
LECTURAS
(elo.169)
EL FACTOR HUMANO
John Carlin
Seix Barral, 2.008
En una charla informal con unos amigos, con los que había quedado sólo para tomar café, uno de ellos me dijo que acababa de leer “Desgracia” de Coetzee, y que le había impresionado la forma de escribir del sudafricano, la sencillez con la que trataba, estilísticamente hablando, un tema tan duro como el que afrontaba. Me comentó también, que esa sencillez en el lenguaje, denotaba un domino del mismo al que pocos autores podían acceder, pero que no estaba de acuerdo, que no podía estar de acuerdo con la tesis de la novela, pues el peaje que el autor imponía a sus personajes, para que estos pudieran seguir viviendo en Sudáfrica, difícilmente nadie lo podría afrontar, por el elevado coste del mismo. Le dije, que en mi opinión, Coetzee era uno de los grandes autores vivos, y que el Nobel que se le concedió hace unos años, en contra de lo que suele ocurrir con ese premio, resultaba realmente merecido, y que sólo por “Desgracia”, aunque no sólo por esa novela, merecería tener un hueco entre nuestros autores preferidos, y que por supuesto no estaba de acuerdo con la opinión que tenía, mi amigo no Coetzee, sobre el trasfondo del libro. Claro que el coste de dicho peaje resultaba elevado, como también lo fue el que tuvieron que soportar, durante muchísimos años, la población negra de ese extraño y lejano país, que fue tratada como una subespecie humana, sin ningún derecho y siempre a merced de una minoría de individuos, que no sólo se creían los dueños de un territorio, sino también, por su superioridad racial, de la vida de todos los que tenían un color diferente al que ellos poseían. Pero claro, “Desgracia” es una novela, y el autor, por ese motivo, se puede permitir licencias que en muchas ocasiones la realidad no se puede permitir, aunque a veces, el arte, la creación artística tiene o puede tener la virtud, de señalar hacia lo que en verdad debió acontecer. Sí, porque Sudáfrica, como a otro nivel ocurre con España, es un modelo de transición política a la democracia digna de estudio, sobre todo, porque en contra de lo que se esperaba, no se produjo esa venganza que todos vaticinaban, pero en donde tampoco se llevó a cabo el arrepentimiento que muchos merecía y necesitaban. No, se optó y se consiguió eso que eufemísticamente se denomina “pasar página”, con objeto de conseguir, sin derramamiento de sangre, y por supuesto sin cambios estructurales profundos, la tan anhelada, por algunos, reconciliación nacional. Sudáfrica, de forma sorprendente, sin que nadie apostara por ello, sin grandes traumas sociales, consiguió su teórica reconciliación nacional, y pudo acceder a ella, gracias, y hasta ahora nadie lo ha puesto en duda, aunque estoy seguro que debe existir una intrahistoria que aún no se ha dejado al descubierto, al igual que ocurrió en España, gracias, digo, a la enorme personalidad de un gigante de la política, a Nelson Mandela.
Mandela, después de tantos y tantos años en la cárcel, articuló un plan, que partiendo de la base axiomática de la necesidad de superar el pasado, posibilitara la creación de una nueva Sudáfrica, en donde pudieran convivir todos los sudafricanos, independientemente al color de la piel que cada cual poseyera. Una democracia interracial, con la que se sintieran representados todos los miembros de dicha comunidad, lo que significaba la creación de un nuevo país, de una nueva república, que se sustentara en un sistema democrático homologable, pero sobre todo y ante todo sobre el olvido. Ese era el plan de Mandela, el que desarrolló durante los últimos años que pasó en la cárcel, y el que tuvo que aceptar, porque ni era traumático ni revolucionario, pero sobre todo porque le convenía, el poder real de la Sudáfrica de entonces. Hay que recordar que se trataba de un Estado sin futuro, bloqueado desde el exterior y desde el interior, que necesitaba de forma desesperada una solución de continuidad que recogiese las aspiraciones de la sociedad blanca, sobre todo en lo referente a su seguridad y al mantenimiento, aunque fuera de forma solapada, de su status quo, dando a cambio, eso tan difícil de aportar hasta entonces, como era la igualdad de derechos para todas las comunidades que conformaban el país. Mandela era la única persona que podía aportar, y por eso se apostó por él, la seguridad que los blancos necesitaban, y la credibilidad suficiente como para la comunidad negra confiara en él, pese a que los dictados que emanaban de su círculo, en principio, iban en contra de las legítimas aspiraciones de los que habían padecido las prácticas racistas del apartheid. Lo que nunca se le puede negar a Mandela es su capacidad política, hecho que sin dudas de ningún tipo, ya que las dificultades a las que tuvo que enfrentarse fueron mayúsculas, lo convierten en uno de los políticos de mayor talla del siglo pasado, uno de los pocos políticos, se esté de acuerdo o no con lo que consiguió, que merecen tal nombre, pues supo dibujar un camino, perfectamente transitable, que consiguió evitar el enfrentamiento que casi todos veían inevitable.
