencional, él dedicado a sus tareas profesionales y ella al cuidado de la casa y de los hijos, que entra en crisis, en el momento en que alguien, una tercera persona que aparece, se enamora de la mujer, haciéndola descubrir que la vida que llevaba carecía de alicientes. Ella nunca se enamora de esa persona, pero gracias a él, comprende que se había convertido en una mujer a la que ya no reconocía, lo que la empujó a replanteárselo todo. En este sencillo argumento, literariamente tan manoseado por unos y por otros, se encuadra la gran obsesión de Cheever, que él afronta con sencillez y con una economía de medios que asombra por su eficacia, y que consigue hacer comprender, que para hacer buena literatura, no hace falta necesariamente que se sea experto en diseñar castillo de fuegos artificiales, ni en saber utilizar munición de grueso calibre, ya que a veces, la sencillez y el saber entrar de puntillas en un tema, basta para colmar al lector más exigente.

Dije con anterioridad, que no me llegan a convencer los relatos alegóricos de Cheever, y que prefiero con diferencia esos otros narrados de forma más natural, en los que aparece como un precursor de lo que con posterioridad se denominó “el realismo sucio”. En esos relatos es en donde encuentro la literatura norteamericana que me interesa, la que con su aliento, consigue oxigenar a la amanerada literatura de calidad empeñada al parecer, y desde hace ya bastante tiempo, en que nadie lea, en que la lectura sea una actividad sólo acta para unos pocos, en la que se cierra el paso a todos aquellos que aspiran, además de pasarlo bien con lo leen, que es lo esencial, a encontrar algo, alguna señal, alguna doblez que le incite a reflexionar.

Cuando leo a Cheever, siempre acabo con el misma convicción, la de que la literatura, la buena literatura es fácil de realizar, pero cuando intento reflexionar sobre lo que he leído, me sorprendo negando con la cabeza, al comprender que ni tan siquiera para el norteamericano puede ser fácil, y que lo realmente complicado, cosa que él hace a la perfección, es hacer creer que es fácil, lo que a todas luces es de una dificultad extrema.

Sábado, 7 de agosto de 2010

martes, 14 de septiembre de 2010

Sputnik, mi amor


LECTURAS

(elo.199)

