jueves, 30 de octubre de 2008

La vida nueva


LECTURAS
(elo.138)

LA VIDA NUEVA
Orhan Pamuk
Alfaguara, 1.994

Desde un principio quedé sorprendido con la novela, pues comprendí, ya en las primeras páginas, que se trataba de una obra diferente a las dos anteriores que había leído del autor turco. Uno siempre espera cierta linealidad en la producción artística, al menos en lo formal, sobre todo en aquellos autores sobre los que desea profundizar, entre otras razones porque así todo resulta más fácil. Las primeras noticias sobre la existencia de Pamuk, las tuve gracias a una magnífica entrevista que le realizó Rosa Montero días antes de que le concedieran el Nóbel de literatura, con motivo de la presentación en España de su libro autobiográfico “Estambul”. Me pareció, por las respuestas que daba, que podía ser un autor interesante y conseguí el libro a los pocos días, dejándome hasta cierto punto desconcertado, pues se trataba de un texto, bien escrito por supuesto, en donde el autor dejaba constancia de su nostálgica visión de la ciudad que tanto amaba y en la que siempre había vivido, siendo Estambul, sin discusión alguna, la auténtica protagonista de la obra, en lugar, como esperaba, de que todo en ella girara en torno al propio Pamuk. En fin, leí un libro teóricamente autobiográfico, en el que apenas, porque el autor intentó evitarlo en todo momento, pude hacerme una idea de su perspectiva vital, aunque sí, sobre el ámbito en donde creció y se hizo escritor. Pero como lo que realmente deseaba era conocer su mundo literario, que evidentemente no se encontraba en “Estambul”, me hice, en opinión de algunos, con su obra más lograda, “Me llamo rojo”, que aunque también bien escrita, no era más que un triller otomano, que se puede leer, pero que no aporta nada nuevo a eso que llaman la historia de la literatura. Así las cosas, quedé escarmentado con el turco, aparcándolo y dejándolo para otra ocasión, en donde esperaba, aunque sin muchas esperanzas, encontrar lo que en mi primera incursión en su obra no pude hallar.
“La vida nueva” ha llegado a mis manos por casualidad, y me ha resultado sobre todo desconcertante y difícil de leer, pues carece de las agarraderas que todo lector agradece, y porque el enfoque del tema me resulta innovador. Es una novela sin asideros, en donde, en contra de los que prefiguran los cánones novelísticos, todo aparece implícito, como difuminado, lo que no hace fácil su lectura.
El tema de la novela, es la necesidad que todos tenemos de abandonar la realidad que nos envuelve, sin intentar disfrutarla, para lanzarnos de forma lamentable e inconsciente, a la búsqueda de otra, que según afirman es más grata y plena, pero que aún, y ese es el problema, nadie ha podido disfrutar. Nuestras sociedades, siempre han estado eclipsadas por la influencia de los libros sagrados, esos que en todo momento nos han dicho lo que debemos hacer para entrar en ese otro mundo, que curiosamente siempre se encuentra un poco más allá, en donde con toda seguridad, al menos eso dicen, se encuentra anclada la felicidad. La Biblia, el Corán, El manifiesto comunista, han tenido la virtud, de dibujarnos un mundo idílico, aunque también el de mostrarnos los caminos que hay que seguir, si realmente se desea llegar a él. El problema, es que el primer paso que hay que dar, y de forma ineludible, es negar la realidad en la que vivimos, que siempre es vista como “un valle de lágrimas” y como un estadio que por nuestro bien hay que superar. Pero para nuestra desgracia, esa búsqueda constante, guiada en todo momento por lo que han escrito algunos iluminados, a pesar de haber sido en cierta medida el motor de nuestra historia, a lo único a lo que nos ha conducido es a la infelicidad, pues ese esfuerzo constante, desgarrador, que con el tiempo consigue erosionarnos de forma irreversible, impide que disfrutemos con las pequeñas cosas que pueblan esa realidad tan denostada. Nuestro mundo siempre ha sido un mundo de creyentes, que ha tenido su aspecto positivo, el de mantener al ser humano en perpetuo movimiento, lo que ha posibilitado que sea en la actualidad lo que es, pero en contrapartida, lo ha mantenido siempre en jaque, sumido en la ansiedad y en todo momento a la espera de que se produzca el milagro definitivo.
De esa perpetua lucha por alcanzar la vida nueva habla esta novela, dibujando Pamuk a un adolescente que se ha encontrado con un libro que consigue hipnotizarlo por entero, transformando de forma radical su vida. La novela narra desde que ese joven tropieza con el libro, con esa luz que consigue iluminarlo, que lo empuja a una vida diferente, hasta que el protagonista comprende, poco antes de morir en un accidente de circulación, que la felicidad (la felicidad con minúscula que es la única que en realidad existe), se encuentra en el mundo que ha dejado atrás, en su trabajo cotidiano, junto a su mujer y su hijo. Parece que Pamuk desea dejar constancia de que la vida se encuentra a nuestro lado, y que no debemos desperdiciarla buscando una vida inexistente que sólo habita en nuestra imaginación, y que la nueva vida, no es ni tan siquiera nueva, pues siempre ha existido en la cabeza de los que no han sabido o podido hacer frente a su propia realidad.
Una novela interesante, que habla por sí sola del poderío literario del turco, que como todos los grandes escritores, a veces, prefieren para contar sus historias, o mejor dicho, para comunicar lo que desean decir, aventurarse por el camino más difícil, aunque ello le suponga, que esas obras tengan una menor cogida popular.

