viernes, 30 de abril de 2010

La fiesta del oso


LECTURAS
(elo.186)

LA FIESTA DEL OSO
Jordi Soler
Mondadori, 2010

Una vez terminada la novela, la primera pregunta que me asalta, es saber, o intuir la intención que ha tenido el autor para escribir una historia como la presentada, que indudablemente viene a dejar más leña al fuego a un debate, el de “La memoria histórica”, que desde hace algún tiempo se viene desarrollando, dividiendo a la opinión pública entre partidarios y detractores de la misma, o lo que es lo mismo, entre los que desean que la guerra civil se entierre definitivamente en el olvido, y los que creen, que resulta necesario, por higiene, exponer, sacando a la luz, todo lo que ocurrió durante aquellos años. En un primer momento, parece que Jordi Soler es partidario, por aquello de recuperar “los cimientos y la perspectiva”, de enfrentarse a eso tan natural como es el olvido, con la intención de saber que pasó en realidad con una parte de su historia, de su propia historia familiar, que hasta ese momento se encontraba aún abierta, o sólo hilvanada con suposiciones, pero con posterioridad, cuando conoce lo que sucedió en realidad, que era muy diferente a lo que esperaba, parece que se decide por lo contrario, por pensar que lo mejor hubiera sido dejar las cosas como estaban, al estimar que indudablemente es más saludable vivir con una imagen idealizada, que tener que aceptar la brutalidad y la sinrazón que anegó todo aquel periodo de nuestra historia, que sin duda, en lugar de lo mejor, como siempre se ha pensado, sacó a relucir lo peor de cada cual.
A pesar de que el debate ha sido importante, de que se han gastado ríos de tinta alrededor del mismo, tengo que reconocer que no mantengo una idea clara sobre el mismo, aunque en principio, por aquello de mi supuesto encuadramiento ideológico, el cuerpo me pida estar a favor de eso que se llama “La memoria histórica”. Indudablemente nadie puede estar en contra de la memoria histórica, es decir, de que el pasado se sepa, de que la historia se conozca, pero alrededor de esas dos palabras unidas con casi idéntico significado, se esconde una reivindicación esgrimida por los herederos del bando perdedor en la guerra civil, es decir por la izquierda, que aspira a que se deje constancia de los ultrajes cometidos por los “vencedores”, con objeto de que las generaciones posteriores sepan lo que en realidad acaeció, y para que sirva de homenaje a los que murieron, y a los familiares de éstos, que para colmo tuvieron que padecer, durante demasiado tiempo el estigma de ser los derrotados. Bien, ante esta reivindicación ciertamente lógica, se presenta la de los que piensan, que después de todo lo pasado, del esfuerzo que esta sociedad ha tenido que realizar para superar sus seculares diferencias, y partiendo de la base de que España ya no es lo que era, resultaría un contrasentido remover un pasado que nada bueno puede aportar, salvo poner de nuevo en primera línea las eternas diferencias, diferencias que ya no existen salvo en la imaginación de unos cuantos, de esas dos españas, teóricamente siempre en constante conflicto entre sí.
Lo anterior no sólo lo piensa la derecha, la derecha militante, sino también un importante segmento de la población, que opina, que en los momentos actuales hay problemas más importantes y preocupantes como para perder el tiempo, sí el tiempo, en cuestiones ya conocidas y completamente superadas por una sociedad moderna, que no se siente heredera de ninguna de esas dos españas que se destrozaron durante la guerra entre sí. Parece, por tanto, que la reivindicación que determinados ilustrados sostuvieron en los primeros tiempos de la Segunda República, la de construir una nueva España que consiguiera superar las contradicciones y las importantes diferencias que hacían imposible la viabilidad de España como nación, es ahora cuando se está definitivamente materializando.
Ante tales planteamientos, dotados ambos de gran consistencia, me preocupa un hecho que creo que debería llamar más la atención, y es la importancia que un tema como “La memoria histórica” tiene en estos momentos para la izquierda de este país, que en lugar de luchar para crear nuevas alternativas posibles con objeto de tratar de sacar a nuestra sociedad de la situación en la que se encuentra; alternativas coherentes acompañadas de estrategias políticas viables, se dedica a mirar hacia otro lado, evidentemente porque la izquierda se encuentra atorada y aburrida, en historias laterales que poco o nada pueden aportar a una sociedad deseosa de encontrar nuevos horizontes hacia los que poder caminar.
“La fiesta del oso”, la novela de Jordi Soler, termina en el desencanto, incluso en el convencimiento de que la búsqueda de ese pasado perdido resulta contraproducente, ya que si se busca, se encuentra aquello que nunca se desea encontrar, entre otras razones porque lo ideal, aquello que en todo momento llega a cuadrar, sólo habita en nuestras ilusiones y en nuestras esperanzas, que pueden acabar, como casi siempre sucede, hechas trizas por primer soplo de aire fresco que reciban de la propia realidad.
Es una novela que se lee rápido y bien, y en la que destaca la capacidad narrativa del autor, pero que posee, al menos desde mi punto de vista varios problemas, que me obligan a pensar, que el recorrido de la misma, a pesar de que pueda convertirse en un éxito de ventas, será ciertamente escaso. En primer lugar, sobre ella sobrevuela demasiado bajo la estela de “Soldados de Salamina”, novela a la que se parece demasiado, no mejorándola en ningún aspecto, lo que la convierte en una hija menor de la elogiada novela de Cercas. Jordi Soler ha podido hacer más para distanciar su novela de esa otra que hasta cierto punto la eclipsa, aunque sólo hubiera sido cambiar el punto de vista desde el que afrontar el tema de la misma. El segundo problema que padece, es el estilo narrativo utilizado, que si bien hace posible que pueda leerse con facilidad y en pocas horas, impide que se afronten, con el reposo necesario, cuestiones que aparecen en la historia y a las que no se le sacan todo el partido que en principio hubieran podido merecer.
En fin, una novela interesante que ha podido dar más de sí.