SPUTNIK, MI AMOR

Haruki Murakami

Tusquets, 1999

Por una serie de circunstancias, tenía que elegir una novela de fácil lectura con la que pudiera perderme un largo fin de semana, que tuviera la virtud, la extraña virtud, de que en la medida de lo posible, pudiera aislarme de las dificultades que estaba atravesando. Estuve buscando y buscando y no me decidía por ninguna, pues además de ser ligera, tenía que ser potente, al menos lo suficientemente potente como para que su lectura me obligara a olvidarme, de forma momentánea, de todo lo que tanto me estaba afectando. No resultaba fácil, aunque al final, un poco por llevarme algo, elegí una pequeña novela de Haruki Murakami, aunque para decir la verdad, sin mucha convicción. Con anterioridad había leído dos novelas del escritor japonés, “Kafka en la orilla” y “Al sur de la frontera, al oeste del sol”, dejándome ambas una sensación extraña, que en absoluto se acomodaba al prestigio que el autor tenía entre muchos amigos que me lo había recomendado con verdadero entusiasmo. Las leí con interés, sí, pero no llegaron a causarme buena impresión, pues a pesar de que las historias y la forma con que el autor las desarrollaba me resultaron novedosas, en donde la mezcla de un estilo de vida occidental con unas formas culturales marcadamente orientales me dejaron un sabor diferente, había algo en ellas que me chirriaba, ya que lo que intentaba depositar sobre la mesa el japonés, se dejaba ver demasiado claro bajo su original poética. A pesar de ello, y repito que sin demasiado interés, me llevé “Sputnik, mi amor”, por si me veía capacitado, cosa que dudaba, para concentrarme en algo que no fueran los acontecimientos que habían conseguido ponerme en jaque. Pero no tenía que encontrarme tan mal, cuando a pesar de todo lo que me ocurría, pude acabar en poco tiempo, y sin dificultad, con la novela de Murakami, novela que me ha servido para ratificar la opinión que de él tenía, la de que es un buen escritor, que se devalúa al desarrollar historias demasiado débiles y explícitas. El japonés, en mi opinión, es un interesante novelista, de esos que dominan a la perfección su espacio narrativo, que realmente es muy especial, pero que a pesar de ello, y de haberlo intentado, es uno de esos autores que desgraciadamente no han conseguido llamarme la atención. Cada vez que leo una novela de Murakami, me da la sensación, de que estoy leyendo un libro de autoayuda novelado, lo que siempre me deja fuera de juego, hecho que convierte a los personajes de sus novelas, y esto si puede resultar literariamente grave, no en personajes de ficción vivos, sino en sujetos predestinados para cumplir el rol concreto que su autor ha preparado para ellos. Lo anterior creo que merece una explicación. Evidentemente todo personaje de ficción está creado para cumplir un cometido, pero es fundamental que no se les note demasiado, y en buena medida ahí se demuestra la pericia de un autor. Pero Murakami, a pesar de no ser un escritor, digamos que de literatura de entretenimiento, que es la que se caracteriza por la utilización de ese tipo de personajes, pues su público, al menos en principio, es diferente al de esa clase de novelas, no duda en ningún momento de echar mano de esa instrumentalización para subrayar, a veces en exceso, lo que desea transmitir. Estoy convencido que toda buena novela debe evitar lo anterior, y que el tema debe subordinarse al desarrollo de la trama, de suerte, que tienen que ser los personajes, durante la dinámica de la obra, los que abran las puertas e iluminen el tema, y no el tema lo que justifique a los personajes. O dicho de otra forma, para simplificar, que son los personajes los que tienen que dejar el tema, con la sutileza necesaria, en la mente del lector, sin que éste se encuentre en ningún momento abrumado por el mismo. Lo anterior no quiere decir que el japonés descuide a sus personajes, no, pero no creo que los cuide como debería, presentándose, precisamente por eso, al final de la novela aplastados por la temática, quedándose el lector, o al menos eso es lo que me ha pasado siempre con sus novelas, con que éstas no se encuentran equilibradas.

En esta ocasión, una historia que se presenta como una tormentosa historia de amor, que en ningún caso llega a serlo, oculta o trata de ocultar, la necesidad que tiene una joven que quiere ser escritora de encontrar la experiencia que necesita, o por extención, la necesidad que todo escritor, para desarrollar una novela, tiene de la experiencia, ya que sin la experiencia, por muy bien que se domine el arte narrativo, nada saldrá con la calidad necesaria, o sin ese algo tan especial que necesita toda novela para que no se caída en la papelera de lo que no vale la pena de publicarse.

La protagonista de la novela, después de fracasar en una relación amorosa, en la que no consigue lo que esperaba, desaparece “como el humo”, quedando todos los que intentaron encontrarla, con la convicción de que jamás volverían a verla. Pero cuando menos se la esperaba, cuando todos los que habían estado cerca de ella se conformaban sólo con mantener su recuerdo, Sumire, que así se llamaba, reaparece misteriosamente afirmando que había vivido una multitud de aventuras difíciles de contar. Toda la historia, y posiblemente este sea el hecho más interesante de la novela, la cuenta un amigo de la protagonista, un joven profesor de primaria que estaba enamorado de ella. Digo que este hecho puede que sea el que más llame la atención, porque ese recurso facilita enormemente el desarrollo de la obra, pues evita al autor tener que adentrarse en los vericuetos de la, al parecer, dificultosa personalidad de la joven protagonista.

Los recursos narrativos están para eso, para facilitar en lugar de dificultar la tarea del novelista, y en esta ocasión, Murakami elige el camino menos comprometido, sabedor como es, que su clientela no se especialista precisamente en apreciar temas complejos, pues aspira sólo a poder disfrutar de historias cómodas, y poco conflictivas, pero sin caer en esa subliteratura lineal y de insoportable aridez, tan en boga en la actualidad, que tanto daño le está haciendo a la propia literatura.

