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LECTURAS
(elo.168)
TANTAS MANERAS DE EMPEZAR
Jon McGregor
Salamandra, 2.006
Últimamente he leído, he tenido la suerte de encontrarme con diversas novelas que han valido la pena, pero hacía mucho tiempo que no tropezaba con ninguna que lograra conmoverme tanto como ésta que acabo de terminar. Me ha conmovido, sí, sobre todo, porque ha conseguido, sin necesidad de caer en el sentimentalismo ramplón, y sin que esa fuera la intención del autor, removerme historias pasadas que creía completamente, iluso que es uno, ancladas de forma definitiva en mi memoria. Y lo ha logrado, sin que la historia que cuenta tenga nada que ver conmigo, aunque pensándolo bien, puede que todas las historias se encuentren íntimamente entrelazadas entre sí.
A pesar de que la felicidad es el objetivo común, el único al que todos aspiramos, parece que de forma incomprensible, hacemos todo lo posible, e incluso lo imposible por alejarnos de ella, sin comprender, que en la mayoría de las ocasiones, se encuentra justamente al lado de donde nos encontramos. Siempre hay algo urgente que hacer, un socavón que tapar, una deuda pendiente que se interpone entre lo que somos y lo que tenemos que ser, de suerte, que se va dejando para mañana, o para pasado mañana lo imprescindible, sin que haya nadie a nuestro lado, que con autoridad nos sacuda para decirnos “que nos estamos equivocando”, que muchísimo mucho más fácil de lo que parece. Pero no, nos empeñamos en que no, convencidos de que siempre hay algo que se interpone, algo imprescindible que realizar antes de afrontar lo imprescindible. ¿Por qué somos así? Evidentemente se trata de un misterio que habla a las claras de nuestras incapacidades, que demuestra, o deja patente el miedo que tenemos a coger el fruto, el fruto que dicen prohibido, al creer, posiblemente, que eso que se nos ofrece, tan fácil de conseguir y de saborear, no puede, ni de lejos, ser la base sobre la que tenga que asentarse nuestra existencia. En fin, de forma constante nos complicamos la vida, hacemos que ésta se convierta en un artefacto difícil de gobernar y de sobrellevar, una carga que nos obliga a vagar sin descanso siempre a la espera de que llegue el día en que podamos atracar en el puerto imaginado, cuando por fin, todas las cuestiones pendientes queden solventadas El problema, es que casi siempre, entre unas cosas y otras, entre tanto trajín, entre tantas preocupaciones, a donde en realidad se llega es al puerto definitivo.
Sí, estoy convencido que la felicidad se encuentra ahí, al alcance de la mano, pero claro, no hablo de esa felicidad perfecta, de esa felicidad metafísica y apolínea que tanto han cantado los poetas, no, por supuesto, entre otras razones porque esa felicidad sencillamente no existe, nunca ha existido ni nunca existirá, sino de otra, de una felicidad minúscula que cuando estalla hace que todo sea diferente. Hablo de la felicidad necesaria, la que partiendo de la cual, o apoyada en la cual, se pueda afrontar la existencia sin prejuicios y sin taras, de una felicidad, que a pesar de ser esencial, de ser el objetivo que hay que perseguir, en ningún caso puede ser la justificación de nuestra vida, sino sólo el punto de partida hacia una existencia aceptable.
Son muchos los que gastan sus vidas buscando esa felicidad inexistente, los que creen, que en lugar de dedicarse a vivir, tienen que gastar todas sus energías en tratar de hallar en la tierra ese lugar con el que sueñan todas las noches, lo que suele conducirles a un estado de desazón permanente, a un extraño vivir sin vivir, en donde todo queda aparcado hasta que se produzca ese milagro prodigioso que en ningún caso llegará a materializarse.
“Tantas maneras de empezar” habla de lo anterior, de dos personas que aparcan sus vidas hasta poder resolver las incógnitas de su pasado, ya que estaban convencidos, que hasta que no consiguieran solventar todo aquello que les hipotecaba el presente, no podrían ser felices. Uno de ellos necesitaba conocer su pasado, saber quiénes eran sus verdaderos padres, y el otro, bueno la otra, tenía que superar la intransigencia a la que siempre la había sometido su madre. Ambos creían, estaban convencidos, que sólo podrían ser felices si superaban sus problemas, comprendiendo al final, sólo al final, que muchos problemas resultan insolubles, y que la única solución puede que se encuentre, en intentar convivir con ellos, pero con la mirada puesta siempre en el presente y en el futuro.
Pero lo curioso de esta novela, lo que llama poderosamente la atención de ella, es la forma en que está desarrollada, que es lo que consigue hacerla especial. Está compuesta por capítulos pequeños, todos ellos con nombres de objetos que remiten al pasado de los dos protagonistas, pues en cada uno de ellos, se narra una estampa de la vida de uno o de otro, de suerte, que mientras se van leyendo, se tiene la sensación, de que poco a poco se va completando un complicado rompecabezas, el de las historias de los protagonistas. Pero lo anterior se adereza con un estilo narrativo en el que la dulzura lo impregna todo, lo que no impide, que en determinados momentos, se observen alturas narrativas insospechadas, que hace comprender al lector, que se encuentra ante una magnífica novela, de esas que están muy, pero que muy por encima de la media.
Sólo me queda por decir, para terminar, “Que tantas maneras de empezar” es una de las mejores novelas, tanto por su temática como por su construcción, que he leído en los últimos años, que me va a obligar a seguir la carrera de este joven narrador británico, que sin duda, con el tiempo nos ofrecerá obras que darán mucho que hablar.
Martes, 15 de septiembre de 2009
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