Sábado, 12 de marzo de 2010

sábado, 24 de abril de 2010

Jarrapellejos


LECTURAS
(elo.185)

JARRAPELLEJOS
Felipe Trigo
Castalia, 1914

Es curioso, pero al leer esta novela, una vez más he comprendido, que el tiempo es el único juez implacable, que también en literatura, consigue poner cada cosa en su sitio, haciendo que determinadas obras y autores, por muy populares que en su momento hubieran podido llegar a ser, pasen con el paso de los años al olvido más absoluto. También, aunque en literatura en un primer momento lo importante sea la historia, si ésta, por muy poderosa que sea no llega a desarrollarse de la forma adecuada, dicha obra no puede tener cabida en su seno, lo que quiere decir, que la forma, que la metodología empleada para exponer lo que se desea contar, a pesar de que siempre debe subordinarse al tema, es esencial para que una determinada obra literaria no se convierta en otra cosa.
No tenía noticias de la existencia de esta novela, ni tampoco, por supuesto de su autor, por lo que me ha sorprendido, y mucho, leer en el prologo, que Felipe Trigo fue un famoso novelista en su época, en los primeros años del siglo XX, de hecho, tuvo la fortuna de ser uno de los primeros escritores que en este país, consiguieron vivir de forma confortable de lo que escribían, lo que demuestra el éxito que cosecharon sus novelas. Según el autor de la introducción, fue tan popular como Blasco Ibáñez, otro autor casi olvidado en la actualidad. Resulta curioso constatar, de nuevo, que la fama, el fervor popular, no tiene necesariamente que estar vinculado con la calidad literaria, ya que en muchas ocasiones ese éxito se sustenta en otras cuestiones.
He leído esta novela por obligación, y tengo que reconocer que lo he conseguido a base de voluntad, pues desde las primeras páginas comprendí que había algo en ella que no funcionaba, pese a que el tema que afrontaba me resultaba de gran interés. Lo que no funcionaba, lo que me obligaba a realizar un esfuerzo y a avanzar con dificultar, era precisamente el estilo utilizado por el autor, o mejor dicho, para intentar ser más concreto, el envejecido lenguaje empleado por Felipe Trigo para narrar “Jarrapellejos”. Después de leer las primeras páginas, entendí el motivo, la causa evidente del ostracismo que padece la novela y su autor, que no es otro, por lo que no se puede culpar a nadie de tal hecho, salvo al propio autor, de que se trata de una mala novela, de una novela que no cumple con los requisitos mínimos para ser recomendada a nadie, posiblemente, porque ha envejecido más de la cuenta, debido al casposo y amanerado lenguaje empleado, que no se puede justificar con la escusa de que era el que se utilizaba en la época, pues si uno lee a Galdós, por ejemplo, observa otro radicalmente distinto, más llano, pero sin embargo más literario e imperecedero. El problema de “Jarrapellejos” no es otro, y esto en pocas ocasiones lo he afirmado, que se trata de una novela incomestible, de una novela que sencillamente no se puede leer, a pesar, y esto es lo que más me molesta, de que esta novela hubiera podido resultar fundamental, ya que si su confección hubiera sido correcta, hubiera podido llegar a ser “El gatopardo” español. Pero no, “Jarrapellejos” es lo que es, una novela que por méritos propios merece literariamente permanecer en el olvido, aunque puede ser salvada por otras cuestiones, como por el hecho de presentarse como un instrumento para conocer un fenómeno que sólo pudo darse en unas circunstancias como las que se daban en España en aquellos momentos, el caciquismo, que desgraciadamente son pocos los que en realidad lo conocen a fondo, a pesar de que tales prácticas, tan propias de una época, sean las culpables del atraso material y cultural que aún hoy padecen algunas regiones de nuestro país.
La novela trata de la omnímoda tiranía que ejerce sobre una comarca extremeña el cacique de la zona, Jarrapellejos, y de la influencia de su poder económico sobre todas las instituciones del lugar, desde las políticas, a las judiciales o culturales, influencia que confluyen en potenciar y sostener el poder del propio cacique. Era una especie de señor feudal, de un virrey que no tenía que justificar sus acciones ante nadie, y menos ante un régimen centralista débil y enfermo, que en lugar de intentar acabar con esas prácticas, lo que en realidad hacía era apoyarse en ellas, porque en el caciquismo y no en la voluntad popular, encontraba su legitimidad. Trigo dibuja un coto cerrado gobernado arbitrariamente por el cacique y por sus intereses, pero adoba la historia, con objeto de conseguir un mayor gancho popular, con pequeñas subhistorias que se adhieren como perlas al hilo conductor de la narración, en donde las pasiones amorosas, la ambición desmedida, la doble moral o la mera sumisión, presentan un cuadro de la época nada edificante, y que hace comprender al lector, que la decadencia de España no se encontraba tanto en la calidad de su clase política, como en las prácticas que ésta permitía, que lograban mantener al país en el subdesarrollo más absoluto. Pese a todo, parece que el autor en realidad era un optimista, alguien que a pesar de ver los problemas con claridad, no había perdido del todo la esperanza, pues en el despiadado fresco que presenta, brilla con luz propia la posibilidad, remota eso sí, de que todo pueda cambiar. Y según él, todo podía cambiar gracias a la honradez, representada ésta en la novela por los familiares de Isabel, la hermosa Fornarina, que a pesar de todo lo que padecieron, no cedieron al chantaje de ceder la honra de su hija que les exigía Jarrapellejos, y también por el novio de Isabel, el profesor Cidoncha, que incluso fue acusado de haber matado y violado a su propia novia y a la madre de ésta.
En fin, una novela de difícil degustación, pero que en contrapartida puede tener una justificación, la de servir de puente entre el lector y un determinado periodo negro de la historia de España, eclipsado por una actividad política, que desde las alturas, en lugar de intentar resolver de raíz los problemas seculares que padecía la población, se entretenía en la elocuencia hueca, con la sóla intención de que todo se mantuviera como estaba en beneficio de los de siempre.

Jueves, 25 de febrero de 2010

domingo, 18 de abril de 2010

Carpe diem


LECTURAS
(elo.184)

