
ACERCAMIENTOS
(elo.135)
Querida Ana:
Recuerdo, que cuando era un adolescente, un adolescente raro pues todo el día me lo pasaba leyendo, mi abuela, una mujer sufrida que lo único que había hecho era trabajar durante toda su vida, se acercaba preocupada y me preguntaba por lo que estaba leyendo, siendo su única intención (ya que era analfabeta y no podía comprender cómo me podía pasar tantas horas tirado en el sofá con un libro entre las manos), la de saber si estaba enfrascado en una novela, o por el contrario, en algo que en realidad sirviera, que me sirviera para algo. Evidentemente mi abuela entendía o imaginaba, como muchos, que las novelas sólo servían como entretenimiento, al creer, que se trataban de unos extraños artilugios, inaccesibles para ella, en donde uno se refugiaba para pasar un rato agradable en lugar de ver un partido de fútbol o salir con los amigos. Como comprenderás, siempre le respondía lo mismo, que eran libros que me habían recomendado en la facultad y que tenía obligatoriamente que leer. La novela, y el ejemplo anterior puede servir para demostrarlo, en el fondo siempre ha tenido mala fama, pues su función parece que siempre ha sido superflua y accesoria, sirviendo sólo para disfrutar gracias a ella, con los avatares de este o de aquel personaje, sin que el lector, en ningún caso, pudiera encontrar nada interesante ni productivo en ellas. Mentía a mi abuela, y así me ha ido, ya que por aquella época si algo no hacía era estudiar, deseando sólo tener el dinero suficiente para poder comprarme las obras de mis autores favoritos, que por aquellos lejanos tiempos, recuerdo, eran casi todos sudamericanos. No leía para aprender, ni mucho menos para comprender el mundo, sólo para disfrutar, por ejemplo, con el jazz de Johnny Carter y para solidarizarme con Bruno en “El perseguidor”, o para ponerme en el lugar del coronel Aureliano Buendía, cuando delante del pelotón de fusilamiento, recordó el día en que su padre le llevó a ver el hielo. En fin, en lugar de estudiar me dediqué a enamorarme como un loco de la Maga y a conocer a fondo, de forma pormenorizada a ese viejo amigo (que nunca me ha abandonado) que se llama Raskolnikov. Sí, la literatura, como no pudo ser de otra forma, en un principio, para mí también significó sólo eso, entretenimiento, pero ahora comprendo, que casi todo lo que sé se lo debo a ella, que en todo momento me ha acompañado haciéndome la vida más soportable y comprensible.
Hace unos días, hablando con un amigo, entre cerveza y cerveza y sin darnos cuenta, nos vimos despotricando de la filosofía, del estéril callejón sin salida en que se encuentra, y por supuesto, de la poca vida que le queda. Sí, los dos convinimos en que la actual situación de la filosofía, gracias sobre todo al voluntarioso esfuerzo de los profesionales del ramo, más tarde o más temprano la conducirá a la muerte por inanición, pues desde hace muchos años, debido a que se encuentra enclaustrada en los departamentos universitarios, ni le da el sol ni se alimenta adecuadamente. De lo que también estábamos seguros, es que ninguno de los dos asistiríamos a su entierro, al que sin duda acudirán las autoridades civiles y eclesiásticas. La filosofía está muerta, y si aún por algún extraño motivo no lo está, seguro que se encuentra agonizando, quedando lejos los días en que Savater, y otros, proclamaba que era “el anhelo de la revolución”, la disciplina que nos haría libres, pues su función en la actualidad, o su justificación, no es otra que la de alimentar con dinero público, y sálvese quien pueda, a un puñado de ratas de bibliotecas, a los que aún les pone masturbarse con cualquier cita de Spinoza o Leibniz.
Acto seguido, posiblemente porque nos gusta demasiado hablar parapetados tras la barra de un bar, comenzamos también sin darnos cuenta a elogiar la literatura, pero no por sus historias, sino por su función última, la de ser objeto de conocimiento. Efectivamente, los dos habíamos llegado después de tantos años, al convencimiento de que la literatura, y más concretamente la novela, la buena novela, es ante todo un instrumento de conocimiento inagotable, precisamente por el hecho, de ser la disciplina artística más cercana a la vida. La filosofía, y en menor medida el ensayo, se apoya en los conceptos, aspirando a introducir en ellos toda la vitalidad existente, engañándose aún en creer, y lo que es peor, en intentar hacernos creer, que dos y dos siempre son cuatro. Pero no, los conceptos, esos cuencos fabricados para hacernos la vida más fácil, gracias a los cuales poder clasificarlo todo, de forma constante se ven impotentes ante la eterna vitalidad de la vida, que no soporta que nada ni nadie intente canalizarla. Por eso, cuando nos acercamos a una buena novela, en donde nunca los personajes pueden aparecer acartonados (para eso tenemos los best-sellers), observamos que la vida fluye, bastando prestar sólo un poco de atención, para comprender las diferentes perspectivas que nos ofrecen y las enseñanzas que nos pueden aportar.
A estas alturas ya no basta con que nos digan que esto es bueno o malo, que el camino correcto y adecuado es el que corre paralelo al río, y no ese otro que se adentra en la espesura del bosque, lo que nos interesa es llegar por nuestros propios medios a ese convencimiento, y eso sólo lo podremos conseguir mediante la experiencia. ¿Hay mejor experiencia, querida Ana, que las cientos de novelas con las que hemos disfrutado a lo largo de nuestras vidas?
Un beso.