John Carlín realiza este trabajo en torno a Mandela, basándose en las múltiples entrevistas, y en el conocimiento que adquirió sobre la figura del carismático líder sudafricano, durante el periodo de tiempo en que vivió como corresponsal en ese país, relato que vértebra magistralmente en torno al partido de rugby que enfrentó, en la final del campeonato del mundo, a Sudáfrica y a Australia. Ese no fue un partido más, sobre todo para los anfitriones, pues sirvió, por primera vez, para que la nueva nación sudafricana, se sintiera unida alrededor de un deporte, que hasta entonces, y para colmo, era el símbolo más rotundo y excluyente del apartheid.
Tenía noticias de Carlin por varios reportajes suyos que había leído en el diario El País, que me habían sorprendido por calidad literaria de los mismos, y por el hecho de todos iban más allá del mero periodismo. En un periodo en que al parecer la novela se encuentra en crisis, y en el que el ensayo, su alternativa natural, sigue perdido en sus sinuosos vericuetos, que casi siempre consiguen hacerlo ilegible, el periodismo de calidad puede encontrar su gran oportunidad, aunque reconozco, que no hay tantos Carlin ni Kapuscinski (este desgraciadamente ya fallecido aunque su magisterio sigue en pie) como resultaría necesario, no tanto por la forma en que ambos tienen de escribir, pues son muchos los que escriben incluso mejor que ellos, como por la forma de entender el periodismo, ya que ninguno de los dos se detienen ante la noticia, sino que buscan lo que se esconde debajo de ellas, dejando al descubierto lo que la hacen posible.
Jueves, 24 de septiembre de 2.009
(elo.169)
EL FACTOR HUMANO
John Carlin
Seix Barral, 2.008
En una charla informal con unos amigos, con los que había quedado sólo para tomar café, uno de ellos me dijo que acababa de leer “Desgracia” de Coetzee, y que le había impresionado la forma de escribir del sudafricano, la sencillez con la que trataba, estilísticamente hablando, un tema tan duro como el que afrontaba. Me comentó también, que esa sencillez en el lenguaje, denotaba un domino del mismo al que pocos autores podían acceder, pero que no estaba de acuerdo, que no podía estar de acuerdo con la tesis de la novela, pues el peaje que el autor imponía a sus personajes, para que estos pudieran seguir viviendo en Sudáfrica, difícilmente nadie lo podría afrontar, por el elevado coste del mismo. Le dije, que en mi opinión, Coetzee era uno de los grandes autores vivos, y que el Nobel que se le concedió hace unos años, en contra de lo que suele ocurrir con ese premio, resultaba realmente merecido, y que sólo por “Desgracia”, aunque no sólo por esa novela, merecería tener un hueco entre nuestros autores preferidos, y que por supuesto no estaba de acuerdo con la opinión que tenía, mi amigo no Coetzee, sobre el trasfondo del libro. Claro que el coste de dicho peaje resultaba elevado, como también lo fue el que tuvieron que soportar, durante muchísimos años, la población negra de ese extraño y lejano país, que fue tratada como una subespecie humana, sin ningún derecho y siempre a merced de una minoría de individuos, que no sólo se creían los dueños de un territorio, sino también, por su superioridad racial, de la vida de todos los que tenían un color diferente al que ellos poseían. Pero claro, “Desgracia” es una novela, y el autor, por ese motivo, se puede permitir licencias que en muchas ocasiones la realidad no se puede permitir, aunque a veces, el arte, la creación artística tiene o puede tener la virtud, de señalar hacia lo que en verdad debió acontecer. Sí, porque Sudáfrica, como a otro nivel ocurre con España, es un modelo de transición política a la democracia digna de estudio, sobre todo, porque en contra de lo que se esperaba, no se produjo esa venganza que todos vaticinaban, pero en donde tampoco se llevó a cabo el arrepentimiento que muchos merecía y necesitaban. No, se optó y se consiguió eso que eufemísticamente se denomina “pasar página”, con objeto de conseguir, sin derramamiento de sangre, y por supuesto sin cambios estructurales profundos, la tan anhelada, por algunos, reconciliación nacional. Sudáfrica, de forma sorprendente, sin que nadie apostara por ello, sin grandes traumas sociales, consiguió su teórica reconciliación nacional, y pudo acceder a ella, gracias, y hasta ahora nadie lo ha puesto en duda, aunque estoy seguro que debe existir una intrahistoria que aún no se ha dejado al descubierto, al igual que ocurrió en España, gracias, digo, a la enorme personalidad de un gigante de la política, a Nelson Mandela.
