sábado, 13 de febrero de 2016

La ley del menor

LECTURAS
(elo.331)

LA LEY DEL MENOR
Ian McEwan
Anagrama, 2014

                        De forma no habitual, antes de sentarme a escribir este comentario sobre la última novela de McEwan, he leído los anteriores que había realizado sobre otras obras del autor británico, y me ha sorprendido que en todos subrayo lo mismo, la enorme capacidad que posee para la narrativa, y que sus novelas, a pesar de la enorme calidad que poseen, en el fondo no son más que obras de entretenimiento. También me ha llamado la atención, que desde diferentes ángulos me haya llegado el mismo elogio sobre “La ley del menor”, no que se tratara de una gran novela, sino que se trate de “una novela que podía leerse de una sola sentada”.
                        Estoy convencido que cada día hay que ser más exigentes con las novelas que se leen, sobre todo con aquellas que vienen envueltas en papel celofán y con un rotulo impreso que nos dice que se trata de una obra de calidad, pues en la mayoría de los casos, éstas, no son más que obras manufacturadas, en algunos casos incluso alimenticias, que el único activo que poseen, es la de llegar firmadas por un autor de prestigio. Y digo sobre todo, porque son las que más daño hacen a la literatura. Si esta novela no hubiera estado firmada por McEwan, seguro que no hubiera llegado a tener tanta repercusión como ha tenido, y no estoy convencido de que hubiera llegado a publicarse en un país como el nuestro, al poseer escenas realmente incomprensibles, o lo que es lo mismo, al no ser una novela redonda, y hoy en día casi todas las novelas que se publican, ya que el nivel medio de los novelistas es muy alto, lo son. Sí, hoy casi todos los novelistas son capaces, por muy principiantes que sean, de realizar y presentar narraciones de un alto nivel técnico, aunque otra cuestión diferente sea que consigan aportar algo, por lo que ya no basta con pedir, con exigir, que las novelas que nos lleguen sean perfectas, sino que ofrezcan algo literariamente de valor. Y esta novela, “La ley del menor”, como también le ocurrió a las anteriores novelas del autor, no aporta absolutamente nada, por lo que es preciso desalojar a McEwan del lugar de honor que desde hace demasiado tiempo ocupa en el panorama literario europeo, a él, y a casi todos los componentes de su generación,  que a pesar de las enormes expectativas que supieron despertar, desde hace tiempo se encuentran embarrancados en un territorio que ya a casi nadie interesa.
                        La literatura de calidad, la que vale la pena ser leída, es aquella que apoyándose en un tema potente, desarrolla éste de la forma adecuada para sacarle todo el partido posible, por lo que siempre tiene que ser atrevida, exigente, a veces incluso extremista, y que más que en el público a la que va dirigida, tiene que pensar en sí misma, en alcanzar las cotas que en principio se propuso con ella el autor, lo que a la postre le garantizará los lectores que precisa, que seguro que no será ese público conformista que acoge sin protestar todo lo que les llega de esas editoriales que mantienen, de cara a la galería, un  prestigio que hace mucho que perdieron.
                        Esta novela habla de la ley, de la ley dirigida a los menores, la que tiene por objetivo garantizar el bienestar de los más indefensos, exponiendo que la legislación a pesar de estar perfectamente articulada y de estar capacitada para afrontar correctamente todos los temas, cesa en el preciso momento en que se dicta sentencia, dejando a los jóvenes indefensos, a partir de ese instante  ante la realidad que los envuelve. Parece que el autor nos quiere decir que después de las sentencias es preciso abrigar a esos jóvenes, darles cobertura para que se encuentren seguros, pues sin este apoyo, es posible que vuelvan a caer en los mismos errores de los que la propia legislación logró sacarles. Para afrontar el tema, un tema en principio potente, McEwan dibuja a una juez tan profundamente implicada en su labor que había dejado descuidada su propia vida privada, vida que se le caía a pedazos, y que a pesar de las súplicas de un joven, de un joven al que había ayudado con una sentencia, se mantuvo convencida que su misión acabó en el mismo momento en que se pronunció oficialmente sobre el caso.
                        Aunque si bien hay que reconocer que el tema y la ambientación del mismo son magníficos para desarrollar una novela, una novela incluso de altura, me da la sensación que el autor no ha sabido sacarle todo el partido exigido, posiblemente porque se ha limitado a colorear el esquema dibujado, limitándose sólo a eso, lo que puede parecer poco para el potencial presentado. Es una novela de esas que enseñan más de lo que muestran, una novela inteligente que no quedará en el recuerdo de nadie, y no quedará porque el autor no se ha atrevido a dar los pasos que la novela necesitaba y exigía, lo que a veces no es de recibo.
                        “La ley del menor” es una novela que en principio lo tiene todo, un buen tema, una buena historia y un teórico buen narrador para que hubiera sido una gran novela, pero ha fallado el narrador, que no ha sabido exprimir lo ideado de la forma adecuada, de suerte que ni tan siquiera la lectura, en contra de lo que se dice, resulta atractiva, y no lo es porque no seduce, porque carece de la tensión necesaria al deslizarse, y esto es grave, hacia donde desde un principio se esperaba.
                        Hay un problema con los escritores consagrados, y es la necesidad que tienen de regalarnos de vez en cuando nuevas creaciones suyas, sin calibrar si realmente hacen falta nuevas obras que realmente no consigan superar a las anteriores, o con otras palabras, con obras que no aportan, ni a ellos mismos,  nada nuevo. El publicar por publicar no debería estar entres sus obsesiones, pero sí seguir trabajando sin prisas, en alguna obra que pudiera resultar significativa, en nuevas creaciones que consigan mejorar las anteriores, para continuar en primera línea no por lo que escribieron hace años, sino por lo que son capaces de conseguir con la obra en la que trabajan.