En fin, la novela de Murakami, como dije antes, tampoco me ha servido para encontrar a ese escritor del que tantos elogios llevo escuchando desde hace bastante tiempo, ya que no me ha llamado la atención ni la narración, ni la reflexión que realiza, por su debilidad, de la necesidad que todo escritor tiene de cosechar experiencia antes de dedicarse al noble arte de escribir una novela.

Sábado, 10 de julio 2010

domingo, 29 de agosto de 2010

El perdedor radical


LECTURAS

(elo.198)

EL PERDEDOR RADICAL

Hans Magnus Enzensberger

Anagrama

No hay dudas de que nuestras sociedades, en lugar de encaminarse hacia su perfeccionamiento, como siempre nos habían prometido y siempre habíamos creído, echando mano de los mecanismos tendentes a intentar superar sus contradicciones internas, parecen que poco a poco se empeñan en todo lo contrario, como si hubieran arrojado definitivamente la toalla y aceptando su incapacidad para hacer realidad el sueño de hacer posible unos marcos de convivencia más justos y más libres en donde la exclusión, si bien con dificultad, pudiera con el tiempo ser erradicada.

Vamos a peor, siendo ésta la convicción que poco a poco se va apoderando de todos, independientemente a que se pertenezca a una determinada clase social o a otra, lo que está obligando, a que cada cual intente “buscarse la vida por su cuenta”, sin confiar mucho, por no decir nada, en la cobertura que hasta hace poco proporcionaba el Estado. Sí, vamos a peor, observando cómo lentamente se van derrumbando o desmantelando todas las conquistas sociales que definían con nitidez a nuestras sociedades, sin que hagamos nada, porque nos han convencido que todo esfuerzo resultará inútil, con objeto de poder sostenerlas o reinventarlas, a pesar de que tal hecho se presenta como una involución histórica, como un paso atrás de la humanidad que con toda seguridad dentro de poco tiempo, cuando esta tormenta que nos acorrala pase definitivamente, no tengamos más remedio que arrepentirnos de todo los que no hemos hecho.

Nos encaminamos hacia una sociedad débil, dominada y gestionada por un Estado débil, centrado sobre todo en cuestiones tendentes al mantenimiento de la legalidad, sin tener que gastar energías en otras cuestiones que dicen no tienen que interesarle, hacia una sociedad en la que cada cual, sin ayudas, tendrá que ser responsable de su propia existencia. Para algunos, el papel del Estado ha sido excesivo, al haberse inmiscuido en asuntos que no le incumbían, estando ahí, precisamente el origen de la precaria situación que padece en la actualidad. Por ello, para los que piensan así, que son los que menos necesitan al Estado, éste debe reestructurarse y centrarse, olvidando su afán omnímodo, en las cuestiones que realmente deben preocuparle, para que de esta forma, la sociedad, pueda recobrar la vitalidad que el Estado desde hace bastante tiempo le viene usurpando. Se afirma que el Estado, gracias a su labor ortopédica, ha creado ciudadanos frágiles, que en lugar de creer y apostar por su propia voluntad, se han apoyado en los instrumentos que gentilmente le proporciona el propio Estado para llevar una saludable vida en la retaguardia lejos del fragor del campo de combate. Los que opinan de esta forma, al parecer desean, que se vuelva a constituir una sociedad, en donde en principio la voluntad y la libre determinación de cada ser humano, sin ingerencias externas, sea la que en último término determine su posición, y en la que los parásitos sociales, amparados por el propio Estado, pasen a mejor vida. Propugnan, por tanto, una sociedad vitalmente fuerte, en la que cada cual tenga que enfrentarse a su realidad de la mejor forma que pueda, pues sólo de esta forma, se podría superar la situación que padece Occidente en la actualidad, que le impide ejercer el liderazgo, que perdió hace años, y que tanto necesita la humanidad.

Bien, el planteamiento o los planteamientos anteriores, hablan precisamente de lo poco que ha evolucionado el liberalismo en los últimos tiempos, pues sigue, a pesar de todo lo que ha llovido, proporcionando las mismas recetas de siempre. El problema, al menos para los que no creemos que los dogmas liberales sean los más adecuados, al estimar que pueden resultar de una toxicidad extrema, es que las circunstancias actuales, pueden hacer posible que se impongan precisamente en las sociedades que siempre se han negado a recibirlos con los brazos abiertos.