CARPE DIEM
Saul Bellow
Galaxia Gutemberg, 1956

Aunque de forma constante se niegue, aduciéndose que existen otros valores mucho más importantes, el dinero es el único Dios al que se adora en las sociedades en que vivimos, siendo él, se quiera o no, el que con su omnímodo poder consigue sostenerlo todo. El dinero es la llave de todas las puertas, y todo lo que hacemos, o casi todo, va encaminado a que nunca llegue a faltarnos. Desde nuestra más tierna infancia se nos educa para que en un futuro podamos convivir con él de la forma adecuada, es decir, para que no tengamos que preocuparnos de su presencia, lo que sólo será posible, si se consiguen los medios adecuados para que fluya con naturalidad a nuestro alrededor, pues se sabe, que todo lo demás, sea lo que sea, se subordina ante su presencia. El dinero es el gran hacedor de nuestro tiempo, el absolutista monarca de nuestras democráticas repúblicas, el tiránico administrador, en suma, que expende el tan necesario visado, que hace posible que nuestras vidas puedan encausarse con la dignidad y el sosiego que tanto necesitamos para soportar, o afrontar otras tareas, sin el cual, el desarrollo de éstas resultaría imposible. Se evita nombrarlo, pero se sabe con seguridad, con absoluta seguridad, que todo gira en torno suyo, convirtiéndose también en el baremo ante el que constantemente tenemos que tallarnos, siendo la máxima que antes aprendemos, aquella que dice “tanto tienes, tanto vales”.
Saul Bellow, en esta breve novela, habla de ese poder y de los efectos que tal hecho provoca en aquellos, que por sus propios errores, salen de la tutela del dinero, pero sobre todo, de lo que hay que pagar y padecer cuando uno se encuentra alejado de sus costas. Su poder pedagógico ahí es donde se manifiesta con mayor intensidad, pues se empeña en señalar y subrayar la ruina en la que necesariamente cae aquel que pierde su favor, lo que significa, que también es el gran socializador, al delimitar a todos el camino correcto del errado.
Sí, las religiones se encuentran en retroceso, las ideologías carecen a estas alturas de credibilidad, siendo el dinero la única argamasa que vertebra nuestras sociedades, ya que de tenerlo o no, depende nuestra plena inserción social. Contar con él, en último extremo significa que se han cumplido todos los preceptos sociales estipulados, certifica que se ha obrado correctamente, mientras que por el contrario, cuando alguien padece su ausencia, deja de manifiesto que ha pecado, que no ha actuado de la forma adecuada, lo que evidentemente convierte a esa persona en sospechosa. Bellow se centra en esta narración en uno de estos pecadores, que después de haber contado con todas las posibilidades, gracias a la extracción social de la que provenía, se encuentra en un callejón sin salida debido a los errores cometidos, o dicho de otra forma, por no haber seguido la diáfana senda que el dinero ilumina, y de todo lo que detrás de él se esconde para evitar ser nombrado. Habla de alguien que se queda sin dinero en un mundo en donde el dinero todo lo articula y lo relaciona, pero sobre todo, del sentimiento de culpa que padece al comprender que de su situación era el único culpable, y de la soledad a la que se ve avocado por el estigma que todos veían o vislumbraban en su frente, terrorífica señal que lo marginaba y le hacía comprender que la muerte, era la única salida factible y deseable en su situación. Bellow sitúa