Jueves, 16 de octubre de 2.008

domingo, 26 de octubre de 2008

Elegía


LECTURAS
(elo.137)

ELEGÍA
Philip Roth
Mondadori, 2.006



Desde hace tiempo, con toda seguridad, Roth es mi escritor favorito, pero a pesar de ello, debido posiblemente al regusto amargo que me dejaron sus últimas obras, no corrí en su momento a la librería más cercana a comprar “Elegía, su más reciente novela. Ahora, tiempo después, he podido con satisfacción enfrentarme a ella, comprendiendo, que a pesar de su edad y de su dilatada producción, el norteamericano sigue siendo, al menos desde mi punto de vista, uno de los mejores y más poderosos escritores vivos que pueblan en la actualidad la cada día más anémica república de las letras. Con referencia a la obra en sí, en primer lugar tengo que decir, que la novela puede leerse en una tarde, pues tiene la virtud de atrapar al lector desde el primer instante, haciendo que éste, difícilmente, si cuenta con el tiempo suficiente, pueda abandonar la lectura. Lo anterior, que no está al alcance de cualquiera, sobre todo cuando se trata de un tema como el presentado, habla por sí sólo, de la maestría a la que ha llegado Roth. En esta ocasión, como en anteriores novelas suyas, habla de la muerte y de la vejez, o mejor dicho, de la lucha contra la muerte y de la posibilidad, siempre difícil, de poder convivir con la vejez, apareciendo la vida vivida, los recuerdos, como algo que se encuentran ahí, y que no siempre resulta grato rememorar. La vida desde la vejez, parece decirnos el novelista, siempre tiene dos miradas, una que se dirige hacia lo inevitable, hacia lo que tiene que llegar, y otra, que intenta abarcar todo lo vivido, dos visiones nada reconfortantes. En demasiadas ocasiones, se habla de la vejez como si se tratara de un merecido periodo de descanso, en donde uno deja atrás la necesidad de enfrentarse a la realidad, con la intención de esperar de forma apacible, dedicándose a aquello que siempre ha deseado, el momento definitivo en que todo acabe. Pero no parece que esa sea la opinión de Roth, que ve la vejez, no ya como una batalla perdida de antemano, sino como una masacre de individuos incompletos, que en ningún caso pueden, acercarse o asomarse a la vida, sólo a la muerte y a los recuerdos. Se podría decir, que a esas edades esperar la muerte es lo lógico y también lo natural, pero cuando se comprende que la muerte lo único que significa es el fin, que lo único que se está realizando en la vejez es dar los últimos pasos, casi siempre bajo la amenaza paralizante de los achaques, y cuando se tiene consciencia de que la vida vivida no ha sido todo lo satisfactoria que se hubiera deseado, entonces, hay que reconocer que no es ese estado idílico que a veces se dibuja, ese lugar en donde teóricamente se recogen todas las recompensas y todos los frutos que en su día se sembraron. Y no lo es, entre otras cuestiones, porque la vida no es lineal, ya que en ningún caso es ese camino recto al que a un paso le sigue otro, no, la vida no es sencillamente sembrar y recoger, poner ladrillos sobre ladrillos, sino más bien, enfrentarse a una multitud de posibilidades con las que casi nunca se acierta. Por ello, mirar desde el último recodo hacia atrás, no puede resultar en ningún caso gratificante, pues desde esa perspectiva, se tienen que observar todos los muertos que uno ha dejado en la cuneta, todos los incendios que ha provocado, y sobre todo, la imagen real que se ha dejado abandonada en la memoria de los demás.
La novela de Roth comienza nada más y nada menos, con la escena del entierro del protagonista, en donde todos los que estuvieron más o menos cercanos a él, le realizan un pequeño homenaje, para a partir de ahí, en tercera persona, pasar a narrar a grandes rasgos su vida, agarrándose al hilo conductor de sus enfermedades y sus problemas con la salud, hasta que un día, sólo, como realmente hay que morir, no despierta de la última operación a la que es sometido
“Elegía” es una novela desgarradora, en donde alguien realmente preocupado por la muerte y la vejez, como sin duda lo es Roth, reflexiona y llega a una sombría conclusión, que es un periodo vital al que nunca se debería llegar.

