domingo, 29 de agosto de 2010

El perdedor radical


LECTURAS

(elo.198)

EL PERDEDOR RADICAL

Hans Magnus Enzensberger

Anagrama

No hay dudas de que nuestras sociedades, en lugar de encaminarse hacia su perfeccionamiento, como siempre nos habían prometido y siempre habíamos creído, echando mano de los mecanismos tendentes a intentar superar sus contradicciones internas, parecen que poco a poco se empeñan en todo lo contrario, como si hubieran arrojado definitivamente la toalla y aceptando su incapacidad para hacer realidad el sueño de hacer posible unos marcos de convivencia más justos y más libres en donde la exclusión, si bien con dificultad, pudiera con el tiempo ser erradicada.

Vamos a peor, siendo ésta la convicción que poco a poco se va apoderando de todos, independientemente a que se pertenezca a una determinada clase social o a otra, lo que está obligando, a que cada cual intente “buscarse la vida por su cuenta”, sin confiar mucho, por no decir nada, en la cobertura que hasta hace poco proporcionaba el Estado. Sí, vamos a peor, observando cómo lentamente se van derrumbando o desmantelando todas las conquistas sociales que definían con nitidez a nuestras sociedades, sin que hagamos nada, porque nos han convencido que todo esfuerzo resultará inútil, con objeto de poder sostenerlas o reinventarlas, a pesar de que tal hecho se presenta como una involución histórica, como un paso atrás de la humanidad que con toda seguridad dentro de poco tiempo, cuando esta tormenta que nos acorrala pase definitivamente, no tengamos más remedio que arrepentirnos de todo los que no hemos hecho.

Nos encaminamos hacia una sociedad débil, dominada y gestionada por un Estado débil, centrado sobre todo en cuestiones tendentes al mantenimiento de la legalidad, sin tener que gastar energías en otras cuestiones que dicen no tienen que interesarle, hacia una sociedad en la que cada cual, sin ayudas, tendrá que ser responsable de su propia existencia. Para algunos, el papel del Estado ha sido excesivo, al haberse inmiscuido en asuntos que no le incumbían, estando ahí, precisamente el origen de la precaria situación que padece en la actualidad. Por ello, para los que piensan así, que son los que menos necesitan al Estado, éste debe reestructurarse y centrarse, olvidando su afán omnímodo, en las cuestiones que realmente deben preocuparle, para que de esta forma, la sociedad, pueda recobrar la vitalidad que el Estado desde hace bastante tiempo le viene usurpando. Se afirma que el Estado, gracias a su labor ortopédica, ha creado ciudadanos frágiles, que en lugar de creer y apostar por su propia voluntad, se han apoyado en los instrumentos que gentilmente le proporciona el propio Estado para llevar una saludable vida en la retaguardia lejos del fragor del campo de combate. Los que opinan de esta forma, al parecer desean, que se vuelva a constituir una sociedad, en donde en principio la voluntad y la libre determinación de cada ser humano, sin ingerencias externas, sea la que en último término determine su posición, y en la que los parásitos sociales, amparados por el propio Estado, pasen a mejor vida. Propugnan, por tanto, una sociedad vitalmente fuerte, en la que cada cual tenga que enfrentarse a su realidad de la mejor forma que pueda, pues sólo de esta forma, se podría superar la situación que padece Occidente en la actualidad, que le impide ejercer el liderazgo, que perdió hace años, y que tanto necesita la humanidad.

Bien, el planteamiento o los planteamientos anteriores, hablan precisamente de lo poco que ha evolucionado el liberalismo en los últimos tiempos, pues sigue, a pesar de todo lo que ha llovido, proporcionando las mismas recetas de siempre. El problema, al menos para los que no creemos que los dogmas liberales sean los más adecuados, al estimar que pueden resultar de una toxicidad extrema, es que las circunstancias actuales, pueden hacer posible que se impongan precisamente en las sociedades que siempre se han negado a recibirlos con los brazos abiertos.

La crisis económica provocada por el estallido de la burbuja financiera neoliberal, en lugar de poner en jaque a esa ideología y por extensión al capitalismo más radical, paradójicamente está sirviendo para que se pongan en práctica sus postulados, ya que en lugar de analizarse, como era de esperar, el papel jugado por el capital y de los instrumentos de los que se sirve, se ha pasado a evaluar con lupa el coste de las estructuras sociales que hasta la fecha, han impedido que el naufragio del capitalismo sin frontera llegara a mayores. Sí, pues parece, aunque resulte incomprensible, que los últimos culpables de la crisis son las clases populares y las estructuras estatales que tratan de salvaguardar al grueso de la sociedad, y no, la mala gestión de la globalización capitalista, de la globalización negativa, que ha sido la que ición ha estado a punto de hundir la economía, la economía real del mundo.