la acción en Nueva York, en una ciudad superpoblada para hablar de la soledad, lo que indudablemente le ayuda a enfocar mejor el tema, pero para colmo esa ciudad siempre ha representado el paradigma de la ciudad de nuestro tiempo, la ciudad del dinero, en la que el bullicio en todo momento ha sabido convivir, con absoluta naturalidad, con la sensación de soledad que embargaban a muchos de sus ciudadanos, que a pesar de tenerlo todo a mano, todas las posibilidades imaginables a tiro de piedra, incluso a la vuelta de la esquina, en numerosas ocasiones tropezaban con un muro invisible que les imposibilitaba poder acceder a ellas, dividiendo de forma férrea el mundo de los elegidos, de los que por algún motivo, por algún error o por falta de planificación, no habían sabido entrar, o habían tenido que salir de la tierra prometida. Y eso ocurre, porque la famosa “mano invisible” que todo lo organiza, la mano invisible del dinero, es la tiranía más eficaz, ya que no se aposenta en ningún llamativo palacio de invierno, ni se muestra en paradas militares, por lo que difícilmente la rebelión contra él resultará posible, pues por no conocerse no se conoce ni su rostro, sólo el rumor de los cadáveres que va dejando a su alrededor.
Hace algunos días leí una interesantísima entrevista a Jorge Semprún, en la que decía, que toda sociedad ha necesitado regirse por alguna religión o por alguna ideología con objeto de articularse de forma adecuada, y que en las actuales circunstancias históricas, muchos de los males existentes se deben precisamente, sobre todo en el civilizado occidente, a la muerte de Dios y a la desaparición de las ideologías. Para Semprún, la inexistencia en estos momentos de un patrón hegemónico es la causa del desplome moral que padecemos, pero nada más erróneo, pues precisamente en estos momentos, el mundo que conocemos es dirigido, con decisión, por una moral que se propone como definitiva, que curiosamente casi nadie parece delimitar ni tampoco identificar, pero que se encuentra instalada en todos y en cada uno de los recovecos de nuestra vida, el dinero. El primer paso para saber si se puede hacer algo contra él, ya que es catastrófica para el ser humano, es comprender que existe, que es real, y que en estos momentos como en su día lo fuera el catolicismo y más recientemente el comunismo, es la madre de todos nuestros males. A partir de ese momento se podrá hacer algo, aunque creo que poco al estar profundamente enraizado, pero al menos se podrá comprender, que la deriva en la que nos encontramos, no se debe a la inexistencia de un soporte ideológico que cohesione a nuestras sociedades, sino precisamente a todo lo contrario, a la existencia de uno, que amenaza con asentarse de forma despótica y definitiva sobre nosotros.
“Carpe diem”, a pesar de estar magníficamente escrita, y de tocar un tema capital, hasta cierto punto me ha defraudado, pues han sido pocos los momentos en que he podido disfrutar de verdad con su lectura, lo que puede deberse, al hecho de que soy partidario de una literatura, digamos que de más agarre, es decir, de una literatura que se asiente en la complicidad entre el autor y el lector, en donde el primero trate de encontrar una sintonía directa con el que lee, Bellow en esta obra, parece, o a mi me lo parece, que se aleja voluntariamente del lector, dejándole sólo, ¡sólo!, con una buena historia que para colmo está magníficamente desarrollada.

