sábado, 11 de diciembre de 2010

La nieta del señor Linh


LECTURAS
(elo.205)

LA NIETA DEL SEÑOR LINH
Philippe Claudel
Salamandra, 2005

Reconozco que entre mis innumerables lagunas, algunas demasiado evidentes, destaca con luz propia mi desconocimiento casi total de la narrativa francesa actual, lo que debo atribuir, un poco en mi defensa, a que son pocos los autores franceses contemporáneos que se publican y llegan a distribuirse de forma eficaz en nuestro país, al menos en comparación con lo que sucede con los británicos o los norteamericanos. Hace sólo unos días, alguien me habló de lo comerciales que son las novelas del país vecino que logran cierta aceptación entre los lectores españoles, pues nombres como Fred Vargas, Anna Gavalda o Katherine Pancol, poco dicen, por no decir nada, de la posible vitalidad de la narrativa gala, aunque a estos autores, se les puede contrarrestar novelistas de la talla de Houellebecq o Claudel, dos firmas que se encuentran a la altura de la mejor literatura, que hoy por hoy, se realizan a nivel internacional, a pesar de las diferencias existentes entre ambas. El desconocimiento del que hablaba, me impiden saber si estos dos últimos narradores representan una excepción, o si por el contrario, sólo son una muestra, como creo que debe ocurrir, de la literatura de calidad francesa, que por motivos evidentes, no consigue la amplificación internacional que merece, ya que las editoriales, aquí como en todas partes, prefieren apostar por lo seguro, es decir, por aquellos autores que gracias a una mínima promoción, pueden asegurar la venta un número determinado de ejemplares, los suficientes como para hacer rentable la inversión.
Cuando leí “Almas grises”, comprendí que Philippe Claudel era un autor especial, de esos que con voz propia, y sin levantar demasiada polvareda a su alrededor, cosa que sí consigue su polémico compatriota Houellebecq, aportaría con toda seguridad obras de gran interés, como pude certificar con posterioridad con “El informe Brodeck” y ahora con “La nieta del señor Linh”. Tengo que decir, y esto no cabe duda debe ser tomado como un elogio para Claudel, que no soy buen catador de ese tipo de novelas que podría calificar de sutiles, o como los entendidos dicen ahora, del minimalismo literario, pero cuando algo es bueno, como las novelas del francés, sobran todos los escrúpulos que hayan podido arraigar en uno a lo largo de los años. No soy partidario de ese tipo de literatura, porque casi siempre, sus autores ponen más interés en la forma que en el fondo, más interés en seducir al lector que en hacerlo reflexionar, lo que sin duda alguna conjuga bien con los singulares tiempos que nos han tocado en suerte vivir. Ese tipo de novelas, que tanto éxito relativo consiguen alcanzar, a pesar de presentarse descompensadas, no hablan sólo de los cánones literarios dominantes en la actualidad, sino del tipo de sociedad en la que vivimos, pero sobre todo, de la fisonomía del lector actual, ese que se acerca a la literatura, ya que esa es la concepción que posee de la misma, sólo para buscar deleite o entretenimiento. Hace unos días me sorprendió alguien al que estimo como lector, cuando me respondió a la crítica que le realicé de una novela que él había elogiado con anterioridad, crítica que se basaba en la ausencia casi total de sustancia en la misma, a que había encontrado en sus páginas alguna que otra imagen repleta de hermosura. El objetivo de la novela no puede ser la búsqueda de la hermosura, de la belleza, pues para eso existen otros géneros más cualificados para tal fin, sino narrar historias mediante la palabra escrita, que consigan contar algo de la mejor forma posible, lo que quiere decir, simplificando, que siempre debe existir un equilibrio entre lo que se desea decir, y la forma en que se cuenta eso que se desea decir, de suerte, que ambas variables deben presentarse perfectamente conjugadas entre sí, sin que ninguna de las dos sobresalga en exceso en detrimento de la otra, si se desea que una novela, al menos, resulte aceptable.
Claudel, en esta novela, como en todas las suyas, a pesar de poner el acento en lo meramente literario, es decir, en la voluntad de estilo, nunca olvida que el estilo, que la forma, carece de sentido si se carece de una historia potente que contar, ya que una novela hueca es un contrasentido literario, un artilugio gratuito, un lujo innecesario que sólo sirve para subrayar aún más la banalidad medioambiental con que, para nuestra desgracia, tenemos que convivir cotidianamente. No, el francés no olvida los fundamentos básicos sobre los que tiene que sustentarse toda buena novela, y por ello, todas sus obras pueden calificarse como literarias, cuando la mayor parte de la literatura que se realiza en nuestros días puede tildarse de cualquier cosa, menos precisamente ser literarias.
En esta ocasión Claudel habla del exilio, de un viejo refugiado indochino que llega a Francia con su nieta huyendo de una de las innumerables guerra que periódicamente asolaban su país, y de las dificultades que encuentra en el lugar a donde llega, pero también del exilio que padecen los que sin salir de su país, después de haber perdido lo que más les importaba, se ven perdidos a la deriva, sin una justificación vital a la que agarrarse. Pero sobre todo habla del cariño, del poder de la amistad para superar el aislamiento y la soledad, y todo ello de una forma apaciguada, como dije antes sin levantar la voz, hundiendo la pluma en lo esencial de todo ser humano, lo que hace posible el milagro de que el lector no pueda dejar de leer y leer, pues en el mundo en el que entra, aparte de creíble, todo lo que encuentra está en su sitio, sin que nada parezca impostado, y eso a pesar, de que lo importante en esta novela son los sentimientos, eso que tantas veces se deja a un lado al creerse que carecen de importancia. Como en sus restantes obras, Claudel no dice nada de forma explícita, ya que se dedica a mostrar, a dejar sobre el papel las necesidades de sus personajes, lo que los convierte en entrañables, dotados de alma, de eso tan complicado pero que tanto necesita un personaje literario, para que ante todo lector con un mínimo de sensibilidad, aparezca como algo más que eso, como algo más que un personaje literario.
Poco más tengo que decir, salvo que como me ha ocurrido con las restantes novelas del francés, me quedo con el deseo de tener a mano alguna otra obra suya, lo que estimo que es lo mejor que se le puede decir a un autor, el mayor reconocimiento a su forma de hacer literatura.

Lunes, 13 de septiembre de 2010

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