La situación es la que es, y el nuevo fantasma que recorre Europa, es el de la desregulación, lo que puede convertir a nuestras sociedades en un marco en el que “El sálvese quien pueda”, se convierta en la consigna a seguir, aunque siempre, maquillada con conceptos tan manipulables como el de la libertad y el de la rentabilidad.

En éstas estábamos cuando ha caído en mis manos un pequeño e irregular trabajo de Hans Magnus Enzensberger, “El perdedor radical”, en donde se habla precisamente de una de las consecuencias que pueden provocar esas sociedades abiertas con las que sueñan muchos de nuestros líderes de opinión, la de llenar los márgenes, cada día más amplios de nuestras sociedades, de perdedores, de personas que en ese todos contra todos, tiren la toalla y se retiren a lamerse las heridas recibidas a un lado de la contienda permanente en la que se pueden convertir nuestras sociedades, con la esperanza únicamente depositada en poder vengarse a la primera oportunidad que encuentren, de los que lo han convertido precisamente en eso, en unos perdedores sin posibilidad alguna de redención. El ensayista alemán, en este breve trabajo, por extensión compara a estos perdedores con los militantes islamistas, que representan para él, el fracaso del islamismo con respecto a las otras civilizaciones existentes, fracaso que les conduce a acciones trufadas de un nihilismo, que a pesar de la repercusión mediática que suelen obtener, sólo conducen a un aumento de su aislamiento internacional.

El perdedor radical en Occidente, al carecer de una ideología que lo ampare o lo sociabilice, sólo puede hacer, en el fondo, lo mismo que el militante fundamentalista islámico, realizar actos aislados, como destrozar todo lo que encuentre a su alrededor, o entre otras cosas, matar a su vecino o a la que había sido su mujer, actos que en el fondo, sólo servirán para llevar las páginas de los periódicos, o los titulares de suceso de algún informativo radiofónico o televisivo, medios siempre ávidos de noticias de este tipo.

Pero lo que más me ha sorprendido del texto, ha sido la actitud mantenida por el propio autor, que después de analizar la cuestión, creo que de forma adecuada, se conforma con decir, que en el fondo la culpa es del perdedor, que en lugar de comprender que el problema es suyo y no del otro, con el que se compara, sigue pensando, de forma desesperada, que la culpa de todos los problemas que padece la tienen los demás. Imaginaba que Enzensberger, después del análisis que realiza, que es correcto, abogaría para atajar el mal por la potenciación de los instrumentos de inserción existentes, con la intención de que la profunda brecha entre los que se consideran unos triunfadores y los que por el contrario, están convencidos que han sido apartados de la senda común siga acrecentándose. En fin, como dije hace poco, no basta con realizar buenos análisis, es fundamental aportar alternativas viables que nos aleje de la inercia de lo inevitable.

Domingo, 4 de julio de 2010

domingo, 22 de agosto de 2010

El País del miedo


LECTURAS

(elo.197)

EL PAÍS DEL MIEDO

Isaac Rosa

Seiz Barral, 2008

Después de esta novela, diferente en todos los sentidos a “El vano ayer”, sigo manteniendo, en lo esencial, la misma opinión que tenía de Isaac Rosa, la de alguien dotado, muy dotado para la narrativa, pero que no llega atraparme debido al tratamiento que le da a las historias que desarrolla.

En contra de lo que esperaba, en esta ocasión afronta un tema que nada tiene que ver con la historia más o menos reciente de nuestro país, que es en el que se había especializado en sus anteriores novelas, sino que intenta profundizar en una cuestión de indudable actualidad, la del miedo que padece el hombre de nuestro tiempo ante lo que desconoce. El miedo, el temor ante lo que no se consigue controlar pero que de forma sigilosa vive junto a nosotros, y que en un momento dado, si por desgracia se producen una serie de circunstancias, puede hacer que nuestras vidas se modifiquen de forma radical, o lo que es lo mismo, de la fragilidad de la existencia que llevamos, que parece que se desarrolla en extraño equilibrio, rodeada y amenazada por infinidad de peligros. Pienso que en esta novela, el autor trata de poner el dedo en la llaga, sobre un hecho evidente, el de que la estabilidad y la prosperidad que se ha alcanzado, se asienta sobre un peligroso campo minado, que en cualquier momento, por un mal paso, puede estallar destrozando no sólo nuestras vidas, sino todo lo que se encuentra a su alrededor. El problema, al menos a mí me lo parece, aunque también creo que al propio autor, es que la situación que se aporta en la novela, el de la defensa, aunque sea de forma violenta de nuestro mundo, puede que en lugar de una solución, sea lo que con el tiempo acabe realmente con él.

