ACERCAMIENTOS
(elo.113)
Sobre la izquierda después de las elecciones.
Como deseaba, los socialistas, con un margen mayor del esperado, aunque sin lograr ese premio siempre anhelado de la mayoría absoluta, han vuelto a ganar las elecciones. El miedo a la derecha, que durante la pasada legislatura se empecinó en enseñar su verdadero rostro con una torpeza que aún no logro entender, ha sido posiblemente, más que los hipotéticos logros del gobierno de Rodríguez Zapatero, el auténtico causante de dicho triunfo. Los especialistas en eso que denominan demoscopia, saben lo difícil que es para la izquierda ganar unas elecciones, pues la división que padece, en condiciones normales, es decir, sin que ocurra nada extraño que consiga polarizar su voto, siempre le deja las puertas abiertas a una derecha, cuya mayor virtud es la unidad. La derecha, que en ningún caso es homogénea, pues en su seno cohabitan diferentes formas de entenderla, ha sabido a diferencia de la izquierda, mantenerse unida en una única formación, lo que le permite, no salir perjudicada por los ajustes que impone la ley electoral. Lo lógico, por tanto, es que la izquierda pierda constantemente las elecciones, y eso a pesar de conseguir en la mayoría de las ocasiones un número mayor de votos, pues la división de su electorado, la castiga en número de escaños. Pero en los dos últimos procesos electorales, se observa un nuevo fenómeno que amenaza con modificar el mapa electoral de nuestro país, pues parece que la izquierda sociológica, está comenzando a comprender eso que los politólogos denominan voto útil. Se podría decir, que los errores de la derecha, han sido los que han provocado tal descubrimiento, cierto, pero también habría que subrayar, que cada día el voto se encuentra menos ideologizado, por lo que bascula, sin mucha dificultad de una opción política a otra, sin que por ello se tenga que salir del universo de la propia izquierda. Lo anterior está provocando enormes problemas en las formaciones minoritarias, que se encuentran tras cada proceso electoral, al borde mismo del colapso. Tal es el caso de Izquierda Unida.
Izquierda Unida es una organización política que surgió, hace ya bastantes años, con la intención de aglutinar a toda la izquierda que se encontraba, en la mayoría de los casos atomizada, a la izquierda de la socialdemocracia, pero siempre, en todo momento instrumentalizada por los comunistas, que creyeron poder dominarla desde la sombra. Éste, posiblemente haya sido su mayor problema, pues desde un principio, existió una sorda lucha por el control de la organización, en donde el Partido Comunista, intentó imponer su férreo control. La historia de Izquierda Unida hubiera sido otra muy distinta, si los diferentes partidos que en su día confluyeron para crearla, hubieran tenido la suficiente valentía de disolverse, pues resulta inviable, una organización política cuyos miembros estén instrumentalizados por otras organizaciones políticas, como siempre ha ocurrido en la coalición. Todo fue bien, relativamente bien, mientras que el espacio político que ocupaba Izquierda Unida era lo suficientemente amplio, como para dar cabida tanto a las tendencias mayoritarias como a las minoritarias, pero cuando ese espacio se recortó, comenzaron a surgir los problemas. El voto útil está amenazando de muerte a Izquierda Unida, por dos motivos, primero porque se está quedando sin votantes, que prefieren votar a otras opciones mayoritarias ante el temor que puede ocasionar un triunfo de la derecha, y en segundo lugar, porque entre los dirigentes, se ha entablado una guerra sin cuartel, por los escasos puestos institucionales que aún puede ofrecer la organización.
Después de las elecciones del pasado domingo, la situación de Izquierda Unida a nivel nacional, parece que ha llegado a un punto de inflexión, pues de los cinco diputados que tenía, se ha quedado sólo con dos, lo que ha obligado a dimitir a Gaspar Llamazares, que con valentía ha asumido la derrota. Lo mismo ocurrió en 1.982, cuando Santiago Carrillo tuvo que abandonar la dirección del Partido Comunista, después del primer triunfo socialista bajo el liderazgo de Felipe González. Muchos esperábamos una situación como la actual, para comenzar a trabajar en la reconstrucción de una organización de izquierdas, que sin complejos, asumiera los retos que la nueva sociedad exige, pero los resultados reales, según reflejan los datos, no han sido ni mucho menos los adecuados. No han sido los adecuados, porque la vieja guardia de la organización, ha conseguido unos resultados aceptables en Andalucía, lo que les puede otorgar los avales necesarios, para intentar apoderarse de los despojos que quedan de Izquierda Unida, sin comprender, que con ellos sencillamente el futuro no existe.
