viernes, 31 de octubre de 2014

Bistec

LECTURAS
(elo.306)

BISTEC
Jack London
Cátedra, 1903

                        No soy un lector habitual de relatos, entre otras razones porque estoy convencido de que me han echado de ese género literario, y que me han echado los mismos autores de relatos en su empeño por esquematizar sus creaciones, en alejarlas de la vida, al basarse en esa extraña creencia, tan extendida por otra parte, de que el relato debe estar más cerca de la poesía que de la novela, o lo que es lo mismo, que debe rehuir en lo posible de lo meramente narrativo. Al parecer la consigna consiste en narrar lo mínimo para volcar todo el esfuerzo sobre el estilo, en las frases redondas, en el quiebro inesperado… El relato de esta forma se convierte en un género literario vacío, que trata de buscar su justificación en la forma, apoyándose, sólo a regañadientes, en alguna anécdota más o menos atractiva o resultona. Por ello, la mayoría de los relatos que últimamente leo me resultan insustanciales, motivo por el cual trato a toda costa de evitarlos, a pesar de estar convencido que en los tiempos que corren es el género literario, junto a la novela corta, que más  potencial de futuro posee.
                        Es posible que por lo anterior me haya llamado tanto la atención la recopilación de relatos de Jack London que acabo de leer, autor al que nunca había frecuentado, pues en ellos he encontrado todo lo contrario, historias potentes y bien contadas en poco menos de veinte páginas, algo con lo que hacía tiempo no disfrutaba. Lo que más me llama la atención es que recuerdo todos y cada uno de los relatos que he leído, algo inusual, pues cada uno de ellos, aparte de la mayor o menos calidad de los mismos, pues de todo hay, aportan una historia llena de vida, en donde la cruel relación del hombre con la naturaleza, con la realidad, queda grabada a fuego en el lector, lo que contrasta con la banalidad de las narraciones que componen la mayoría de los libros de relatos que desde hace tiempo vienen llegando a mis manos.
                        El relato que más me ha gustado ha sido “Bistec”, que habla de las relaciones existentes entre la juventud y la vejez, escenificado por un viejo boxeador, que al final de su vida profesional, se ve en la obligación de tener que pelear con un exultante joven, en lugar de por la fama, para poder pagar el alquiler que adeudaba y para llevar algo de comida a su casa.
                        La vejez, el encuentro con la vejez, es uno de los grandes y eternos temas literarios, sobre todo cuando esa vejez se manifiesta ente la insolencia de la juventud, por lo que siempre es interesante observar cómo los diferentes autores desarrollan la cuestión. Para Jack London, “la juventud siempre es joven y lo único que envejece es la vejez”. La vejez aporta experiencia, saber estar, pero poco puede hacer contra la fuerza y la vitalidad de la juventud. Ante  tal planteamiento, lógico desde la perspectiva naturalista del estadounidense, plantea una trama en donde un boxeador acabado choca contra la realidad, contra otro boxeador, deseoso de fama y dinero, que tenía veinte años menos que él, y que en un disputado combate, en donde la experiencia nada puede contra la vitalidad, acaba con las últimas esperanzas del protagonista.
                        El relato, escrito creo que magistralmente, consta de tres partes claramente diferenciadas, la primera de ellas, es posible que la más explícita y por ello la de menor valor literario, cuenta las penurias y el recorrido que realiza el protagonista al escenario del combate, en donde queda de manifiesto que es un hombre acabado y arruinado que conscientemente se encamina hacia la derrota, hacia el final de su vida pugilística. En la segunda se narra el combate en sí, que es la mejor parte de la narración, en donde el desenlace, ya que ambos contendientes desarrollan al máximo sus cualidades (uno la experiencia y el otro la fuerza de su juventud), no se resuelve hasta el último momento. Y en la tercera, en poco más de dos páginas, habla del desencanto y de la aceptación de la derrota por parte del viejo boxeador, que no sabe lo que hará a partir de ese momento.
                        Para Jack London la naturaleza es la naturaleza y poco se puede hacer contra ella, salvo luchar como si fuera posible vencerla. En este relato, que es un relato duro, de un realismo atroz, deja claro que es imposible enfrentarse contra lo inevitable, salvo, lo que también deja claro de forma implícita en sus otros relatos, morir matando, o dicho de otra forma más suave, seguir luchando aunque no se tengan esperanzas de vencer en ese combate amañado al que todos tenemos que enfrentarnos.
                        Como dije más arriba, estoy convencido que el futuro de la narrativa en los próximos años estará en  los relatos, en los relatos y las novelas cortas, ya que el tiempo de los grandes novelones de cuatrocientas páginas ha quedado atrás, entre otras razones, porque a estas alturas carecen de sentido, al no aportar nada nuevo y al no adecuarse a esta época dominada por las prisas y por las nuevas  tecnologías. Hacen falta, al menos esto es lo que creo que va a comenzar a demandarse, formatos breves, breves pero en los que impere la calidad, en donde se cuenten historias potentes y atractivas que puedan ser leídas a lo sumo en una o dos sentadas.
                        Jack London, a pesar de que su escritura es propia del siglo pasado, puede ser un ejemplo a seguir, pues en su literatura lo que predomina es la historia, subordinándose a ésta todo lo demás, y no al revés, como erróneamente sucede en estos momentos.