La crisis económica provocada por el estallido de la burbuja financiera neoliberal, en lugar de poner en jaque a esa ideología y por extensión al capitalismo más radical, paradójicamente está sirviendo para que se pongan en práctica sus postulados, ya que en lugar de analizarse, como era de esperar, el papel jugado por el capital y de los instrumentos de los que se sirve, se ha pasado a evaluar con lupa el coste de las estructuras sociales que hasta la fecha, han impedido que el naufragio del capitalismo sin frontera llegara a mayores. Sí, pues parece, aunque resulte incomprensible, que los últimos culpables de la crisis son las clases populares y las estructuras estatales que tratan de salvaguardar al grueso de la sociedad, y no, la mala gestión de la globalización capitalista, de la globalización negativa, que ha sido la que ición ha estado a punto de hundir la economía, la economía real del mundo.

La situación es la que es, y el nuevo fantasma que recorre Europa, es el de la desregulación, lo que puede convertir a nuestras sociedades en un marco en el que “El sálvese quien pueda”, se convierta en la consigna a seguir, aunque siempre, maquillada con conceptos tan manipulables como el de la libertad y el de la rentabilidad.

En éstas estábamos cuando ha caído en mis manos un pequeño e irregular trabajo de Hans Magnus Enzensberger, “El perdedor radical”, en donde se habla precisamente de una de las consecuencias que pueden provocar esas sociedades abiertas con las que sueñan muchos de nuestros líderes de opinión, la de llenar los márgenes, cada día más amplios de nuestras sociedades, de perdedores, de personas que en ese todos contra todos, tiren la toalla y se retiren a lamerse las heridas recibidas a un lado de la contienda permanente en la que se pueden convertir nuestras sociedades, con la esperanza únicamente depositada en poder vengarse a la primera oportunidad que encuentren, de los que lo han convertido precisamente en eso, en unos perdedores sin posibilidad alguna de redención. El ensayista alemán, en este breve trabajo, por extensión compara a estos perdedores con los militantes islamistas, que representan para él, el fracaso del islamismo con respecto a las otras civilizaciones existentes, fracaso que les conduce a acciones trufadas de un nihilismo, que a pesar de la repercusión mediática que suelen obtener, sólo conducen a un aumento de su aislamiento internacional.

El perdedor radical en Occidente, al carecer de una ideología que lo ampare o lo sociabilice, sólo puede hacer, en el fondo, lo mismo que el militante fundamentalista islámico, realizar actos aislados, como destrozar todo lo que encuentre a su alrededor, o entre otras cosas, matar a su vecino o a la que había sido su mujer, actos que en el fondo, sólo servirán para llevar las páginas de los periódicos, o los titulares de suceso de algún informativo radiofónico o televisivo, medios siempre ávidos de noticias de este tipo.

Pero lo que más me ha sorprendido del texto, ha sido la actitud mantenida por el propio autor, que después de analizar la cuestión, creo que de forma adecuada, se conforma con decir, que en el fondo la culpa es del perdedor, que en lugar de comprender que el problema es suyo y no del otro, con el que se compara, sigue pensando, de forma desesperada, que la culpa de todos los problemas que padece la tienen los demás. Imaginaba que Enzensberger, después del análisis que realiza, que es correcto, abogaría para atajar el mal por la potenciación de los instrumentos de inserción existentes, con la intención de que la profunda brecha entre los que se consideran unos triunfadores y los que por el contrario, están convencidos que han sido apartados de la senda común siga acrecentándose. En fin, como dije hace poco, no basta con realizar buenos análisis, es fundamental aportar alternativas viables que nos aleje de la inercia de lo inevitable.

Domingo, 4 de julio de 2010

domingo, 22 de agosto de 2010

El País del miedo


LECTURAS

(elo.197)

EL PAÍS DEL MIEDO

Isaac Rosa

Seiz Barral, 2008

Después de esta novela, diferente en todos los sentidos a “El vano ayer”, sigo manteniendo, en lo esencial, la misma opinión que tenía de Isaac Rosa, la de alguien dotado, muy dotado para la narrativa, pero que no llega atraparme debido al tratamiento que le da a las historias que desarrolla.