Isaac Rosa cuenta la historia de una pequeña extorsión, la que realiza un adolescente a un compañero de instituto, que por una serie de circunstancias se convierte en un continuo chantaje al padre de ese mismo adolescente, que acaba, cuando comprueba que nada puede hacer por las buenas o mediante los instrumentos legales que tiene a su disposición, con la utilización de la fuerza, de la fuerza bruta para erradicar el problema. Estos hechos sin importancia, que le pueden ocurrir a cualquiera, también pueden ser, como creo que es, una imagen de lo que a pequeña escala le está comenzando a ocurrir a Occidente, a nuestro mundo desarrollado, que hace un tiempo empezó a pagar un sin número de pequeños chantajes, que aún afortunadamente puede soportar, pero que con seguridad, llegará un momento, con todo lo que ello puede significar, que tendrá que comenzar a utilizar la fuerza, para acallar todas las voces, tanto desde su interior, en donde el cuarto mundo crece sin descanso, como desde fuera de sus fronteras, que le acusan de ser el causante de todos sus problemas, y que por ello, por obligación, tiene que hacerse cargo de todas las facturas que se le presenten. Esa violencia que Occidente tendrá, si las cosas siguen como hasta ahora, que llevar a cabo, con toda seguridad le conducirá a un enroque defensivo, que sin duda alguna certificará el principio de su fin.

El protagonista de la novela es alguien civilizado, con una vida apacible, una persona que sopesa antes de dar un paso todas las consecuencias que tal movimiento podrían ocasionar, que cree en la eficacia de los equilibrios, en la justicia y en la ley, que sueña con una vida apacible en donde todo vaya cuadrando de la mejor forma posible. Es un individuo que se parece casi milimétricamente a la sociedad en la que vive, de suerte que podría decirse que se trata de un hijo modélico de la misma. Pero todos, o casi todos los que observan desde cerca de ese individuo, en un abrir y cerrar de ojos, lo calificarían como alguien débil, que evidentemente no merece la posición que ocupa. El hombre de nuestro tiempo es un ser débil, civilizado pero débil, que se apoya en las estructuras sociales que ha encontrado y que ha perfeccionado, para dedicarse a vivir de la mejor forma posible, despreocupándose de cuestiones secundarias como todas las referentes a la intendencia. Así son también, y así son vistas por todos los que no pertenecen a ella nuestras sociedades, que a pesar de presentarse como modélicas, presentan rasgos que delatan su fragilidad. La complejidad a la que han llegado, con alambicadas estructuras diseñadas para que todos los que vivan en su seno se sientan satisfechos, la convierten en lentos mastodontes con dificultades evidentes de movilidad, que le impiden rediseñarse a la velocidad que exigen los cambios, a veces vertiginosos, que se producen a su alrededor, y que la dejan impotente a la hora de afrontar problemas en principio fáciles de solventar. Nuestras sofisticadas sociedades de derecho se encuentran en peligro, y no hacen nada pese a ser conscientes del problema o de los problemas que padecen, para hacer frente al eminente asalto de los bárbaros que se acumulan dentro y fuera de sus fronteras, deseosos de participar en el festín en el que creen que permanentemente vivimos los que nos encontramos en esta orilla, y no hacen nada, en parte porque en el fondo están convencidas, que se haga lo que se haga, ese proceso que ya ha comenzado resultará inevitable.