Martes, 7 de octubre de 2.008

jueves, 16 de octubre de 2008

Ámsterdam


LECTURAS
(elo.136)

ÁMSTERDAM
Ian McEwan
Anagrama, 1.998

Según parece, la venganza es un plato frío que debe elaborarse con paciencia y sin descuidar ningún ingrediente. Este es el tema que aborda McEwan en esta magnífica novela, que sin duda alguna, y no soy precisamente amigo de su forma de entender la literatura, es la mejor, la más lograda, de las que de él he leído hasta ahora. El inglés pone sobre la mesa, en esta ocasión toda su sabiduría narrativa al servicio de una historia potente, y le ha salido bien, pues no creo que ningún lector, después de haberla leído, haya podido quedar indiferente ante el poderío de la misma. Ámsterdam es una gran novela de nuestro tiempo, trepidante y con el tamaño justo, una de esas extrañas novelas, por insólitas, con las que poder pasar un fin de semana sin necesitar nada del mundo, salvo que nos dejen tranquilo con ella. Pero intentaré ir por partes, pues he abandonado una serie de afirmaciones que creo conveniente justificar, pues a estas alturas, si algo no basta y carece de sentido, aunque al parecer es lo normal en los tiempos en que vivimos, es el hecho de opinar sobre todo lo que se mueva, sin que tales manifestaciones queden respaldadas, o sostenidas, por planteamientos minimamente elaborados.
Para comenzar, diré, a pesar de ser consciente de que nado a contracorriente, que no soy precisamente un enamorado de la literatura que realiza McEwan, lo que me suele acarrear la incomprensión, y a veces el enfado de mis amigos, pues hoy en día, el escritor británico, es considerado entre los amantes de la literatura de calidad como el ejemplo a seguir, el paradigma literario por excelencia. Yo sin embargo mantengo mis dudas, basadas aunque pueda parecer contradictorio, en el alto concepto que tengo de sus dotes narrativas, que a mi juicio, al igual que hacen otros miembros de su generación, despilfarra en obras que no suelen estar al mismo nivel de su talento. Es decir, lo que critico de McEwan, aunque parezca mentira, es todo lo contrario de lo que habitualmente suelo criticar, entre otras razones porque pertenece a otra galaxia literaria, estando su nivel medio, muy por encima de la mayoría de los autores de éxito que pululan, tropezando entre sí, por la saturada república de las letras. Con lo anterior, lo único que deseo decir, es que las obras que de él me llegan, siempre me resultan insatisfactorias, no estando nunca a la altura que esperaba, de lo que sin dudas el británico podría aportar. ¿Pero qué es realmente lo que le exijo? Lo que injustamente le exijo, y lo comprendo, es que se enfrente definitivamente a la literatura de calidad, a lo que algunos llaman alta literatura, y que de una vez por todas, abandone la literatura de entretenimiento; que afronte la literatura como una búsqueda, que tenga el valor, él que puede, de situarse en el límite, en donde convive lo que es y lo que aún no es literatura, en otras palabras, lo que me gustaría es que dejara atrás el cómodo territorio en donde se encuentra, pues los aplausos ya tienen que aburrirle, y que se arriesgue, que apueste, si es posible todo a un mismo número, por obras que puedan situar la cota literaria un poco más allá. Lo anterior evidentemente no suelo decírselo a cualquiera, sólo a los que considero que pueden y no quieren, como es el caso de McEwan.