En contra de lo que esperaba, en esta ocasión afronta un tema que nada tiene que ver con la historia más o menos reciente de nuestro país, que es en el que se había especializado en sus anteriores novelas, sino que intenta profundizar en una cuestión de indudable actualidad, la del miedo que padece el hombre de nuestro tiempo ante lo que desconoce. El miedo, el temor ante lo que no se consigue controlar pero que de forma sigilosa vive junto a nosotros, y que en un momento dado, si por desgracia se producen una serie de circunstancias, puede hacer que nuestras vidas se modifiquen de forma radical, o lo que es lo mismo, de la fragilidad de la existencia que llevamos, que parece que se desarrolla en extraño equilibrio, rodeada y amenazada por infinidad de peligros. Pienso que en esta novela, el autor trata de poner el dedo en la llaga, sobre un hecho evidente, el de que la estabilidad y la prosperidad que se ha alcanzado, se asienta sobre un peligroso campo minado, que en cualquier momento, por un mal paso, puede estallar destrozando no sólo nuestras vidas, sino todo lo que se encuentra a su alrededor. El problema, al menos a mí me lo parece, aunque también creo que al propio autor, es que la situación que se aporta en la novela, el de la defensa, aunque sea de forma violenta de nuestro mundo, puede que en lugar de una solución, sea lo que con el tiempo acabe realmente con él.

Isaac Rosa cuenta la historia de una pequeña extorsión, la que realiza un adolescente a un compañero de instituto, que por una serie de circunstancias se convierte en un continuo chantaje al padre de ese mismo adolescente, que acaba, cuando comprueba que nada puede hacer por las buenas o mediante los instrumentos legales que tiene a su disposición, con la utilización de la fuerza, de la fuerza bruta para erradicar el problema. Estos hechos sin importancia, que le pueden ocurrir a cualquiera, también pueden ser, como creo que es, una imagen de lo que a pequeña escala le está comenzando a ocurrir a Occidente, a nuestro mundo desarrollado, que hace un tiempo empezó a pagar un sin número de pequeños chantajes, que aún afortunadamente puede soportar, pero que con seguridad, llegará un momento, con todo lo que ello puede significar, que tendrá que comenzar a utilizar la fuerza, para acallar todas las voces, tanto desde su interior, en donde el cuarto mundo crece sin descanso, como desde fuera de sus fronteras, que le acusan de ser el causante de todos sus problemas, y que por ello, por obligación, tiene que hacerse cargo de todas las facturas que se le presenten. Esa violencia que Occidente tendrá, si las cosas siguen como hasta ahora, que llevar a cabo, con toda seguridad le conducirá a un enroque defensivo, que sin duda alguna certificará el principio de su fin.

El protagonista de la novela es alguien civilizado, con una vida apacible, una persona que sopesa antes de dar un paso todas las consecuencias que tal movimiento podrían ocasionar, que cree en la eficacia de los equilibrios, en la justicia y en la ley, que sueña con una vida apacible en donde todo vaya cuadrando de la mejor forma posible. Es un individuo que se parece casi milimétricamente a la sociedad en la que vive, de suerte que podría decirse que se trata de un hijo modélico de la misma. Pero todos, o casi todos los que observan desde cerca de ese individuo, en un abrir y cerrar de ojos, lo calificarían como alguien débil, que evidentemente no merece la posición que ocupa. El hombre de nuestro tiempo es un ser débil, civilizado pero débil, que se apoya en las estructuras sociales que ha encontrado y que ha perfeccionado, para dedicarse a vivir de la mejor forma posible, despreocupándose de cuestiones secundarias como todas las referentes a la intendencia. Así son también, y así son vistas por todos los que no pertenecen a ella nuestras sociedades, que a pesar de presentarse como modélicas, presentan rasgos que delatan su fragilidad. La complejidad a la que han llegado, con alambicadas estructuras diseñadas para que todos los que vivan en su seno se sientan satisfechos, la convierten en lentos mastodontes con dificultades evidentes de movilidad, que le impiden rediseñarse a la velocidad que exigen los cambios, a veces vertiginosos, que se producen a su alrededor, y que la dejan impotente a la hora de afrontar problemas en principio fáciles de solventar. Nuestras sofisticadas sociedades de derecho se encuentran en peligro, y no hacen nada pese a ser conscientes del problema o de los problemas que padecen, para hacer frente al eminente asalto de los bárbaros que se acumulan dentro y fuera de sus fronteras, deseosos de participar en el festín en el que creen que permanentemente vivimos los que nos encontramos en esta orilla, y no hacen nada, en parte porque en el fondo están convencidas, que se haga lo que se haga, ese proceso que ya ha comenzado resultará inevitable.