Sevilla, viernes, 30 de noviembre de 2015


La isla de la infancia

LECTURAS
(elo.330)

LA ISLA DE LA INFANCIA
Karl Ove Knausgard
Anagrama, 2009

                        El tercer volumen de las memorias de Knausgard, “La isla de la infancia”, es probablemente el más flojo de los tres, pero tengo que reconocer que he leído casi sus quinientas páginas con fruición, y eso a pesar, de que apenas me interesaba lo que se desarrollaba en ellas, lo que a todas luces me ha resultado sorprendente. Del primer volumen me quedo con las dos potentes escenas que vertebraban el libro, y del segundo, sin duda, la estructura que el autor impone, pero en este, si tengo que ser sincero, no tengo nada que subrayar, salvo su forma narrativa, que obliga al lector a leer y a leer, y la credibilidad que deje en todo lo que escribe el noruego. “La isla de la infancia” narra los primeros años del autor, desde que era un bebé, hasta que entra en el instituto, por lo que está repleta de escenas de su niñez, escenas que son recordadas con todo lujo de detalles por Knausgard, sin que tal hecho, por increíble que parezca, chirríe demasiado.
            No sé si tiene razón Knausgard cuando dice que “la niñez es un estado provisional, chabolista” de la personalidad que se llegará a tener, pero de lo que estoy convencido, por experiencia propia, es que en ella se ponen los cimientos que conformarán lo que se llegará a ser, por lo que es fundamental para nuestro desarrollo. Es el suelo fértil sobre el que creceremos, por lo que el estudio de la misma llega un momento que en que resulta necesario para conocernos mejor. Pero desarrollar un relato sistemático de nuestra infancia sólo se puede llevar a cabo desde la literatura, desde la ficción, ya que lo que en el fondo queda de la infancia, por muchos datos que de ella se posean, serán siempre escenas fragmentarias, muy borrosas en casi todos los casos, y difícil de estructurar de forma creíble. Es difícil hablar del niño que fuimos, del esquema mental que definía a ese ser que durante un tiempo nos representó, aunque es posible, y enriquecedor, dejar constancia de los condicionantes entre las que se desarrolló esa persona tan alejada de nosotros, ese que fue nuestro primer antepasado. No cabe duda que Knausgard recrea su infancia a partir de determinados recuerdos, pero lo que hace sobre todo, es mostrar los obstáculos que lo condicionaron, que fueron, como nos ocurre a todos, los que le han hecho ser lo que es, y para el autor, el gran impedimento al que tuvo que enfrentarse fue la omnímoda y temida presencia de su padre.
                        Para ser sincero tengo que reconocer que en el fondo me da igual la historia personal de Knausgard, por lo que no me he puesto a leer su libro para conocer sus peripecias vitales, entre otras razones porque nada en él me llama la atención, siendo mi único interés, al acercarme a sus textos, exclusivamente literario. Y desde esta perspectiva no tengo más remedio que quitarme el sombrero, ya que el noruego demuestra, con su narrativa, la enorme capacidad que posee para conseguir con tan escasos mimbres, es decir sin una historia potente que mostrar, que sus lectores no tengan más remedio que paladear con satisfacción todo lo que encuentran en ellos. Este es el gran activo de la literatura de Knausgard, su método narrativo, un método que sin fuegos artificiales y  sin estridencias de ningún tipo, con un estilo de sorprendente sencillez, consigue con suavidad atrapar a sus lectores casi desde el primer momento.