Dije al principio que la obra de Isaac Rosa, pese a sus innegables cualidades, y también por los magníficos temas que elige, que nunca podrán considerarse banales, no llega a atraparme como me gustaría, y eso con toda seguridad se debe, al tratamiento que le aporta a las historias que presenta. En este caso, no se dedica como hizo en “El vano ayer”, a desplegar una asombrosa y atractiva estructura, sino que de forma lineal y con un lenguaje en mi opinión demasiado frío, más propio de un ensayo que de una novela, va desarrollando la trama, de forma que, en ningún momento busca la sintonía con el lector. Esto último me parece bien, ya que en esa complicidad muchos autores, consiguen un éxito que no merecen, pero la frialdad de Rosa creo que lo aleja más de la literatura de lo que en principio él mismo podría imaginar, lo que tampoco veo mal si no fuera por el hecho de que esa estrategia narrativa, independientemente a lo interesante que resulte, le impide sacar todo el jugo que los temas que trata podrían aportar.

Martes, 22 de junio de 2010

lunes, 16 de agosto de 2010

El viejero del siglo


LECTURAS
(elo.196)

EL VIAJERO DEL SIGLO
Andrés Neuman
Alfaguara, 2009

Sí, en su momento me enteré que Andrés Neuman había ganado el Premio Alfaguara de novela con “El viajero del siglo”, pero no le presté demasiada atención al hecho. Posiblemente obré así, porque lo que había leído de él, “Una vez Argentina” y “Bariloche”, aunque tengo que reconocer que esta última novela sí me sorprendió, sobre todo por su sobrecogedor final, no me hacía presagiar que la obra en cuestión me pudiera interesar. Pensaba, en fin, que se trataba de una novela, que como otras muchas, siempre estaría ahí, en los estantes de cualquier biblioteca pública, o en poder de algún amigo, una de esas novelas, con las que inevitablemente tropezaría cuando menos lo imaginara, y de la que, para ser sincero, no esperaba gran cosa. Pero hace unas semanas me llamó la atención que Neuman había conseguido, gracias a la misma novela, el Premio de la crítica, sin duda el más prestigioso de los que se otorgan en nuestro país, a pesar de que competía con obras de indudable valía, como contra la última novela de Antonio Muñoz Molina. Esta noticia, que me cogió por sorpresa, sí me obligó a anotar en la agenda el título de la novela, para leerla en la primera ocasión que se presentara.
Una vez comenzada la lectura, pues la novela no tardó en caer en mis manos, comprendí que me encontraba ante un texto no esperado, de una calidad sorprendente y que posiblemente por eso, y por la ambición del proyecto, se diferenciaba y mucho de las obras anteriores del autor, así como de lo que habitualmente se suele publicar. Lo primero que me llamó la atención fue la evolución literaria de Neuman, que ahora sí, se presenta como uno de los escasos novelistas de habla castellana que necesariamente hay que seguir.
“El viajero del siglo” es una novela que no es fácil de leer, lo que suele ocurrir con cierta literatura de calidad, pues tanto la trama como el estilo empleado para su desarrollo no la convierten en una novela accesible, lo que imagino, pese a que el autor posee cierto prestigio, habrá impedido que la novela se haya vendido y leído como se merece. Pero intentaré ir por parte. Andrés Neuman, desde hace tiempo, es considerado por muchos como uno de los novelistas con más proyección de nuestra lengua, pero parecía que se encontraba estancado, que no se atrevía a dar el paso necesario para presentar una novela que se adecuara a dichas expectativas, y que perdía el tiempo presentando poemarios o libros de relatos que a pocos le podían interesar. De hecho, para muchos, entre los que me encontraba, el joven autor de origen argentino parecía que se había apagado definitivamente, pero cuál no ha sido mi sorpresa, cuando me he encontrado con esta novela, que me ha demostrado que no estar