Dije al principio que la obra de Isaac Rosa, pese a sus innegables cualidades, y también por los magníficos temas que elige, que nunca podrán considerarse banales, no llega a atraparme como me gustaría, y eso con toda seguridad se debe, al tratamiento que le aporta a las historias que presenta. En este caso, no se dedica como hizo en “El vano ayer”, a desplegar una asombrosa y atractiva estructura, sino que de forma lineal y con un lenguaje en mi opinión demasiado frío, más propio de un ensayo que de una novela, va desarrollando la trama, de forma que, en ningún momento busca la sintonía con el lector. Esto último me parece bien, ya que en esa complicidad muchos autores, consiguen un éxito que no merecen, pero la frialdad de Rosa creo que lo aleja más de la literatura de lo que en principio él mismo podría imaginar, lo que tampoco veo mal si no fuera por el hecho de que esa estrategia narrativa, independientemente a lo interesante que resulte, le impide sacar todo el jugo que los temas que trata podrían aportar.

Martes, 22 de junio de 2010

lunes, 16 de agosto de 2010

El viejero del siglo


LECTURAS
(elo.196)

EL VIAJERO DEL SIGLO
Andrés Neuman
Alfaguara, 2009

Sí, en su momento me enteré que Andrés Neuman había ganado el Premio Alfaguara de novela con “El viajero del siglo”, pero no le presté demasiada atención al hecho. Posiblemente obré así, porque lo que había leído de él, “Una vez Argentina” y “Bariloche”, aunque tengo que reconocer que esta última novela sí me sorprendió, sobre todo por su sobrecogedor final, no me hacía presagiar que la obra en cuestión me pudiera interesar. Pensaba, en fin, que se trataba de una novela, que como otras muchas, siempre estaría ahí, en los estantes de cualquier biblioteca pública, o en poder de algún amigo, una de esas novelas, con las que inevitablemente tropezaría cuando menos lo imaginara, y de la que, para ser sincero, no esperaba gran cosa. Pero hace unas semanas me llamó la atención que Neuman había conseguido, gracias a la misma novela, el Premio de la crítica, sin duda el más prestigioso de los que se otorgan en nuestro país, a pesar de que competía con obras de indudable valía, como contra la última novela de Antonio Muñoz Molina. Esta noticia, que me cogió por sorpresa, sí me obligó a anotar en la agenda el título de la novela, para leerla en la primera ocasión que se presentara.
Una vez comenzada la lectura, pues la novela no tardó en caer en mis manos, comprendí que me encontraba ante un texto no esperado, de una calidad sorprendente y que posiblemente por eso, y por la ambición del proyecto, se diferenciaba y mucho de las obras anteriores del autor, así como de lo que habitualmente se suele publicar. Lo primero que me llamó la atención fue la evolución literaria de Neuman, que ahora sí, se presenta como uno de los escasos novelistas de habla castellana que necesariamente hay que seguir.
“El viajero del siglo” es una novela que no es fácil de leer, lo que suele ocurrir con cierta literatura de calidad, pues tanto la trama como el estilo empleado para su desarrollo no la convierten en una novela accesible, lo que imagino, pese a que el autor posee cierto prestigio, habrá impedido que la novela se haya vendido y leído como se merece. Pero intentaré ir por parte. Andrés Neuman, desde hace tiempo, es considerado por muchos como uno de los novelistas con más proyección de nuestra lengua, pero parecía que se encontraba estancado, que no se atrevía a dar el paso necesario para presentar una novela que se adecuara a dichas expectativas, y que perdía el tiempo presentando poemarios o libros de relatos que a pocos le podían interesar. De hecho, para muchos, entre los que me encontraba, el joven autor de origen argentino parecía que se había apagado definitivamente, pero cuál no ha sido mi sorpresa, cuando me he encontrado con esta novela, que me ha demostrado que no estar