Sábado, 13 de septiembre de 2014

viernes, 24 de octubre de 2014

Todo lo que hay

LECTURAS
(elo.305)

TODO LO QUE HAY
James Salter
Salamandra, 2013

                        De vez en cuando, y de forma en principio inexplicable, un autor desconocido se pone de moda, de suerte que todos corremos a leerlo, pues al sólo escuchar elogios de él, dudamos si nos estamos perdiendo algo importante de verdad. Esto pasó con Modiano hace algunos años, cuando todos mis conocidos se pegaron un atracón con la literatura del francés, pues muchos de  los creían encontrarse sobre la ola hablaban maravillas de sus novelas, por lo que me vi en la obligación de leerlo sin hallar en lo que encontré nada interesante. Siempre he pensado que lo de Modiano, del que ya nadie habla, porque posiblemente ha pasado a ocupar el lugar que le corresponde, el de estar en una discreta segunda o tercera fila, fue ante todo una estrategia editorial, un fenómeno que demostró la capacidad de un editor de prestigio para poner durante unos meses a un determinado autor en el centro del debate literario. Por ello, soy reacio a todos estos interesados movimientos de la industria editorial, que de la noche a la mañana rescatan a un autor del olvido o del anonimato para convertirlo, como por arte de magia, en un novelista imprescindible. No obstante, en esta ocasión, con Salter, las recomendaciones provenían de amigos y de críticos de una credibilidad altamente contrastada, que abominan, como yo, de esas extrañas campañas publicitarias que se dedican a enaltecer a algunos autores por razones casi siempre espúreas.
                        Soy de los muchos que no sólo no había leído nada de James Salter, sino que tampoco había oído hablar de él, por lo que no sabía qué me iba a encontrar, aunque aventuraba que me toparía con un autor que desarrollaría una literatura norteamericana al uso, realista, en donde si tenía suerte una historia potente me arrastraría, aunque ignoraba dónde tendría que ubicarlo, si entre los narradores cercanos a Cheveer, a los de Roth, o a cualquiera otro de los colosos de esa literatura que tanto me interesa. En principio lo que más me sorprendió fue su agilidad narrativa, pues pronto comprendí que no podía dejar de leer y de leer, ya que múltiples pequeñas historias se desarrollaban dentro de la propia historia, como si la novela estuviera preñada y sostenida por una gran cantidad de pequeños relatos. Sí, porque “Todo lo que hay” es ante todo una novela de personajes, de múltiples personajes, todos con sus propias historias, que mediante un elaborado collage, dibuja un amplio retablo de la sociedad norteamericana de las cuatro décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la gran época americana. En este aspecto, aunque en esta novela existe un claro hilo argumental, la historia del propio protagonista, la novela de Salter me ha hecho recordar a “Manhattan Transfer” de Dos Pasos, al tratar de captar toda una época gracias a los múltiples personajes que en ella aparecen, y no sólo a través del elemento central de la misma.
                        No puedo decir que la vida de Philip Bowman, al igual que la de los muchos que se van cruzando en su camino sea apasionante, de suerte que el protagonista de la novela de Salter es alguien anodino, como por otra parte la mayoría de los mortales, que trabaja en una editorial, en los tiempos gloriosos de éstas, y del que se van contando sus avatares vitales, subrayándose sobre todo, porque casi siempre es lo más  importante que a uno le pasa, sus encuentros y desencuentros sentimentales, pero a través de los cuales se puede observar la sociedad que le tocó vivir. Salter se conforma con eso, con narrar la aburrida vida de  su protagonista y de todos los que de su mano, de una forma o de otra, van saliendo a escena, no cargando las tintas sobre ningún tema en concreto, limitándose a contar lo que les ocurre. En este sentido la novela puede resultar decepcionante para los que busquen otra cosa, sobre todo para los que aspiran a encontrar siempre en lo que leen un tema de calado, pero hay que reconocer que esa cotidianidad con la que uno se encuentra leyendo la novela, a veces, es más difícil de plasmar de lo que en principio pudiera parecer.
                        Sin duda, el punto fuerte de la novela, es el placer que se siente al leerla, la habilidad que posee el autor para no aburrir ni cansar al lector, al escaparse con cualquiera de los personajes que aparecen en escena, a los que en pocas páginas logra describir y contar la historia que lo envuelve, aunque después, éste,  no vuelva a aparecer en toda la narración. Es una de esas extrañas novelas en la que de vez en cuando, es conveniente tener que parar la lectura para saborearla mejor, pues posee la adictiva facultad de absorber por completo al que se sumerge en ella, lo que posibilita que, pese a su grosor, pueda leerse en sólo dos o tres sentadas.
                        No obstante, para ejercer un poco de “mosca cojonera”, he echado en falta, al pensar en la novela después de leerla, algo más que la yuxtaposición de las múltiples situaciones vitales que se narran, un nexo común y potente entre ellas, pues da la sensación de que todos los personajes que aparecen son meros navíos que han zarpado de puerto pero que no saben en realidad  hacia dónde se dirigen, o que a lo único a lo que aspiran es a afrontar la travesía a la que se ven arrojados de la forma más confortable posible. En este contexto la novela es demasiado norteamericana, en donde el objetivo es sobrevivir de forma aceptable, siendo la estrategia más adecuada para ello la de adaptarse a las circunstancias que cada cual se  vaya encontrando.
                        “Todo lo que hay” es una de esas novelas que obligan a quien acaba de leerla a buscar otras obras del autor, con la esperanza al menos de poder hallar en ellas más de lo encontrado. Lo curioso del tema, es que esta novela es la última escrita por el autor  después de casi treinta años sin publicar nada, por lo que no tengo ni idea de cómo son ni de que tratan sus anteriores obras, por lo que interés de acercarme a ellas se acrecienta.