Martes, 23 de septiembre de 2.008
(elo.135)
Querida Ana:
Recuerdo, que cuando era un adolescente, un adolescente raro pues todo el día me lo pasaba leyendo, mi abuela, una mujer sufrida que lo único que había hecho era trabajar durante toda su vida, se acercaba preocupada y me preguntaba por lo que estaba leyendo, siendo su única intención (ya que era analfabeta y no podía comprender cómo me podía pasar tantas horas tirado en el sofá con un libro entre las manos), la de saber si estaba enfrascado en una novela, o por el contrario, en algo que en realidad sirviera, que me sirviera para algo. Evidentemente mi abuela entendía o imaginaba, como muchos, que las novelas sólo servían como entretenimiento, al creer, que se trataban de unos extraños artilugios, inaccesibles para ella, en donde uno se refugiaba para pasar un rato agradable en lugar de ver un partido de fútbol o salir con los amigos. Como comprenderás, siempre le respondía lo mismo, que eran libros que me habían recomendado en la facultad y que tenía obligatoriamente que leer. La novela, y el ejemplo anterior puede servir para demostrarlo, en el fondo siempre ha tenido mala fama, pues su función parece que siempre ha sido superflua y accesoria, sirviendo sólo para disfrutar gracias a ella, con los avatares de este o de aquel personaje, sin que el lector, en ningún caso, pudiera encontrar nada interesante ni productivo en ellas. Mentía a mi abuela, y así me ha ido, ya que por aquella época si algo no hacía era estudiar, deseando sólo tener el dinero suficiente para poder comprarme las obras de mis autores favoritos, que por aquellos lejanos tiempos, recuerdo, eran casi todos sudamericanos. No leía para aprender, ni mucho menos para comprender el mundo, sólo para disfrutar, por ejemplo, con el jazz de Johnny Carter y para solidarizarme con Bruno en “El perseguidor”, o para ponerme en el lugar del coronel Aureliano Buendía, cuando delante del pelotón de fusilamiento, recordó el día en que su padre le llevó a ver el hielo. En fin, en lugar de estudiar me dediqué a enamorarme como un loco de la Maga y a conocer a fondo, de forma pormenorizada a ese viejo amigo (que nunca me ha abandonado) que se llama Raskolnikov. Sí, la literatura, como no pudo ser de otra forma, en un principio, para mí también significó sólo eso, entretenimiento, pero ahora comprendo, que casi todo lo que sé se lo debo a ella, que en todo momento me ha acompañado haciéndome la vida más soportable y comprensible.
Hace unos días, hablando con un amigo, entre cerveza y cerveza y sin darnos cuenta, nos vimos despotricando de la filosofía, del estéril callejón sin salida en que se encuentra, y por supuesto, de la poca vida que le queda. Sí, los dos convinimos en que la actual situación de la filosofía, gracias sobre todo al voluntarioso esfuerzo de los profesionales del ramo, más tarde o más temprano la conducirá a la muerte por inanición, pues desde hace muchos años, debido a que se encuentra enclaustrada en los departamentos universitarios, ni le da el sol ni se alimenta adecuadamente. De lo que también estábamos seguros, es que ninguno de los dos asistiríamos a su entierro, al que sin duda acudirán las autoridades civiles y eclesiásticas. La filosofía está muerta, y si aún por algún extraño motivo no lo está, seguro que se encuentra agonizando, quedando lejos los días en que Savater, y otros, proclamaba que era “el anhelo de la revolución”, la disciplina que nos haría libres, pues su función en la actualidad, o su justificación, no es otra que la de alimentar con dinero público, y sálvese quien pueda, a un puñado de ratas de bibliotecas, a los que aún les pone masturbarse con cualquier cita de Spinoza o Leibniz.
Acto seguido, posiblemente porque nos gusta demasiado hablar parapetados tras la barra de un bar, comenzamos también sin darnos cuenta a elogiar la literatura, pero no por sus historias, sino por su función última, la de ser objeto de conocimiento. Efectivamente, los dos habíamos llegado después de tantos años, al convencimiento de que la literatura, y más concretamente la novela, la buena novela, es ante todo un instrumento de conocimiento inagotable, precisamente por el hecho, de ser la disciplina artística más cercana a la vida. La filosofía, y en menor medida el ensayo, se apoya en los conceptos, aspirando a introducir en ellos toda la vitalidad existente, engañándose aún en creer, y lo que es peor, en intentar hacernos creer, que dos y dos siempre son cuatro. Pero no, los conceptos, esos cuencos fabricados para hacernos la vida más fácil, gracias a los cuales poder clasificarlo todo, de forma constante se ven impotentes ante la eterna vitalidad de la vida, que no soporta que nada ni nadie intente canalizarla. Por eso, cuando nos acercamos a una buena novela, en donde nunca los personajes pueden aparecer acartonados (para eso tenemos los best-sellers), observamos que la vida fluye, bastando prestar sólo un poco de atención, para comprender las diferentes perspectivas que nos ofrecen y las enseñanzas que nos pueden aportar.
A estas alturas ya no basta con que nos digan que esto es bueno o malo, que el camino correcto y adecuado es el que corre paralelo al río, y no ese otro que se adentra en la espesura del bosque, lo que nos interesa es llegar por nuestros propios medios a ese convencimiento, y eso sólo lo podremos conseguir mediante la experiencia. ¿Hay mejor experiencia, querida Ana, que las cientos de novelas con las que hemos disfrutado a lo largo de nuestras vidas?
Un beso.
Martes, 23 de septiembre de 2.008
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