Con la dimisión de Santiago Carrillo, comenzó una nueva etapa llena de ilusión para la izquierda española, pues supuso la creación del germen de Izquierda Unida, que no fue otro que Convocatoria por Andalucía. Por ello, esperaba con verdadero interés que aconteciera una situación similar, para que muchos de los que hemos abandonado la militancia activa, pudiéramos volver con ilusión a la política, a una política de izquierdas que desarrollando un nuevo discurso, pudiera encontrar su propio lugar bajo el sol en una sociedad que la necesita. Pero parece que tal posibilidad se desvanece, pues precisamente los que sobran, los que siguen aferrados a los viejos discursos, gracias al apoyo conseguido en Andalucía, se pueden creer legitimados para resucitar una organización, haciéndola a su imagen y semejanza, en la que siempre se han encontrado incómodos.
viernes, 28 de marzo de 2008
miércoles, 26 de marzo de 2008
Sobre un artículo de Lali
ACERCAMIENTOS
(elo.112)
Sobre un artículo de Lali
Querida Lali:
Acabo de leer tu artículo “la responsabilidad personal”, y en primer lugar, quisiera felicitarte por la pasión en la que vives, que contrasta de forma radical, con la actitud que mantengo en los últimos tiempos con esa vieja amiga que es la política. Ésta, es con diferencia, la campaña electoral que menos estoy siguiendo, precisamente por eso, porque cada día estoy más alejado de la política. Lo anterior, como comprenderás, no quiere decir que la política haya dejado de interesarme, no, sigue siendo también mi gran pasión, lo que ocurre, es que la que se lleva a cabo, la que se realiza, no me interesa en absoluto. Desde hace bastante tiempo, se confunde la política con realizar proclamas publicitarias, con leer interminables y aburridos discursos, sin que se comprenda, que la política verdadera es la que intenta buscar cauces comunes que posibiliten una coexistencia aceptable. El político, aunque eso es lo que se cree, no es el ideólogo, ni tan siquiera el oscuro individuo que se dedica, tarea de negros, a redactar los programas electorales que después se leerán en todas las tribunas, sino el que con modestia e infinita paciencia, trata de acomodar las diferentes opiniones, los múltiples discursos existentes, en beneficio de una tarea común.
Ayer, estuve cenando con un grupo de amigos, y evidentemente, saltó el tema de las elecciones del domingo y el qué votar. Entre los que estábamos allí reunidos, existía una enriquecedora pluralidad ideológica (así es como se dice ahora), pero noté desde un principio, cierto desengaño en todos, desde el que manteniendo una actitud que no comprendo se va a abstener, al que va a votar en blanco, pasando incluso por los que con resignación y voluntarismo, pensaban una vez más, prestar su apoyo a cualquiera de los partidos mayoritarios. Nadie parecía contento con la situación, sobrevolando en el ambiente, junto al humo de los múltiples cigarrillos encendidos, un desencanto hacia la política, que se podía sin mucha dificultad masticar. Tenías razón cuando decías, que en cualquiera de los múltiples campos en los que nos movemos, la cooperación entre todos es algo habitual, lo que contrasta, con la cerrazón y el inmovilismo que define a los que se dedican a la política, o a los que de vez en cuando, casi siempre en cualquier bar, hablamos de política. Creo que este hecho se debe, a que o bien desde la clase política se observa a la ciudadanía como un mero yacimiento de votos, o en nuestro caso, porque después de comprender que se nos ha escapado de las manos (que nos la han arrebatado), no le damos a la importancia que merece, quedándonos sólo en lo anecdótico de la misma, en los chismes que filtra la prensa diaria, o en la última metedura de pata de éste o aquél político. La sensación con la que salí, era que el personal podía vivir perfectamente sin la política, observando a los que se dedican a ella, sólo como meros profesionales de la misma, que viven de ella como el carpintero de sus maderas, o como individuos que se han agarrado a la política para justificar su existencia.
Desde que nos dijeron que la historia había finalizado, desde el momento preciso en que interiorizamos que vivíamos en el mejor mundo de los posibles, la política como herramienta de transformación ha dejado su lugar a una política (menor) de gestión, que a pocos llega a interesar, lo que ha provocado una profunda desmovilización, que ha conseguido que los que aún estaban interesados en ella, se encierren en eso que ahora llaman “ámbito privado”, en ese paraíso que los teóricos del postmodernismo tardío denominan privacidad. Desde entonces, los temas candentes que interesadamente se sacan a la palestra, con toda seguridad para entretener y desviar la mirada de los auténticos problemas a los que cotidianamente tiene que enfrentarse la ciudadanía, son menores, aunque siempre polémicos, lo que a algún iluso le puede hacer creer que aún existen opciones diferenciadas. Nos hemos pasado una legislatura hablando, o mejor dicho discutiendo sobre la aberración que supone el Estatuto catalán, o sobre la traición que implica intentar diseñar un proceso de paz con ETA, mientras que lo público, lo de todos, seguía deteriorándose de cara a su futura privatización (la salvación siempre proviene del capital, del filantrópico capital), o mientras el poder adquisitivo de la mayoría de la población era desbordado por una inflación vergonzosa (contra la que al parecer no se puede luchar, pues según dicen es estructural), todo ello unido a una degradación de los derechos laborales, de lo que antes se denominaba clase trabajadora.