Miércoles, 17 de febrero de 2010

sábado, 10 de abril de 2010

Los funerales de Castro


LECTURAS
(elo.183)

LOS FUNERALES DE CASTRO
Vicente Botín
Ariel, 2009

Creo que nadie con dos dedos de luces, a estas alturas puede negar lo evidente, que la cuba castrista no es más que una dictadura, y que como tal, por el mero hecho de serlo, a pesar de presentar rasgos socialistas, lo primero que hay que hacer es condenar dicho régimen. Para muchos, y durante demasiado tiempo, el modelo cubano fue la alternativa natural, la única alternativa posible, a las innumerables dictaduras impuestas por Estados Unidos en Latinoamérica, entre otras razones, porque nadie veía, ni quería ver, que la democracia con mayúsculas se pudiera asentar algún día en aquellas lejanas y a veces exóticas latitudes. Cuba, por tanto, siempre fue diferente, la otra posibilidad, motivo por el cual, se pasaban por alto los atentados a los derechos humanos que en la isla se cometían y que tanto publicitaban lo medios de la derecha, mientras que hipócritamente y en contrapartida, callaban todo lo que acontecía en los restantes países de la zona. Cuba representaba la otra cara de la moneda, nuestra cara, por ello, en la medida de lo posible, aunque a veces nos costara más trabajo del necesario, la defendimos y seguimos defendiéndola hasta límites incomprensibles, lo que puede deberse, a que la revolución cubana era, y en cierta medida sigue siendo parte de nuestra historia, al menos para los que aún nos sentimos miembros de ese colectivo tan extraño como es la izquierda española.
Pero en los últimos años todo ha cambiado de forma estrepitosa, de suerte, que ya nada parece lo que era, resultando casi imposible en las actuales circunstancias, cuando en todos los países latinoamericanos se han implantado sistemas democráticos más o menos estables, seguir justificando al régimen dictatorial cubano. No, el castrismo ya no tiene sentido, y no lo tiene, no porque hayan desaparecido las causas que en un momento histórico lo hicieron posible, que curiosamente se han incrementado hasta niveles ciertamente insoportables, sino porque ha demostrado que no es el instrumento adecuado para acabar con ellas.
El socialismo que se implantó en la isla tenía como bandera acabar con la injusticia social existente, con objeto de crear una nueva sociedad en donde la justicia y la libertad pudieran de forma definitiva maridarse no sólo en Cuba, sino a lo largo y ancho de toda América Latina. Ese fue su grito, su propuesta, y de ahí proviene el enorme atractivo con el que contó durante muchos años, en unos tiempos, en el que los nubarrones que impuso el gigante del norte sobre su patio trasero, lograron ensombrecer la existencia de todo un subcontinente, siendo Cuba la única voz disonante, la única que se atrevía a discrepar de una situación que todos entendían como normal.
Pero como decía, las cosas han cambiado mucho, permaneciendo Cuba anclada a un tiempo que ya pasó, sin que su numantino y en muchas ocasiones heroico esfuerzo hayan dado los frutos que se esperaban, pues ni su revolución se ha extendido ni la vida en la isla ha mejorado, lo que convierten en la actualidad al régimen cubano en una extraña antigualla muy parecida a los coches, a esos Pontiac y Chevrolet de los años cincuenta que milagrosamente aún circulan por las calles de La Habana. Sí, Cuba aún sigue siendo singular, pero ya no por lo que representaba en los años sesenta