constantemente en los medios, dando que hablar y hablando sobre lo divino y sobre todo de lo humano, como hacen la mayoría de los que se dedican al oficio literario, no significa, al menos no necesariamente, como ha ocurrido en este caso, que en lugar de acabado, el autor haya estado trabajando y trabajando para intentar aportar un trabajo de innegable calidad. Pero lo anterior tiene más significado en el caso de Neuman, pues a pesar de su juventud, el autor se encontró en un momento de su vida con todas las puertas abiertas, y sólo tenía que introducirse por alguna de ellas, por la que quisiera, publicando una novela cada dos años, lo que le hubiera permitido estar de forma constante en el candelero, para así disfrutar de una fama y de unas remuneraciones, que sin duda, le hubieran permitido vivir sin problemas de la literatura. Neuman, sorprendentemente, en lugar de tirar por donde todos tiran, por el camino de la derecha, ha preferido explorar otras posibilidades, mucho más complejas y arriesgadas, lo que demuestra que es alguien interesado de verdad en la gran literatura, a pesar de que tal actitud, sin duda lo convertirán en un escritor minoritario, de esos que sólo aprecian los buenos amantes de la literatura.
“El viajero del siglo”, repito, no es una obra de fácil lectura, de esas de trama previsible y de lenguaje casi coloquial, sino una novela extraña, anormal para la época en que vivimos, en donde se habla de multitud de temas, la mayoría, a pesar de que se desarrolla en el siglo XIX, de innegable actualidad. Un viajero, el protagonista, que nunca habla de su pasado, llega a una pequeña ciudad alemana con la intención, antes de emprender de nuevo su camino, de pasar sólo unos días en ella, pero se encuentra con que tiene que prorrogar día tras día su marcha, sobre todo, porque había conocido a un insólito organillero y a una mujer con la que mantiene una ardorosa relación amorosa, a pesar de que estaba comprometida con uno de los hombres más poderosos de la ciudad. A lo largo de la novela, se desarrolla de forma implícita el tema de la necesidad de estar siempre en movimiento para evitar el estancamiento y la mediocridad, siendo esa la única vacuna para evitar el provincianismo, enfermedad que padecían mucho de los personajes de la historia.
La novela se puede dividir en tres partes, perfectamente maridadas entre sí, la relación del protagonista con el organillero, en donde se demuestra que también se puede ser libre sin moverse de un determinado lugar, siempre y cuando se viva alejado de cualquier servidumbre; la relación amorosa entre los dos personajes esenciales de la novela, en la que se produce un conflicto entre la estabilidad y el afán de estar siempre en movimiento, o lo que es lo mismo, entre el acatamiento de las normas, aunque fuera de forma hipócrita, y el sentirse libre de las mismas, que acaba de la única forma posible, con la aceptación por cada cual de su destino, y por último, las civilizadas tertulias, que sobre los temas de actualidad se llevaban a cabo en la casa del padre de Sophie.
He repetido en varias ocasiones, que no se trata de una novela al alcance de todos los públicos, lo cual es cierto, pero también lo es, que es una aventura literaria a la que no todos los autores pueden enfrentarse, pues hace falta para desarrollarla de forma adecuada unos conocimientos, y no sólo me refiero a los narrativos, que hoy por hoy le están vedados a la mayoría de los que se dedican a esto de escribir.
“El viajero del siglo” es una novela sorprendente que pone de nuevo en órbita a un autor, que por su edad, con toda seguridad aportará grandes obras al desolado y anémico panorama literario que padecemos, obras literarias que elevarán el listón de la literatura de calidad de nuestro país. Creo, después de lo leído, que no hay más remedio que quitarse el sombrero ante Andrés Neuman.
Jueves 10 de junio de 2010