Bien, ¿cómo es posible que aún nos quejemos de la inexistencia de un tejido social crítico, cuando todo se ha confabulado para desmovilizar a la ciudadanía? ¿Cómo es posible que aún nos empeñemos en agarrar el rábano por las hojas? Desde que el liberalismo más casposo, aunque algunos creen que es el más ilustrado ostenta el poder, esgrimiendo aquello que el afamado Isaiah Berlin denominaba la libertad negativa, es decir la libertad potencial, todo va de mal en peor, sin existir apenas espacio para una izquierda crítica (crítica incluso con la izquierda clásica) que propugne la posibilidad de poder alcanzar eso que aquí se podría llamar la libertad positiva, la tangible, la real. Y por último, no te quiero seguir agobiando, ¿cómo se puede reivindicar la política cuando no existen opciones diferenciadas? La política sólo es posible cuando se enfrentan iniciativas que contemplan la realidad de forma diferente, de forma radicalmente diferente, pues lo demás, seamos realistas, es seguir mareando la perdiz.
Un beso.
Martes, 4 de marzo de 2.008
(elo.112)
Sobre un artículo de Lali
Querida Lali:
Acabo de leer tu artículo “la responsabilidad personal”, y en primer lugar, quisiera felicitarte por la pasión en la que vives, que contrasta de forma radical, con la actitud que mantengo en los últimos tiempos con esa vieja amiga que es la política. Ésta, es con diferencia, la campaña electoral que menos estoy siguiendo, precisamente por eso, porque cada día estoy más alejado de la política. Lo anterior, como comprenderás, no quiere decir que la política haya dejado de interesarme, no, sigue siendo también mi gran pasión, lo que ocurre, es que la que se lleva a cabo, la que se realiza, no me interesa en absoluto. Desde hace bastante tiempo, se confunde la política con realizar proclamas publicitarias, con leer interminables y aburridos discursos, sin que se comprenda, que la política verdadera es la que intenta buscar cauces comunes que posibiliten una coexistencia aceptable. El político, aunque eso es lo que se cree, no es el ideólogo, ni tan siquiera el oscuro individuo que se dedica, tarea de negros, a redactar los programas electorales que después se leerán en todas las tribunas, sino el que con modestia e infinita paciencia, trata de acomodar las diferentes opiniones, los múltiples discursos existentes, en beneficio de una tarea común.
Ayer, estuve cenando con un grupo de amigos, y evidentemente, saltó el tema de las elecciones del domingo y el qué votar. Entre los que estábamos allí reunidos, existía una enriquecedora pluralidad ideológica (así es como se dice ahora), pero noté desde un principio, cierto desengaño en todos, desde el que manteniendo una actitud que no comprendo se va a abstener, al que va a votar en blanco, pasando incluso por los que con resignación y voluntarismo, pensaban una vez más, prestar su apoyo a cualquiera de los partidos mayoritarios. Nadie parecía contento con la situación, sobrevolando en el ambiente, junto al humo de los múltiples cigarrillos encendidos, un desencanto hacia la política, que se podía sin mucha dificultad masticar. Tenías razón cuando decías, que en cualquiera de los múltiples campos en los que nos movemos, la cooperación entre todos es algo habitual, lo que contrasta, con la cerrazón y el inmovilismo que define a los que se dedican a la política, o a los que de vez en cuando, casi siempre en cualquier bar, hablamos de política. Creo que este hecho se debe, a que o bien desde la clase política se observa a la ciudadanía como un mero yacimiento de votos, o en nuestro caso, porque después de comprender que se nos ha escapado de las manos (que nos la han arrebatado), no le damos a la importancia que merece, quedándonos sólo en lo anecdótico de la misma, en los chismes que filtra la prensa diaria, o en la última metedura de pata de éste o aquél político. La sensación con la que salí, era que el personal podía vivir perfectamente sin la política, observando a los que se dedican a ella, sólo como meros profesionales de la misma, que viven de ella como el carpintero de sus maderas, o como individuos que se han agarrado a la política para justificar su existencia.