o en los setenta, sino porque personifica un anacronismo histórico que nadie sabe cuánto puede durar, pues de hecho, la isla aún no se ha hundido definitivamente porque cuenta con dos fuentes de ingresos, nada revolucionarios por otra parte, que constatan su fracaso económico, las divisas que periódicamente mandan sus exiliados, y el yacimiento económico que en la actualidad representa el turismo. Pero lo peor de todo, que es lo que en realidad debería hacer pensar a la clase política de aquel país, es que el régimen cubano ya no se perfila como una alternativa, ni para América Latina, y lo que es aún peor, ni para los propios cubanos que desde hace demasiado tiempo, malviven en un sistema de supervivencia que no se acomoda en absoluto ni al potencial económico de la isla, ni por supuesto, al carácter emprendedor que siempre ha caracterizado al cubano.
Vicente Botín, el antiguo corresponsal de Televisión Española en Cuba, desarrolla en las cuatrocientas páginas de su libro, de forma pormenorizada, los males que aquejan al régimen cubano, a esa dictadura altamente ideologizada, que ha conseguido esclerotizar a la sociedad de la isla hasta convertirla en un instrumento a su servicio. En el texto se van analizando todas y cada una de las realidades de la isla, haciendo comprender al lector, con datos y más datos, que para los políticos cubanos una cosa es predicar y otra muy diferente es dar trigo, pues casi nada de lo que proclaman de cara a la galería se lleva realmente a la practica, lo que convierte a la política en mera palabrería, y la vida en la antigua joya de la corona española en un auténtico suplicio. Para Botín en la Cuba actual nada funciona, lo que se puede deber, a que el estado cubano ha conseguido después de tantos años, neutralizar la capacidad laboral y creativa de sus propios ciudadanos, que escasamente incentivados, se dejan llevar por las tareas de la mera subsistencia, haciendo de Cuba un país escasamente competitivo que suficientemente tiene con seguir como está, a la espera de que todo cambie, cuando el barbudo patriarca abandone de una vez por todas este mundo, sin haber comprendido, que a veces la realidad supera, porque es mucho más amplia, la visión que uno pueda tener de ella.
El problema, aunque esto nos pueda doler, es que la Revolución un buen día se paró, y que nadie se bajó de ella para empujarla y ponerla de nuevo en funcionamiento, o para con imaginación, buscarle nuevos carriles, pero sobre todo nuevos objetivos para que de nuevo pudiera deslizarse con facilidad, motivo por el cual, desde hace demasiado tiempo se encuentra atascada en el mismo lugar, casi oxidada, pero con el maquinista de la misma, intentando de forma patética hacerle creer a todos los que se paran a escucharlo que todo funciona a la perfección. En estos momentos, la revolución cubana, a la que tanto cariño se le tuvo, a la que todos quisimos tanto, sólo puede aspirar a ser desmontada y depositada en un museo.
A diferencia las democracias de casi todos los países latinoamericanos, que como diría Volpi podrían ser calificadas de democracias imaginarias, es decir, que son aún más un deseo que una realidad, el régimen castrista, que de forma testaruda sigue pregonando las virtudes del socialismo, se ha convertido en una pesadilla que mantiene en jaque al pueblo cubano, a la espera de que el tiempo, sólo el tiempo acabe definitivamente con ella.

Martes, 2 de febrero de 2010