constantemente en los medios, dando que hablar y hablando sobre lo divino y sobre todo de lo humano, como hacen la mayoría de los que se dedican al oficio literario, no significa, al menos no necesariamente, como ha ocurrido en este caso, que en lugar de acabado, el autor haya estado trabajando y trabajando para intentar aportar un trabajo de innegable calidad. Pero lo anterior tiene más significado en el caso de Neuman, pues a pesar de su juventud, el autor se encontró en un momento de su vida con todas las puertas abiertas, y sólo tenía que introducirse por alguna de ellas, por la que quisiera, publicando una novela cada dos años, lo que le hubiera permitido estar de forma constante en el candelero, para así disfrutar de una fama y de unas remuneraciones, que sin duda, le hubieran permitido vivir sin problemas de la literatura. Neuman, sorprendentemente, en lugar de tirar por donde todos tiran, por el camino de la derecha, ha preferido explorar otras posibilidades, mucho más complejas y arriesgadas, lo que demuestra que es alguien interesado de verdad en la gran literatura, a pesar de que tal actitud, sin duda lo convertirán en un escritor minoritario, de esos que sólo aprecian los buenos amantes de la literatura.
“El viajero del siglo”, repito, no es una obra de fácil lectura, de esas de trama previsible y de lenguaje casi coloquial, sino una novela extraña, anormal para la época en que vivimos, en donde se habla de multitud de temas, la mayoría, a pesar de que se desarrolla en el siglo XIX, de innegable actualidad. Un viajero, el protagonista, que nunca habla de su pasado, llega a una pequeña ciudad alemana con la intención, antes de emprender de nuevo su camino, de pasar sólo unos días en ella, pero se encuentra con que tiene que prorrogar día tras día su marcha, sobre todo, porque había conocido a un insólito organillero y a una mujer con la que mantiene una ardorosa relación amorosa, a pesar de que estaba comprometida con uno de los hombres más poderosos de la ciudad. A lo largo de la novela, se desarrolla de forma implícita el tema de la necesidad de estar siempre en movimiento para evitar el estancamiento y la mediocridad, siendo esa la única vacuna para evitar el provincianismo, enfermedad que padecían mucho de los personajes de la historia.
La novela se puede dividir en tres partes, perfectamente maridadas entre sí, la relación del protagonista con el organillero, en donde se demuestra que también se puede ser libre sin moverse de un determinado lugar, siempre y cuando se viva alejado de cualquier servidumbre; la relación amorosa entre los dos personajes esenciales de la novela, en la que se produce un conflicto entre la estabilidad y el afán de estar siempre en movimiento, o lo que es lo mismo, entre el acatamiento de las normas, aunque fuera de forma hipócrita, y el sentirse libre de las mismas, que acaba de la única forma posible, con la aceptación por cada cual de su destino, y por último, las civilizadas tertulias, que sobre los temas de actualidad se llevaban a cabo en la casa del padre de Sophie.
He repetido en varias ocasiones, que no se trata de una novela al alcance de todos los públicos, lo cual es cierto, pero también lo es, que es una aventura literaria a la que no todos los autores pueden enfrentarse, pues hace falta para desarrollarla de forma adecuada unos conocimientos, y no sólo me refiero a los narrativos, que hoy por hoy le están vedados a la mayoría de los que se dedican a esto de escribir.
“El viajero del siglo” es una novela sorprendente que pone de nuevo en órbita a un autor, que por su edad, con toda seguridad aportará grandes obras al desolado y anémico panorama literario que padecemos, obras literarias que elevarán el listón de la literatura de calidad de nuestro país. Creo, después de lo leído, que no hay más remedio que quitarse el sombrero ante Andrés Neuman.
Jueves 10 de junio de 2010