Desde que nos dijeron que la historia había finalizado, desde el momento preciso en que interiorizamos que vivíamos en el mejor mundo de los posibles, la política como herramienta de transformación ha dejado su lugar a una política (menor) de gestión, que a pocos llega a interesar, lo que ha provocado una profunda desmovilización, que ha conseguido que los que aún estaban interesados en ella, se encierren en eso que ahora llaman “ámbito privado”, en ese paraíso que los teóricos del postmodernismo tardío denominan privacidad. Desde entonces, los temas candentes que interesadamente se sacan a la palestra, con toda seguridad para entretener y desviar la mirada de los auténticos problemas a los que cotidianamente tiene que enfrentarse la ciudadanía, son menores, aunque siempre polémicos, lo que a algún iluso le puede hacer creer que aún existen opciones diferenciadas. Nos hemos pasado una legislatura hablando, o mejor dicho discutiendo sobre la aberración que supone el Estatuto catalán, o sobre la traición que implica intentar diseñar un proceso de paz con ETA, mientras que lo público, lo de todos, seguía deteriorándose de cara a su futura privatización (la salvación siempre proviene del capital, del filantrópico capital), o mientras el poder adquisitivo de la mayoría de la población era desbordado por una inflación vergonzosa (contra la que al parecer no se puede luchar, pues según dicen es estructural), todo ello unido a una degradación de los derechos laborales, de lo que antes se denominaba clase trabajadora.
Bien, ¿cómo es posible que aún nos quejemos de la inexistencia de un tejido social crítico, cuando todo se ha confabulado para desmovilizar a la ciudadanía? ¿Cómo es posible que aún nos empeñemos en agarrar el rábano por las hojas? Desde que el liberalismo más casposo, aunque algunos creen que es el más ilustrado ostenta el poder, esgrimiendo aquello que el afamado Isaiah Berlin denominaba la libertad negativa, es decir la libertad potencial, todo va de mal en peor, sin existir apenas espacio para una izquierda crítica (crítica incluso con la izquierda clásica) que propugne la posibilidad de poder alcanzar eso que aquí se podría llamar la libertad positiva, la tangible, la real. Y por último, no te quiero seguir agobiando, ¿cómo se puede reivindicar la política cuando no existen opciones diferenciadas? La política sólo es posible cuando se enfrentan iniciativas que contemplan la realidad de forma diferente, de forma radicalmente diferente, pues lo demás, seamos realistas, es seguir mareando la perdiz.
Un beso.
Martes, 4 de marzo de 2.008
jueves, 13 de marzo de 2008
La impaciencia del corazón
LECTURAS
(elo.111)
LA IMPACIENCIA DEL CORAZÓN
Stefan Zweig
Acantilado, 1.939
Para Zweig, la compasión, que es un sentimiento bastante devaluado por no decir despreciado en nuestros días, no es en sí algo que haya que erradicar de nuestro comportamiento, a lo sumo, sólo el tipo de compasión que proviene de la impaciencia del corazón. Para él, como deja claro en la novela, existen dos formas de afrontar dicho sentimiento, una positiva y otra negativa, siendo la primera, aquella que desde la voluntad, desde el voluntarismo, aspira a apoyar y a socorrer a un determinado individuo, que debido a alguna circunstancia negativa, padece una situación desagradable, mientras que la segunda, es la que sólo se basa en dicho sentimiento, sin aspirar en ningún momento a superarlo. Según se constata en la novela, para el autor las diferencias son apreciables, pues mientras que en un caso, la compasión puede resultar creativa, al servir tanto al que la recibe como al que la aporta, desarrollándose una correspondencia repleta de contenidos entre ambos sujetos, en el otro, al ser unívoca, sólo se puede aspirar a confortar al que padece. Dicho lo anterior, se podría decir, que la diferencia entre una y otra forma de entender la compasión carecen de diferencias significativas, pues si de lo que se trata es de aliviar al doliente, desde los dos extremos tal aspiración se puede llevar a cabo sin tener que teorizar en exceso sobre el tema, sobre todo, como dirían los economistas, cuando de lo que se trata es de cumplir los objetivos. Pero el austriaco de lo que habla, lo que desea subrayar, y creo que desde su óptica no le falta razón, es de la diferencia existente, entre la compasión comprometida y la filantrópica, entre la que se lleva a cabo de forma militante, y la que se aporta como si de una limosna se tratara. En el segundo de los casos, el beneficiado necesariamente tiene que dar las gracias por la ayuda recibida, convirtiéndose en un ser pasivo, que con el tiempo tenderá a convertirse en un profesional de la lástima, en alguien que tendrá que vivir de sus miserias, ya sea en el plano económico o en el sentimental. Para Zweig, la compasión vista desde este ángulo, ante todo resulta denigrante, al potenciar el problema que se desea solventar en lugar de apaciguarlo. La compasión filantrópica, es algo parecido a aquello de darle pan al hambriento, en lugar de aportarle los medios necesarios, para que éste pueda acceder por sus propios medios a los alimentos que necesita; significa dar una palmada en la espalda u ofrecer una sonrisa benévola, al que en lugar de gestos gratuitos necesita ayuda, ayuda de verdad. Él apuesta sin duda por la otra, por la compasión comprometida o militante, la que lejos de asentarse en el mero sentimentalismo bonachón, intenta desde la racionalidad y el voluntarismo hacer el bien al necesitado, pero siempre y cuando, dichas acciones aporten a quien la ejerce, un valor añadido que potencie, junto a otras actividades, el anclaje que justifique la existencia de dichos individuos. Esa compasión, por tanto, se aleja de la limosna para convertirse en una actividad fundamental, en una obligación, en una especie de cruz, gracias a la cual, el que la lleva, se siente más ligado a lo esencial del ser humano.