Sábado, 5 de junio de 2014

jueves, 16 de octubre de 2014

La gran estafa

LECTURAS
(elo.304)

LA GRAN ESTAFA
Alberto Garzón Espinosa
Destino, 2013

                        Después de leer este texto, un texto fácil de leer pero en el que se señalan varias ideas esenciales para comprender lo que está ocurriendo y lo que tiene que suceder, la opinión que tenía sobre Alberto Garzón ha mejorado significativamente, pues ya no es sólo el político joven con el que Izquierda Unida, o el Partido Comunista, trata de refrescar su imagen ante una franja del electorado que se le está escapando de las manos, sino alguien con fundamentos claros que puede aportar más de lo que esperaba a la izquierda, o lo que es lo mismo, que Alberto Garzón va más allá de ser la esperanza blanca electoral de futuro para esa formación política. Creo que la izquierda clásica de este país, la que gravita en torno al Partido Comunista, desde hace tiempo, se encuentra atorada en sus propios discursos y en sus propias cuitas internas, lo que ha acabado por generar formaciones con estructuras altamente burocratizadas que lógicamente se han quedado sin bases y a las que la ciudadanía  sólo suele votar por inercia, de suerte que sus mejores elementos, esos que las mantenían en vanguardia, han preferido alejarse de ella, manteniendo ante la misma una distancia crítica considerable. La izquierda a la izquierda de la socialdemocracia lleva bastante tiempo inoperante, viviendo de las rentas en un régimen endogámico que la mantiene aislada de la sociedad después de haber conseguido un modesto lugar bajo el sol, en torno al diez por ciento del electorado, con el que al menos hasta ahora, ha parecido conformarse.
                        Pero de forma inesperada han acaecido una serie de acontecimientos, como la estruendosa aparición del fenómeno “Podemos”, que sin duda, tenga el recorrido que estos “descamisados” logren imprimir a esa aún embrionaria formación, han conseguido agitar las aguas de esa estancada y satisfecha izquierda, que está comenzando a reaccionar, sorprendida, ante lo que no esperaba. Lo peor que a la izquierda le puede suceder es que se encuentre cómoda en la vida institucional, tal como le ha venido sucediendo hasta la fecha a Izquierda Unida, pues ello implica que se vea en la obligación de tener que medir en todo momento sus discursos, y lo que es peor, dejar de  sintonizar con lo que está sucediendo en la calle. Una de las cuestiones que me llamaron la atención, desde un primer momento, de los dirigentes de esa nueva formación de la que no dejamos de hablar, es que llaman a las cosas por su nombre, que sin pudor, por ejemplo,  se autocalificaran de comunista y que tratan de abordar temas, que la izquierda institucionalizada trataba de ocultar, dando rodeos y rodeos sin  llegar nunca a ninguna parte. Este es uno de los motivos por el que me ha gustado el libro de Alberto Garzón, porque lejos de ocultarse bajo la sombra de lo correcto, dice lo que tiene que decir, “sin pelos en la lengua”, realizando un análisis de lo sucedido, para después apuntar lo que según él hay que hacer para salir de la actual situación.