sábado, 7 de agosto de 2010

La marcha Radetzky


LECTURAS
(elo.195)

LA MARCHA RADETZKY
Joseph Roth
Edhasa, 1932

Con motivo de La Feria del Libro, Diario de Sevilla sacó un interesante suplemento, en donde diferentes autores recomendaban una novela, sorprendiéndome que entre los mismos se encontrara Rafael Chirbes, alguien que si por algo se caracteriza, es precisamente por evitar cualquier tipo de protagonismo. El valenciano habló de una novela, “La marcha Radetzky”, que según él, además de ser la mejor novela de Roth, de Joseph Roth, se trataba de un texto imprescindible para comprender la gran literatura centroeuropea. Ni que decir tiene, que con rapidez me hice con la novela, como si hubiera estado esperando, que alguien de la talla de Chirbes, a quien desde que leí su novela “Crematorio” admiro y trato de seguir, me señalara con el dedo al escritor de origen judío, al que deseaba acercarme desde hacía tiempo.
No suele gustarme de manera especial la novela histórica, sobre todo la que se hace y triunfa en la actualidad, pero cuando una obra literaria tiene calidad, no puede admitir ningún tipo de calificativo que trate de etiquetarla, ninguno, como le ocurre a esta novela, que trata, desde los avatares de tres generaciones de una misma familia, los Trotta, de dibujar la decadencia en la que se encontraba sumido el Imperio Austrohúngaro en los años anteriores al gran estallido bélico, que todos esperaban como inevitable, y que acabó certificando la defunción del mismo.
Cuando hace algunos años leí las memorias de Stefan Zweig, “El mundo de ayer”, me sorprendió la nostalgia que desprendía aquella obra por un mundo que carecía de sentido, extemporáneo y elitista, que de forma extraña parecía darle la espalda al advenimiento de la modernidad, al igual que me ha llamado la atención, el hecho de que Joseph Roth, se convirtiera al catolicismo por fidelidad a una monarquía a la que admiraba. Esto último me ha resultado más incomprensible aún después de leer la novela, pues en el paisaje que en ella se dibuja, poco es lo que cabría calificar de edificante. Roth parece que conocía a la perfección los problemas que padecía la sociedad en la que vivía, no parándose como en su momento hizo Zweig en los aspectos positivos de la misma, sino que por el contrario, se dedica a dejar constancia de las patologías que la aquejaban, dejando a sus lectores la sensación, que el derrumbe de la misma, en el fondo no fue más que un suicidio, ya que poco se hizo, por parte de los que podían hacer algo, para atajar todo aquello que la estaba estrangulando. El Imperio Austrohúngaro era un conglomerado político anacrónico, vertical, que se basaba en una burocracia mastodóntica y en un ejército numeroso y de opereta, en el que convivían diferentes pueblos, en los que el bacilo del nacionalismo encontró acomodo, y en el que existían enormes diferencias sociales, hecho que facilitó la expansión de las teorías socialistas entre las clases más populares. Ante tal decorado, se unía, para que todo resultara más explosivo, el acartonamiento de la clase política, que en lugar de afrontar los problemas que se le presentaban, posiblemente al estimar que resultaba inevitable, se dedicó a esperar que todo se consumara. Desde hacía tiempo el Imperio, el muy católico Imperio centroeuropeo, se presentaba como una estructura política fuera del tiempo histórico, pareciéndose a un envejecido y solitario dinosaurio, que sólo esperaba su muerte por inanición para que pudiera ponerse el punto y final definitivo a una época, que a un Estado eficaz siempre pendiente de las preocupaciones de su ciudadanía. Tenía que explotar, y eso todo el mundo lo sabía, para que por fin, la modernidad, ese nuevo periodo que pacientemente esperaba, se implantara de forma definitiva en el viejo continente.
Lo que me resulta extraño, muy extraño, es la nostalgia con que algunos han recordado la vida bajo aquel Imperio, algo asombroso, a no ser, que se perteneciera a la burguesía de la época, a una burguesía siempre pendiente de los oropeles y del “saber estar” de la corte, pero ciega a la realidad social que bullía bajo los decorados del imperio. También me resulta curioso, el intento que otros realizan, para buscar y encontrar similitudes con “ese estar ciego de la época” ante todo lo que sucedía y la euforia que se ha vivido en Occidente durante estos años de abundancia, sin que nadie prestara atención a lo que sustentaba tal expansión, aunque creo, después de lo visto, que el estallido de la burbuja en la que hemos vivido dislocados, no le va a abrir la puerta a ningún nuevo periodo histórico, como la desaparición del Imperio Austrohúngaro posibilitó.
“La marcha Radetzky” es una gran novela, de las que ya no se hacen, de una solidez desacostumbrada que va generando la trama de forma natural, sin que el lector tropiece con elementos impostados o de mero relleno. Es una novela, de esas que uno comprende que sólo pueden llevarla a cabo autores con fundamentos contrastados, de los que parecen haber nacido sólo para ser novelistas de altura. Para colmo, independientemente a su calidad literaria, que la tiene, es esencial, como sólo puede ocurrir con las grandes novelas, para comprender desde la vida, lo que en realidad acaeció en un momento histórico determinado, pues la historia, desde la frialdad de sus conceptos, sólo nos puede aportar un acercamiento a lo que ocurrió, al tiempo que demuestra su incapacidad para zambullirse por entera en lo que se esconde detrás de ellos.
En el lector quedarán imágenes que difícilmente se le olvidarán cuando recuerde la novela, como la muerte del protagonista, avanzando hacia el pozo en busca de agua al ritmo de la marcha Radetzky, o la discusión que se genera cuando llega la noticia del asesinato del príncipe heredero al trono en Sarajevo, sobre la necesidad o no, de celebrar la fiesta que con tanto interés se había preparado, en donde queda de manifiesto la disparatada Torre de Babel en que se había precipitado el Imperio.
Me hacía falta leer una novela de tales características, una novela “bien aliñada”, con todos sus elementos, y con una estructura y con un estilo que se acoplan a la perfección a la historia que se intenta narrar. Un auténtico placer perderse con ella durante largo fin de semana.

Martes, 25 de mayo de 2010