Para ilustrar lo anterior, Zweig narra una historia, en donde un joven teniente, se siente atrapado en la compasión que siente y que desarrolla ante una adolescente inválida que se enamora de él. Ese sentimiento le obliga a realizar juramentos que jamás podrá cumplir, lo que acaba empujando al suicidio a quien tanto lo amaba. El autor, asocia este tipo de sentimiento, la compasión filantrópica, a la debilidad de quien la ejerce, pues no saber decir no, cuando no existe otra alternativa que decir no, suele conducir casi siempre, precisamente, al lugar que se desea evitar. El autor, dibuja en su historia, junto al paradigma de la compasión filantrópica, que es el joven teniente, a su contrario, a un experimentado médico, que incluso llegó a casarse con una mujer a la que dejó ciega, que está convencido que sólo el entregarse a los demás puede justificar la existencia de cualquier individuo.
La tesis desarrollada por Zweig, se enmarca a la perfección en sus parámetros ideológicos, a todas luces premodernos, en donde la responsabilidad de cada cual frente a los demás, a la buena o mala conciencia que se posea en lo referente a la relación que se mantenga con el prójimo, será lo único que podrá atar a ese individuo libre a la comunidad en la que vive, de suerte que, ese sentimiento moral, se convierte en la argamasa que consigue vertebrar toda sociedad que se precie de estar sana. El problema, es que esa concepción de la sociedad, como conjunto de individuos libres, unidos sólo por la propia buena voluntad de sus miembros, es una idea excesivamente hermosa para que pueda hacerse realidad, un sueño que por desgracia, dormirá siempre junto los otros sueños utópicos que jamás, por la sencilla razón de que no se basan en un análisis certero de la naturaleza humana, podrán hacerse realidad.
La solidaridad es un concepto diferente al de lástima, encontrándose en una latitud excesivamente alejada de eso que llaman compasión, entre otras razones, porque no se asienta ni en el voluntarismo, ni en la necesidad de hacer el bien, al no ser un sentimiento sino una obligación moral, que tiene que incumbir necesariamente a todos los miembros de una determinada comunidad, o en todo caso a las instituciones de la misma. La solidaridad es un concepto moderno, que parte de la base, de que todos vamos en un mismo barco, y que si se desea seguir hacia delante, es esencial la cooperación entre todos los miembros de la tripulación, tanto de los más capacitados, como de lo que por una razón o por otra, no pueden alcanzar los niveles medios exigibles.
“La impaciencia del corazón”, es una novela que llega a desilusionar, no tanto por el hecho de estar mal construida, que no lo está, sino por la sensación que desde un inicio embarga al lector, de encontrarse ante una narrativa antigua (resulta sorprendente que su composición fuera posterior, por ejemplo, a “Trópico de cáncer”), periclitada, incluso decimonónica, en donde para describir cualquier acontecimiento, por mínimo que sea, hacen falta veinticinco páginas. No es una obra recomendable para el lector actual (me niego a creer que sea una literatura para señoritas), aunque hay que reconocer, que la prosa de Zweig, contribuye a que la obra pueda leerse con un mínimo de dignidad.
(elo.111)
LA IMPACIENCIA DEL CORAZÓN
Stefan Zweig
Acantilado, 1.939
Para Zweig, la compasión, que es un sentimiento bastante devaluado por no decir despreciado en nuestros días, no es en sí algo que haya que erradicar de nuestro comportamiento, a lo sumo, sólo el tipo de compasión que proviene de la impaciencia del corazón. Para él, como deja claro en la novela, existen dos formas de afrontar dicho sentimiento, una positiva y otra negativa, siendo la primera, aquella que desde la voluntad, desde el voluntarismo, aspira a apoyar y a socorrer a un determinado individuo, que debido a alguna circunstancia negativa, padece una situación desagradable, mientras que la segunda, es la que sólo se basa en dicho sentimiento, sin aspirar en ningún momento a superarlo. Según se constata en la novela, para el autor las diferencias son apreciables, pues mientras que en un caso, la compasión puede resultar creativa, al servir tanto al que la recibe como al que la aporta, desarrollándose una correspondencia repleta de contenidos entre ambos sujetos, en el otro, al ser unívoca, sólo se puede aspirar a confortar al que padece. Dicho lo anterior, se podría decir, que la diferencia entre una y otra forma de entender la compasión carecen de diferencias significativas, pues si de lo que se trata es de aliviar al doliente, desde los dos extremos tal aspiración se puede llevar a cabo sin tener que teorizar en exceso sobre el tema, sobre todo, como dirían los economistas, cuando de lo que se trata es de cumplir los objetivos. Pero el austriaco de lo que habla, lo que desea subrayar, y creo que desde su óptica no le falta razón, es