Mandela, después de tantos y tantos años en la cárcel, articuló un plan, que partiendo de la base axiomática de la necesidad de superar el pasado, posibilitara la creación de una nueva Sudáfrica, en donde pudieran convivir todos los sudafricanos, independientemente al color de la piel que cada cual poseyera. Una democracia interracial, con la que se sintieran representados todos los miembros de dicha comunidad, lo que significaba la creación de un nuevo país, de una nueva república, que se sustentara en un sistema democrático homologable, pero sobre todo y ante todo sobre el olvido. Ese era el plan de Mandela, el que desarrolló durante los últimos años que pasó en la cárcel, y el que tuvo que aceptar, porque ni era traumático ni revolucionario, pero sobre todo porque le convenía, el poder real de la Sudáfrica de entonces. Hay que recordar que se trataba de un Estado sin futuro, bloqueado desde el exterior y desde el interior, que necesitaba de forma desesperada una solución de continuidad que recogiese las aspiraciones de la sociedad blanca, sobre todo en lo referente a su seguridad y al mantenimiento, aunque fuera de forma solapada, de su status quo, dando a cambio, eso tan difícil de aportar hasta entonces, como era la igualdad de derechos para todas las comunidades que conformaban el país. Mandela era la única persona que podía aportar, y por eso se apostó por él, la seguridad que los blancos necesitaban, y la credibilidad suficiente como para la comunidad negra confiara en él, pese a que los dictados que emanaban de su círculo, en principio, iban en contra de las legítimas aspiraciones de los que habían padecido las prácticas racistas del apartheid. Lo que nunca se le puede negar a Mandela es su capacidad política, hecho que sin dudas de ningún tipo, ya que las dificultades a las que tuvo que enfrentarse fueron mayúsculas, lo convierten en uno de los políticos de mayor talla del siglo pasado, uno de los pocos políticos, se esté de acuerdo o no con lo que consiguió, que merecen tal nombre, pues supo dibujar un camino, perfectamente transitable, que consiguió evitar el enfrentamiento que casi todos veían inevitable.
John Carlín realiza este trabajo en torno a Mandela, basándose en las múltiples entrevistas, y en el conocimiento que adquirió sobre la figura del carismático líder sudafricano, durante el periodo de tiempo en que vivió como corresponsal en ese país, relato que vértebra magistralmente en torno al partido de rugby que enfrentó, en la final del campeonato del mundo, a Sudáfrica y a Australia. Ese no fue un partido más, sobre todo para los anfitriones, pues sirvió, por primera vez, para que la nueva nación sudafricana, se sintiera unida alrededor de un deporte, que hasta entonces, y para colmo, era el símbolo más rotundo y excluyente del apartheid.
Tenía noticias de Carlin por varios reportajes suyos que había leído en el diario El País, que me habían sorprendido por calidad literaria de los mismos, y por el hecho de todos iban más allá del mero periodismo. En un periodo en que al parecer la novela se encuentra en crisis, y en el que el ensayo, su alternativa natural, sigue perdido en sus sinuosos vericuetos, que casi siempre consiguen hacerlo ilegible, el periodismo de calidad puede encontrar su gran oportunidad, aunque reconozco, que no hay tantos Carlin ni Kapuscinski (este desgraciadamente ya fallecido aunque su magisterio sigue en pie) como resultaría necesario, no tanto por la forma en que ambos tienen de escribir, pues son muchos los que escriben incluso mejor que ellos, como por la forma de entender el periodismo, ya que ninguno de los dos se detienen ante la noticia, sino que buscan lo que se esconde debajo de ellas, dejando al descubierto lo que la hacen posible.
Jueves, 24 de septiembre de 2.009
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