                        Decía el autor en algún lugar, creo recordar que el “La muerte del padre”, que un buen texto literario había en todo momento que observarlo como un todo, en donde el peso de lo que se cuenta siempre tendría que quedar equilibrado con el peso del cómo se cuenta, y creo que este equilibrio lo consigue Knausgard en sus obras, ya que la intrascendencia de lo que narra, que en el fondo siempre resulta anodino, en lugar de exponerse de forma gruesa, lo hace delicadamente, sin levantar más polvo del que la historia exige. Y este hecho, aunque en principio pueda resultar extraño, extraño pues es lo contrario de lo que se suele hacer, puede que sea el secreto último de su éxito. Sí, porque posiblemente estemos demasiados cansados de historias estridentes, que casi siempre nos resultan excesivas y ajenas, contadas con un aparataje estructural también fuera de lugar, existiendo cierto interés en volver a lo cercano, a lo cotidiano,  a la monótona y pedestre realidad a la que nos guste o no tenemos que enfrentarnos cada día. El exceso de ficción, del que también habla Knausgard, nos ha creado ciertas defensas que nos hacen inmunes a tantas historias extremas y disparatadas, lo que está obligando a muchos, a darle la espalda a la novela mayoritaria que en estos momentos se publica.
                        Es posible que la novela no pueda luchar con las mismas armas que las que utiliza lo audiovisual, es posible  que el cine y las series televisivas ya le hayan ganado la batalla a la novela, pero si definitivamente la ha perdido, como creo, se debe al empeño de la novela, de los novelistas, de querer seguir combatiendo en un terreno en el que todo lo tienen perdido. La novela, en contra de lo que tanto se repite no ha muerto, lo único que tiene es que reubicarse, encontrar un terreno propio, que posiblemente tenga que convertirla en un arte minoritario, aunque la buena novela siempre ha sido minoritaria, en el que tenga que volver la mirada hacia adentro, en lugar de prestar tanta atención a lo que ocurre en el exterior.
                        Knausgard no es que sea un ejemplo a seguir, pero sí es alguien que ha comprendido la crisis de la novela, de la novela de entretenimiento que copa todas las listas de ventas, apostando por una nueva novela de análisis que a lo que aspira, literariamente, es a comprender al ser humano y a dejar constancia  de las dificultades que éste siempre encuentra en su deambular.
                        Ni que decir tiene que estoy deseando que se publiquen los nuevos volúmenes de sus memorias.


Lunes, 12 de octubre de 2015

Un hombre enamorado

LECTURAS
(elo.329)