de la diferencia existente, entre la compasión comprometida y la filantrópica, entre la que se lleva a cabo de forma militante, y la que se aporta como si de una limosna se tratara. En el segundo de los casos, el beneficiado necesariamente tiene que dar las gracias por la ayuda recibida, convirtiéndose en un ser pasivo, que con el tiempo tenderá a convertirse en un profesional de la lástima, en alguien que tendrá que vivir de sus miserias, ya sea en el plano económico o en el sentimental. Para Zweig, la compasión vista desde este ángulo, ante todo resulta denigrante, al potenciar el problema que se desea solventar en lugar de apaciguarlo. La compasión filantrópica, es algo parecido a aquello de darle pan al hambriento, en lugar de aportarle los medios necesarios, para que éste pueda acceder por sus propios medios a los alimentos que necesita; significa dar una palmada en la espalda u ofrecer una sonrisa benévola, al que en lugar de gestos gratuitos necesita ayuda, ayuda de verdad. Él apuesta sin duda por la otra, por la compasión comprometida o militante, la que lejos de asentarse en el mero sentimentalismo bonachón, intenta desde la racionalidad y el voluntarismo hacer el bien al necesitado, pero siempre y cuando, dichas acciones aporten a quien la ejerce, un valor añadido que potencie, junto a otras actividades, el anclaje que justifique la existencia de dichos individuos. Esa compasión, por tanto, se aleja de la limosna para convertirse en una actividad fundamental, en una obligación, en una especie de cruz, gracias a la cual, el que la lleva, se siente más ligado a lo esencial del ser humano.
Para ilustrar lo anterior, Zweig narra una historia, en donde un joven teniente, se siente atrapado en la compasión que siente y que desarrolla ante una adolescente inválida que se enamora de él. Ese sentimiento le obliga a realizar juramentos que jamás podrá cumplir, lo que acaba empujando al suicidio a quien tanto lo amaba. El autor, asocia este tipo de sentimiento, la compasión filantrópica, a la debilidad de quien la ejerce, pues no saber decir no, cuando no existe otra alternativa que decir no, suele conducir casi siempre, precisamente, al lugar que se desea evitar. El autor, dibuja en su historia, junto al paradigma de la compasión filantrópica, que es el joven teniente, a su contrario, a un experimentado médico, que incluso llegó a casarse con una mujer a la que dejó ciega, que está convencido que sólo el entregarse a los demás puede justificar la existencia de cualquier individuo.
La tesis desarrollada por Zweig, se enmarca a la perfección en sus parámetros ideológicos, a todas luces premodernos, en donde la responsabilidad de cada cual frente a los demás, a la buena o mala conciencia que se posea en lo referente a la relación que se mantenga con el prójimo, será lo único que podrá atar a ese individuo libre a la comunidad en la que vive, de suerte que, ese sentimiento moral, se convierte en la argamasa que consigue vertebrar toda sociedad que se precie de estar sana. El problema, es que esa concepción de la sociedad, como conjunto de individuos libres, unidos sólo por la propia buena voluntad de sus miembros, es una idea excesivamente hermosa para que pueda hacerse realidad, un sueño que por desgracia, dormirá siempre junto los otros sueños utópicos que jamás, por la sencilla razón de que no se basan en un análisis certero de la naturaleza humana, podrán hacerse realidad.
La solidaridad es un concepto diferente al de lástima, encontrándose en una latitud excesivamente alejada de eso que llaman compasión, entre otras razones, porque no se asienta ni en el voluntarismo, ni en la necesidad de hacer el bien, al no ser un sentimiento sino una obligación moral, que tiene que incumbir necesariamente a todos los miembros de una determinada comunidad, o en todo caso a las instituciones de la misma. La solidaridad es un concepto moderno, que parte de la base, de que todos vamos en un mismo barco, y que si se desea seguir hacia delante, es esencial la cooperación entre todos los miembros de la tripulación, tanto de los más capacitados, como de lo que por una razón o por otra, no pueden alcanzar los niveles medios exigibles.
“La impaciencia del corazón”, es una novela que llega a desilusionar, no tanto por el hecho de estar mal construida, que no lo está, sino por la sensación que desde un inicio embarga al lector, de encontrarse ante una narrativa antigua (resulta sorprendente que su composición fuera posterior, por ejemplo, a “Trópico de cáncer”), periclitada, incluso decimonónica, en donde para describir cualquier acontecimiento, por mínimo que sea, hacen falta veinticinco páginas. No es una obra recomendable para el lector actual (me niego a creer que sea una literatura para señoritas), aunque hay que reconocer, que la prosa de Zweig, contribuye a que la obra pueda leerse con un mínimo de dignidad.