No obstante, ciñéndome a la novela en sí, y no a lo que me gustaría que fuera, tengo que reconocer, que es una obra con la que se puede disfrutar, ya que el ritmo impuesto por el autor es arrollador, dotada de una apertura insuperable y de un final de esos a los que nos tiene acostumbrado McEwan, en donde nadie espera lo que va a suceder. La novela, trata de la historia de un individuo, que después de quedar viudo, trama una estrategia para vengarse de los tres amantes que había tenido su mujer, con objeto de quedarse como único depositario de su recuerdo. Es una obra, que en el fondo, no aspira a más, aunque desarrollada con innegable inteligencia, que a eso tan importante y a la vez tan difícil, de que el lector pase un buen rato, lo que indudablemente le quita valor, pues en contra de lo que suele ocurrir con las grandes novelas, que crecen y crecen cuando la lectura finaliza, ésta, como otras suyas, se difumina hasta desaparecer, o casi, a partir de ese preciso instante. Es una de esas novelas, cuya historia no va más allá de la propia historia, desarrollada e ideada, para captar la atención desde el primer momento, posiblemente, porque la concepción que el autor posee de la literatura es esa, lo que en el fondo es una lástima.
Pero Ámsterdam, y ahí posiblemente se encuentra las claves de su éxito, ante todo es una obra de nuestro tiempo, reflejándose en ella a la perfección el momento en el que vive la literatura, y por extensión el resto de las manifestaciones artísticas. Hoy en día, cuando todo lo calibra el mercado, siendo éste el que valora todo lo que entra por sus puertas, carece de sentido, al menos eso es lo que se piensa, vivir de espaldas a él. Lo anterior significa, que hay que crear obras que puedan ante todo venderse, cuidando que la calidad de las mismas, en el mejor de los casos, no impida su competitividad, lo que quiere decir, que la calidad debe supeditarse en todo momento a las necesidades de dicho mercado. El mercado lo que exige, o mejor dicho, el público lo que pide, son obras de calidad, que tengan como objetivo, no el de perturbarle ni el de mostrarle nuevas perspectivas, no, pues el consumidor mayoritario, el que compra libros o el que va al cine, lo único que desea es encontrar obras que tengan la virtud de hacerle pasar un rato agradable, para con posterioridad, volver a sus quehaceres habituales como si nada hubiera pasado, lo que significa, que lo que realmente se necesita no son obras de artes, sino productos realizados por buenos profesionales. McEwan es uno de los mejores profesionales que posee en estos momentos la literatura, de ahí su multitudinario reconocimiento.

Viernes, 26 de septiembre de 2.008

martes, 7 de octubre de 2008

Para Ana


ACERCAMIENTOS
(elo.135)


Querida Ana:

Recuerdo, que cuando era un adolescente, un adolescente raro pues todo el día me lo pasaba leyendo, mi abuela, una mujer sufrida que lo único que había hecho era trabajar durante toda su vida, se acercaba preocupada y me preguntaba por lo que estaba leyendo, siendo su única intención (ya que era analfabeta y no podía comprender cómo me podía pasar tantas horas tirado en el sofá con un libro entre las manos), la de saber si estaba enfrascado en una novela, o por el contrario, en algo que en realidad sirviera, que me sirviera para algo. Evidentemente mi abuela entendía o imaginaba, como muchos, que las novelas sólo servían como entretenimiento, al creer, que se trataban de unos extraños artilugios, inaccesibles para ella, en donde uno se refugiaba para pasar un rato agradable en lugar de ver un partido de fútbol o salir con los amigos. Como comprenderás, siempre le respondía lo mismo, que eran libros que me habían recomendado en la facultad y que tenía obligatoriamente que leer. La novela, y el ejemplo anterior puede servir para demostrarlo, en el fondo siempre ha tenido mala fama, pues su función parece que siempre ha sido superflua y accesoria, sirviendo sólo para disfrutar gracias a ella, con los avatares de este o de aquel personaje, sin que el lector, en ningún caso, pudiera encontrar nada interesante ni productivo en ellas. Mentía a mi abuela, y así me ha ido, ya que por aquella época si algo no hacía era estudiar, deseando sólo tener el dinero suficiente para poder comprarme las obras de mis autores favoritos, que por aquellos lejanos tiempos, recuerdo, eran casi todos sudamericanos. No leía para aprender, ni mucho menos para comprender el mundo, sólo para disfrutar, por ejemplo, con el jazz de Johnny Carter y para solidarizarme con Bruno en “El perseguidor”, o para ponerme en el lugar del coronel Aureliano Buendía, cuando delante del pelotón de fusilamiento, recordó el día en que su padre le llevó a ver el hielo. En fin, en lugar de estudiar me dediqué a enamorarme como un loco de la Maga y a conocer a fondo, de forma pormenorizada a ese viejo amigo (que nunca me ha abandonado) que se llama Raskolnikov. Sí, la literatura, como no pudo ser de otra forma, en un principio, para mí también significó sólo eso, entretenimiento, pero ahora comprendo, que casi todo lo que sé se lo debo a ella, que en todo momento me ha acompañado haciéndome la vida más soportable y comprensible.
Hace unos días, hablando con un amigo, entre cerveza y cerveza y sin darnos cuenta, nos vimos despotricando de la filosofía, del estéril callejón sin salida en que se encuentra, y por supuesto, de la poca vida que le queda. Sí, los dos convinimos en que la actual situación de la filosofía, gracias sobre todo al voluntarioso esfuerzo de los profesionales del ramo, más tarde o más temprano la conducirá a la muerte por inanición, pues desde hace muchos años, debido a que se encuentra enclaustrada en los departamentos universitarios, ni le da el sol ni se alimenta adecuadamente. De lo que también estábamos seguros, es que ninguno de los dos asistiríamos a su entierro, al que sin duda acudirán las autoridades civiles y eclesiásticas. La filosofía está muerta, y si aún por algún extraño motivo no lo está, seguro que se encuentra agonizando, quedando lejos los días en que Savater, y otros, proclamaba que era “el anhelo de la revolución”, la disciplina que nos haría libres, pues su función en la actualidad, o su justificación, no es otra que la de alimentar con dinero público, y sálvese quien pueda, a un puñado de ratas de bibliotecas, a los que aún les pone masturbarse con cualquier cita de Spinoza o Leibniz.
Acto seguido, posiblemente porque nos gusta demasiado hablar parapetados tras la barra de un bar, comenzamos también sin darnos cuenta a elogiar la literatura, pero no por sus historias, sino por su función última, la de ser objeto de conocimiento. Efectivamente, los dos habíamos llegado después de tantos años, al convencimiento de que la literatura, y más concretamente la novela, la buena novela, es ante todo un instrumento de conocimiento inagotable, precisamente por el hecho, de ser la disciplina artística más cercana a la vida. La filosofía, y en menor medida el ensayo, se apoya en los conceptos, aspirando a introducir en ellos toda la vitalidad existente, engañándose aún en creer, y lo que es peor, en intentar hacernos creer, que dos y dos siempre son cuatro. Pero no, los conceptos, esos cuencos fabricados para hacernos la vida más fácil, gracias a los cuales poder clasificarlo todo, de forma constante se ven impotentes ante la eterna vitalidad de la vida, que no soporta que nada ni nadie intente canalizarla. Por eso, cuando nos acercamos a una buena novela, en donde nunca los personajes pueden aparecer acartonados (para eso tenemos los best-sellers), observamos que la vida fluye, bastando prestar sólo un poco de atención, para comprender las diferentes perspectivas que nos ofrecen y las enseñanzas que nos pueden aportar.
A estas alturas ya no basta con que nos digan que esto es bueno o malo, que el camino correcto y adecuado es el que corre paralelo al río, y no ese otro que se adentra en la espesura del bosque, lo que nos interesa es llegar por nuestros propios medios a ese convencimiento, y eso sólo lo podremos conseguir mediante la experiencia. ¿Hay mejor experiencia, querida Ana, que las cientos de novelas con las que hemos disfrutado a lo largo de nuestras vidas?

Un beso.

Martes, 23 de septiembre de 2.008