lunes, 24 de octubre de 2011

La escritura o la vida


LECTURAS

(elo.226)


LA ESCRITURA O LA VIDA

Jorge Semprún

Tusquets, 1995



Cuando hace unos meses me enteré que Jorge Semprún acababa de morir, lo primero que pensé, es que parte de la historia de Europa había desaparecido con él, pues en el fondo siempre fue un superviviente de los acontecimientos que atormentaron la historia del viejo continente durante el siglo pasado. No sólo fue un superviviente del horror y del terror de los campos de concentración, pues también estuvo en la resistencia francesa luchando contra el invasor alemán, abrazando con posterioridad el estalinismo, llegando con el tiempo a ser uno de los máximos responsables de Partido Comunista de España durante su época gloriosa, siendo expulsado más adelante del mismo por disidente, además de llegar a ser ministro de cultura en un gobierno de Felipe González. Pero Jorge Semprún, para mí, a pesar de lo anterior, siempre ha sido ante todo un gran escritor, de suerte, como he repetido en multitud de ocasiones, y mis amigos lo saben, que si la escritura hubiera sido mi pasión, y hubiera servido para ello, él hubiera sido mi referente literario, ya que su obra, si por algo se singulariza es por su gravedad, por el peso que posee, lo que a estas alturas, tal y como están las cosas, además de llamar poderosamente la atención, es la forma de entender la escritura que me interesa.

Leí “La escritura o la vida” hace ya muchos años, posiblemente cuando se publicó en nuestro país, pero deseaba volverla a leer, y no sólo para homenajear a Semprún con esa relectura, sino porque tenía ganas de enfrentarme a un texto que me reconciliara con la literatura, que consiguiera hacerme de nuevo comprender, que la función de la literatura, de la literatura de calidad, no es sólo, no puede ser sólo la de entretener a los lectores, sino también la de obligarles reflexionar sobre los temas que en ella se subrayan. Semprún, basándose siempre en sus vivencias, parece que se empeña en dejar claro que la literatura nunca puede ser neutral, y sobre todo, que debe partir de la necesidad que tiene el que escribe de contar algo, y que por supuesto no se la puede dejar en las manos de los profesionales, esos que sólo se dedican a escribir por escribir.

En momentos como en los que vivimos, en donde la banalidad parece que lo envuelve y lo anega todo, desde las propias relaciones humanas hasta el arte, hay dos vías perfectamente delimitadas, la que tiende a emparejarse con los dictados de la cultura dominante, a aceptar y a complacerse con lo que ocurre, echando más carbón a la caldera para que nada se pare y todo siga igual, y otra, que por el contrario, sin aspirar necesariamente a la ruptura, al menos se dedique a reflexionar sobre lo que acontece. Sí, porque la reflexión parece algo del pasado, una actividad que carece de sentido en la actualidad, hecho al que puede deberse la escasa credibilidad que posee hoy la novela, ya que los novelistas, al menos los de éxito, parece que en bloque han optado por el primer camino, subiéndose al carro de los imperativos que imponen los mercados, que son los que a la postre dictan las necesidades literarias de los que aún se dedican a leer. La literatura de esta forma, como bien parece decir Semprún, ha desactivado su gran arsenal, su potencial más importante para convertirse en un producto de entretenimiento y de consumo más, en algo intrascendente que para muchos ya ha dejado de tener interés.

En este texto, el que durante un tiempo fue conocido como Federico Sánchez, habla de su conflictiva relación con la escritura, de la que durante un tiempo huyó para dedicarse a vivir. Sí, porque para el autor la escritura no le resultaba una actividad placentera, ya que le acercaba a su pasado, a aquel tiempo en que había sido “atravesado por la muerte”. La escritura para Semprún “agudizaba el pesar de la memoria, la ahondaba, la reavivaba. La volvía insoportable”. Por ello decidió en un principio alejarse de ella, y de todo lo que le hiciera recordar su estancia en Buchenwald, ya que se veía incapacitado para escribir de otra cosa que no fuera el tema que le obsesionaba y del que trataba de escapar. Para él, “hubiera sido irrisorio, quizás incluso innoble escribir cualquier cosa eludiendo esta experiencia”. Pero a pesar de que en un principio lo vio claro, con el tiempo no tuvo más remedio que acercarse a ella, a la tardía edad de cuarenta años, posiblemente porque era la única forma que tenía a su alcance para poder convivir civilizadamente con ese pasado que le carcomía.

Semprún escribe y recuerda, comentando su narración el día de la liberación del campo en que se encontraba internado, cuando se vio observado por tres oficiales del ejército aliado. Pero esos recuerdos no los desarrolla linealmente, ya que como si se tratara de un sueño, el relato está construido a base de digresiones que acaban conformando un todo homogéneo. La literatura de Semprún es culta, brillante y directa, siendo de una veracidad aplastante, pues el lector sabe, que la materia prima de su obra proviene del dolor y del horror que provocaron otros seres humanos.

Esta credibilidad, independientemente a la temática que afronta, que siempre debe ser recordada y debatida, es lo que más me llama la atención de la obra en cuestión, y es así, porque la gravedad que aporta, se opone de forma radical a la levedad de la mayoría de los textos que salen al mercado en nuestros días, cuando dadas las circunstancias, se precisan nuevos discursos fuertes, de obras con peso que sirvan al menos, para contrarrestar, o para hacer frente a los vientos dominantes, esos que aspiran a que nadie se plantee más problemas de los necesarios, que son los mismos que afirman que lo importante es vivir lo mejor posible, y que todo lo demás carece de sentido.

Leer a Semprún, al menos, me hace comprender cuál es la literatura que me interesa.


Sábado, 10 de agosto de 2011


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