LECTURAS
(elo.110)
LA EDAD DE HIERRO
J.M. Coetzee
Mondadori, 1.990
De vez en cuando, y como siempre cuando menos se espera, uno se encuentra con una de esas novelas, ante la que no tiene más remedio que quitarse el sombrero que nunca lleva puesto, una de esas novelas que justifican toda la mediocridad que se ha tenido que soportar, todas esas lecturas, que ni tan siquiera, han aportado una frase acertada que poder subrayar. Sí, sólo de tarde en tarde, el lector de fondo se encuentra con algo decente, que le obliga a comprender que su búsqueda ha valido la pena, que todo lo tolerado y por supuesto aguantado voluntariamente, le ha proporcionado la llave, que le ha posibilitado llegar a descubrir lo siempre esperado. Hace algunos años, leí una entrevista a un afamado poeta, en donde decía, que pese a su edad, seguía a la espera de poder pescar el poema definitivo, pues bien, lo mismo le ocurre a todo buen lector, a ese que no se conforma con la literatura digna, que cada día es más abundante (aunque cada día más anémica), sino que aspira encontrar obras que traspasen la línea que separa la calidad de la excelencia. Aspiración difícil, pero que de vez en cuando se convierte en realidad, como me ha ocurrido en esta ocasión con “La edad de hierro”, una novela que creo recordar abandoné en su momento, hace algunos años, al no encontrar en ella precisamente eso que he hallado en esta ocasión. Hasta ahora, por este interesante paseo que estoy llevando a cabo por la obra de Coetzee, sin duda alguna es lo mejor que he leído, incluso mejor que “Desgracia”, que siempre ha sido, al menos hasta ahora, su obra más emblemática.
Se trata de una reflexión sobre la muerte, de una reflexión novelada, que como siempre ocurre cuando se sobrepasa cierto nivel, alumbra otras cuestiones también de gran importancia, en este caso, la soledad y la realidad que padecía la Sudáfrica del apartheid, dos cuestiones que siempre han obsesionado al autor. La historia sobre la que se basa dicha reflexión, trata de una mujer que acaba de ser diagnosticada de padecer un cáncer irreversible, a la que sólo le queda esperar la llegada de la muerte (“la única verdad que queda”), pero esa espera la tiene que realizar sola, pues su única hija, prefirió ante la vergüenza que sufría por la situación que atravesaba su país, trasladarse definitivamente a vivir a los Estados Unidos. En tal encrucijada, conoce a un vagabundo que se había instalado en la parte trasera de su jardín, con quien desarrolla una extraña relación de ayuda mutua. La metodología empleada por el autor, que ya había utilizado en anteriores obras, es la de una larga carta, en donde la protagonista, le va comentando a su hija ausente los avatares de la vida que sobrelleva. En esta novela Coetzee consigue hacer creíble la narración, pues ésta, a diferencia de “En mitad de ninguna parte”, se adapta a la perfección a la personalidad de la protagonista, una mujer culta, ya jubilada, que se había dedicado profesionalmente a impartir clases de latín en la Universidad.
Pero mientras espera la muerte se encuentra viva, y va registrando en ese interminable escrito, todo lo que va ocurriendo en su entorno, un entorno que como ella, parece que también agoniza, a causa de un extraño cangrejo, que sin compasión, va royendo tanto el organismo de la protagonista, como el de la sociedad en la que vive, en donde todos, a lo único que aspiran es a poder sobrevivir. Un organismo en descomposición, pero también una sociedad en descomposición, en donde sencillamente la esperanza no existe, y en donde sólo queda esperar que todo pase, a que llegue la muerte o el desmoronamiento definitivo. Pero su salvación se encontraba, en la posibilidad de poder transmitir sus últimos momentos a su hija, pero para eso necesitaba ayuda, la misma ayuda que necesitó la protagonista de “En medio de ninguna parte”, que sólo podía venir de alguien de fuera de su mundo, en este caso de un vagabundo que ya no aspiraba a nada, sólo a seguir viviendo en los laterales de una sociedad, a la que ni siquiera prestaba atención. Coetzee sigue apostando por la cooperación, por la solidaridad, como si ésta fuera, la única forma de hacer frente a la muerte, pues desde la soledad, desde el aislamiento no hay futuro posible, pues siempre nos hace falta alguien, aunque sólo sea para que nos deposite una carta en una oficina de correos.
La gran virtud de esta obra, es el estilo sostenido que mantiene desde el principio hasta el final, que queda subrayado por la credibilidad que aporta, pues nadie puede levantar la mano en esta ocasión, para acusar al autor, de prestarle más atención a la estructura que a los personajes, pues tanto una como otros, caminan de la mano. En resumen, ante todo “La edad de hierro”, es una novela redonda, en donde ni sobra ni falta nada, siendo una de esas obras, que tienen que tener un lugar asegurado en toda biblioteca que se precie.
Viernes, 8 de Febrero de 2.008
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