UN HOMBRE ENAMORADO
Karl Ove Knausgard
Anagrama, 2009

                        Acabo de terminar de leer “Un hombre enamorado”, la segunda novela de las seis que componen la serie elaborada por Knausgard bajo el título “Mi lucha”. Esta novela es diferente a la anterior, ya que por carecer, incluso carece de las dos grandes escenas que iluminaron y que incluso llegaron a justificar “La muerte del padre”, pero a pesar de no poder, en principio, anotar nada resaltable, nada que me haya llamado poderosamente la atención de ella, tengo que reconocer que me ha parecido también asombrosa, de suerte que hubiera seguido y seguido leyendo, pues la literatura de Knausgard ante todo es adictiva.
                        Ni que decir tiene que la literatura con la que disfruto es aquella que dice algo, que señala de forma inteligente hacia algún lugar, la que no me deja indiferente, es decir, la que tiene sustancia. Y precisamente por ello, porque aparentemente son todo lo contario, me extraña la conmoción que las novelas de Knausgard me están provocando. En “Un hombre enamorado” el autor noruego habla de su cotidianidad, de la cotidianidad en la que se ve sumido, y del dolor que le provoca no poder dedicarse a lo único que por encima de todo le hace feliz, que no es otra cosa que escribir, que encerrarse a escribir. No es que no ame a su mujer, ni que no quiera a sus hijos, no, lo que no puede soportar es tener que dedicar la mayor parte de las horas del día a las tareas domésticas. De este conflicto que padece el autor habla la novela, pues como la anterior, es una novela autobiográfica, en la que sin tapujos, Knausgard habla de lo que ha sido su vida, una vida sin importantes problemas, hasta cierto punto anodina, al menos hasta lo que de momento ha contado, que ni de lejos puede justificar su publicación, y lo que aún más llama la atención, el extraordinario éxito que están teniendo sus novelas.
                        Pero evidentemente nada es gratuito, Knausgard escribe bien, muy bien, de forma diáfana, con la inteligencia necesaria para conseguir estructurar a la perfección un relato que en ningún momento es lineal, dando la sensación, y esto siempre resulta atractivo, que lo que realmente hace es novelar su propio diario íntimo, a lo que hay que añadir, en beneficio de los más ilustrados, que de vez en cuando se deja caer con sus concepciones literarias, que son pocas, cierto, pero que dejan claro su forma de entender la literatura. Sí, porque en contra de lo que en principio pudiera parecer, el desarrollo de la narración no es nada simple, al estar repleta de digresiones, de suerte que se podría decir que la novela en sí es una gran digresión preñada de una multitud de digresiones, lo que en lugar de entorpecer la lectura, la hace aún más atractiva.
                        Knausgard tiene razón en que estamos saturados de ficciones, ficciones que a pesar del realismo en que se exponen, de la perfección formal en que nos llegan, en todo momento saben a falsas, a productos de la imaginación, por lo que estamos sedientos de relatos, ya sean literarios o cinematográficos, que emanen verdad, verdad y ya no sólo credibilidad. Para él lo inventado en la actualidad carece de valor, interesándose por los diarios y por los ensayos, por “la parte de la literatura que no es narración”, o al menos, y esto lo digo yo, que no sean sólo narración, “la que no trata de nada, sino que sólo consta de una voz, de la voz propia, de una personalidad, una vida, un rostro, una mirada con la que uno podría encontrarse”. Y aquí creo que posiblemente se encuentre el secreto de Knausgard, la clave de su éxito, en el hartazgo que sentimos, en el aburrimiento que padecemos ante tantas creaciones, todas o casi todas perfectamente elaboradas pero que sabemos, que sentimos que son falsas, que carecen de vida porque no son verdaderas, en ésto, y por supuesto en su calidad literaria.
                        El noruego nos habla de su vida partiendo del presente para transportarnos constantemente, y de forma magistral, al pasado. Nos habla de sus hijos, de su mujer, de sus amigos, de su familia, de la necesidad que siente por escribir, ya que escribir para él es su vida, su máxima aspiración, pues gracias a la escritura podía paralizar la fluidez de la existencia y a través de la palabra escrita conseguir analizarla y tratar de comprenderla. Ésta y no otra es el objetivo, la función de los diarios, la de hacernos comprender dónde nos encontramos y cómo somos, gracias al extraño y poco natural ejercicio de traducir en palabras lo que nos ha sucedido.
                        Pero lo curioso de Knausgard, lo que llama la atención de sus novelas, es la capacidad que posee para no aburrir con sus anodinas historias, la habilidad que posee, sí la habilidad que posee para que el lector se quede embelesado, y no tire a un rincón la novela que tiene entre las manos, cuando le cuenta cómo cambia los pañales a su hija, cuando va de compras al supermercado, o cuando discute con sus mujer por algo sin sentido. Aparte de su dominio narrativo, no cabe duda que parte se debe a la credibilidad que posee todo lo que escribe.
                        Es posible que parte, que gran parte de la crisis que en estos momentos padece la novela, se deba a la saturación que de ficciones padecemos, y no por la falta de calidad de las mismas, ficciones que nos llegan precisamente como ficciones, cuando lo que nos hace falta es encontrar en lo que leemos vida, algo real,  y no productos manufacturados que lo único que en el mejor de los casos nos dicen es lo bien elaborados que se presentan.


Viernes, 28 de agosto de 2015