miércoles, 5 de marzo de 2008
La edad de hierro
LECTURAS
(elo.110)
LA EDAD DE HIERRO
J.M. Coetzee
Mondadori, 1.990
De vez en cuando, y como siempre cuando menos se espera, uno se encuentra con una de esas novelas, ante la que no tiene más remedio que quitarse el sombrero que nunca lleva puesto, una de esas novelas que justifican toda la mediocridad que se ha tenido que soportar, todas esas lecturas, que ni tan siquiera, han aportado una frase acertada que poder subrayar. Sí, sólo de tarde en tarde, el lector de fondo se encuentra con algo decente, que le obliga a comprender que su búsqueda ha valido la pena, que todo lo tolerado y por supuesto aguantado voluntariamente, le ha proporcionado la llave, que le ha posibilitado llegar a descubrir lo siempre esperado. Hace algunos años, leí una entrevista a un afamado poeta, en donde decía, que pese a su edad, seguía a la espera de poder pescar el poema definitivo, pues bien, lo mismo le ocurre a todo buen lector, a ese que no se conforma con la literatura digna, que cada día es más abundante (aunque cada día más anémica), sino que aspira encontrar obras que traspasen la línea que separa la calidad de la excelencia. Aspiración difícil, pero que de vez en cuando se convierte en realidad, como me ha ocurrido en esta ocasión con “La edad de hierro”, una novela que creo recordar abandoné en su momento, hace algunos años, al no encontrar en ella precisamente eso que he hallado en esta ocasión. Hasta ahora, por este interesante paseo que estoy llevando a cabo por la obra de Coetzee, sin duda alguna es lo mejor que he leído, incluso mejor que “Desgracia”, que siempre ha sido, al menos hasta ahora, su obra más emblemática.
Se trata de una reflexión sobre la muerte, de una reflexión novelada, que como siempre ocurre cuando se sobrepasa cierto nivel, alumbra otras cuestiones también de gran importancia, en este caso, la soledad y la realidad que padecía la Sudáfrica del apartheid, dos cuestiones que siempre han obsesionado al autor. La historia sobre la que se basa dicha reflexión, trata de una mujer que acaba de ser diagnosticada de padecer un cáncer irreversible, a la que sólo le queda esperar la llegada de la muerte (“la única verdad que queda”), pero esa espera la tiene que realizar sola, pues su única hija, prefirió ante la vergüenza que sufría por la situación que atravesaba su país, trasladarse definitivamente a vivir a los Estados Unidos. En tal encrucijada, conoce a un vagabundo que se había instalado en la parte trasera de su jardín, con quien desarrolla una extraña relación de ayuda mutua. La metodología empleada por el autor, que ya había utilizado en anteriores obras, es la de una larga carta, en donde la protagonista, le va comentando a su hija ausente los avatares de la vida que sobrelleva. En esta novela Coetzee consigue hacer creíble la narración, pues ésta, a diferencia de “En mitad de ninguna parte”, se adapta a la perfección a la personalidad de la protagonista, una mujer culta, ya jubilada, que se había dedicado profesionalmente a impartir clases de latín en la Universidad.
Pero mientras espera la muerte se encuentra viva, y va registrando en ese interminable escrito, todo lo que va ocurriendo en su entorno, un entorno que como ella, parece que también agoniza, a causa de un extraño cangrejo, que sin compasión, va royendo tanto el organismo de la protagonista, como el de la sociedad en la que vive, en donde todos, a lo único que aspiran es a poder sobrevivir. Un organismo en descomposición, pero también una sociedad en descomposición, en donde sencillamente la esperanza no existe, y en donde sólo queda esperar que todo pase, a que llegue la muerte o el desmoronamiento definitivo. Pero su salvación se encontraba, en la posibilidad de poder transmitir sus últimos momentos a su hija, pero para eso necesitaba ayuda, la misma ayuda que necesitó la protagonista de “En medio de ninguna parte”, que sólo podía venir de alguien de fuera de su mundo, en este caso de un vagabundo que ya no aspiraba a nada, sólo a seguir viviendo en los laterales de una sociedad, a la que ni siquiera prestaba atención. Coetzee sigue apostando por la cooperación, por la solidaridad, como si ésta fuera, la única forma de hacer frente a la muerte, pues desde la soledad, desde el aislamiento no hay futuro posible, pues siempre nos hace falta alguien, aunque sólo sea para que nos deposite una carta en una oficina de correos.
La gran virtud de esta obra, es el estilo sostenido que mantiene desde el principio hasta el final, que queda subrayado por la credibilidad que aporta, pues nadie puede levantar la mano en esta ocasión, para acusar al autor, de prestarle más atención a la estructura que a los personajes, pues tanto una como otros, caminan de la mano. En resumen, ante todo “La edad de hierro”, es una novela redonda, en donde ni sobra ni falta nada, siendo una de esas obras, que tienen que tener un lugar asegurado en toda biblioteca que se precie.