                        Sin medias tintas, el problema de fondo para Alberto Garzón no son los políticos, ni los sacrosantos mercados, ni las instituciones, ni tan siquiera la legislación existente, el problema para él sencillamente es el capitalismo, el capitalismo extremo que padecemos, un entramado ideológico que todo lo reduce a la mera rentabilidad económica, que desde que ejerce su hegemonía sin encontrar oposición, ha logrado secuestrar a la democracia. El sistema democrático, con sus representantes e instituciones, en el mejor de los casos hace lo que puede, que como se demuestra es poco, de ahí su descrédito, pues el poder real, en contra de lo que se nos dice, el del dinero, el de los grandes capitales y el de las finanzas, no se encuentra bajo su control, ya que de forma dislocada vive autónomamente sin importarle para nada las sociedades sobre las que opera. Para él, por tanto, la crisis que padecemos es estructural y no como se nos quiere hacer entender, pues el capitalismo, después de desprenderse de los lazos que lo ataban ya sólo piensa en sus intereses, los de multiplicar sus beneficios sin importarle los perversos efectos sociales que puedan acarrear sus actuaciones. Por este motivo, por el bien de todos, quiere decir Alberto Garzón, ya no basta con poner parches ni remedios parciales que sirvan para taponar momentáneamente una de las múltiples vías de agua existentes, pues lo que hay que buscar, por lo que hay que trabajar, es por encontrar soluciones estructurales para poner fin a este periodo de dominio absoluto del capitalismo, para lo que es necesario crear y articular una nueva hegemonía que ponga en su centro al ser humano, a los ciudadanos, lo que sólo se podrá conseguir mediante amplios consensos que consigan acabar con esta locura que padecemos.
                         Por lo que aboga el joven diputado malagueño es por rescatar la democracia, con objeto de que mediante ella, la ciudadanía vuelva a recuperar el control de la situación, en donde el Estado, en lugar de limitarse  sólo a “verlas venir”, como desde hace tiempo viene sucediendo, o de actuar como mero títere de lo que se acuerde en opacos cenáculos en actitud claramente colaboracionista, vuelva a intervenir de forma activa y decidida, poniéndose al servicio de los intereses de la inmensa mayoría de los ciudadanos.
                        Lo que parece evidente es que así no se puede continuar, que se hace un esfuerzo para recuperar las riendas, para que todo sencillamente vuelva a su lugar, o las dinámicas devastadoras que emanan del capitalismo extremo nos conducirán al colapso, al colapso social y al colapso ecológico. El dislate de las desregularizaciones, el de “la ley de la selva”, tiene necesariamente que abrir las puertas de un nuevo escenario, en donde desde el Estado, desde un Estado democrático, se marquen las pautas a seguir, no olvidando nunca que las necesidades y las aspiraciones del ser humano en todo momento tiene que estar en el centro del sistema.
                        Después de leer este texto, no tengo más remedio que subrayar, como también lo hace Garzón, aquello de “Socialismo o barbarie”, o lo que decían otros, lo de que “el futuro será socialista o sencillamente no será”, pues sólo desde un mundo regulado por el Estado, repito que controlado democráticamente, se podrá afrontar el futuro con un mínimo de optimismo.


Viernes 13 de junio de 2014