Viernes, 8 de Febrero de 2.008
(elo.110)
LA EDAD DE HIERRO
J.M. Coetzee
Mondadori, 1.990
De vez en cuando, y como siempre cuando menos se espera, uno se encuentra con una de esas novelas, ante la que no tiene más remedio que quitarse el sombrero que nunca lleva puesto, una de esas novelas que justifican toda la mediocridad que se ha tenido que soportar, todas esas lecturas, que ni tan siquiera, han aportado una frase acertada que poder subrayar. Sí, sólo de tarde en tarde, el lector de fondo se encuentra con algo decente, que le obliga a comprender que su búsqueda ha valido la pena, que todo lo tolerado y por supuesto aguantado voluntariamente, le ha proporcionado la llave, que le ha posibilitado llegar a descubrir lo siempre esperado. Hace algunos años, leí una entrevista a un afamado poeta, en donde decía, que pese a su edad, seguía a la espera de poder pescar el poema definitivo, pues bien, lo mismo le ocurre a todo buen lector, a ese que no se conforma con la literatura digna, que cada día es más abundante (aunque cada día más anémica), sino que aspira encontrar obras que traspasen la línea que separa la calidad de la excelencia. Aspiración difícil, pero que de vez en cuando se convierte en realidad, como me ha ocurrido en esta ocasión con “La edad de hierro”, una novela que creo recordar abandoné en su momento, hace algunos años, al no encontrar en ella precisamente eso que he hallado en esta ocasión. Hasta ahora, por este interesante paseo que estoy llevando a cabo por la obra de Coetzee, sin duda alguna es lo mejor que he leído, incluso mejor que “Desgracia”, que siempre ha sido, al menos hasta ahora, su obra más emblemática.
Se trata de una reflexión sobre la muerte, de una reflexión novelada, que como siempre ocurre cuando se sobrepasa cierto nivel, alumbra otras cuestiones también de gran importancia, en este caso, la soledad y la realidad que padecía la Sudáfrica del apartheid, dos cuestiones que siempre han obsesionado al autor. La historia sobre la que se basa dicha reflexión, trata de una mujer que acaba de ser diagnosticada de padecer un cáncer irreversible, a la que sólo le queda esperar la llegada de la muerte (“la única verdad que queda”), pero esa espera la tiene que realizar sola, pues su única hija, prefirió ante la vergüenza que sufría por la situación que atravesaba su país, trasladarse definitivamente a vivir a los Estados Unidos. En tal encrucijada, conoce a un vagabundo que se había instalado en la parte trasera de su jardín, con quien desarrolla una extraña relación de ayuda mutua. La metodología empleada por el autor, que ya había utilizado en anteriores obras, es la de una larga carta, en donde la protagonista, le va comentando a su hija ausente los avatares de la vida que sobrelleva. En esta novela Coetzee consigue hacer creíble la narración, pues ésta, a diferencia de “En mitad de ninguna parte”, se adapta a la perfección a la personalidad de la protagonista, una mujer culta, ya jubilada, que se había dedicado profesionalmente a impartir clases de latín en la Universidad.
Pero mientras espera la muerte se encuentra viva, y va registrando en ese interminable escrito, todo lo que va ocurriendo en su entorno, un entorno que como ella, parece que también agoniza, a causa de un extraño cangrejo, que sin compasión, va royendo tanto el organismo de la protagonista, como el de la sociedad en la que vive, en donde todos, a lo único que aspiran es a poder sobrevivir. Un organismo en descomposición, pero también una sociedad en descomposición, en donde sencillamente la esperanza no existe, y en donde sólo queda esperar que todo pase, a que llegue la muerte o el desmoronamiento definitivo. Pero su salvación se encontraba, en la posibilidad de poder transmitir sus últimos momentos a su hija, pero para eso necesitaba ayuda, la misma ayuda que necesitó la protagonista de “En medio de ninguna parte”, que sólo podía venir de alguien de fuera de su mundo, en este caso de un vagabundo que ya no aspiraba a nada, sólo a seguir viviendo en los laterales de una sociedad, a la que ni siquiera prestaba atención. Coetzee sigue apostando por la cooperación, por la solidaridad, como si ésta fuera, la única forma de hacer frente a la muerte, pues desde la soledad, desde el aislamiento no hay futuro posible, pues siempre nos hace falta alguien, aunque sólo sea para que nos deposite una carta en una oficina de correos.
La gran virtud de esta obra, es el estilo sostenido que mantiene desde el principio hasta el final, que queda subrayado por la credibilidad que aporta, pues nadie puede levantar la mano en esta ocasión, para acusar al autor, de prestarle más atención a la estructura que a los personajes, pues tanto una como otros, caminan de la mano. En resumen, ante todo “La edad de hierro”, es una novela redonda, en donde ni sobra ni falta nada, siendo una de esas obras, que tienen que tener un lugar asegurado en toda biblioteca que se precie.
Viernes, 8 de Febrero de 2.008
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