LECTURAS
(elo.097)
MAURICIO O LAS ELECCIONES PRIMARIAS
Eduardo Mendoza
Seix Barral, 2.006
Hace varios años, comentando también una novela de Eduardo Mendoza, señalé la necesidad, de que la crítica, antes de juzgar una determinada obra, tenía la obligación, con objeto de orientar al lector (esa en teoría debe ser una de sus funciones), de especificar el subgrupo literario en donde habría que insertar dicha obra, pues no es lo mismo, en el caso de la novela por ejemplo, leer a Pérez-Reverte que a Marías. Lo anterior no puede en ningún caso significar, aunque cada lector tenga sus preferencias, que se partan de prejuicios absurdos sobre la mayor calidad de uno o de otro, pues cada uno de esos segmentos en que se divide la creación literaria, posee unas cualidades, nada fáciles de alcanzar. Cuando se lee o se critica una novela popular, hay siempre que partir de la base de que se está leyendo una novela popular, y esto que en principio puede parecer una perogrullada, curiosamente, es algo que no se tiene siempre en cuenta. No se puede, a pesar de ser lo habitual, analizar una novela, para seguir con el ejemplo, del creador de Alatriste, con las mismas herramientas que otra de Bellow, pues ambas concepciones literarias son radicalmente contrapuestas, lo que puede acarrear, con casi total seguridad, un error de perspectiva que frustre una visión correcta de la obra en cuestión. Lo anterior, no quiere decir que se tenga que caer en un absurdo relativismo en donde todo valga, no, pues lo que intento decir, espero que con algo de fortuna, es que para llegar a conseguir una lectura cabal de un determinado texto, es necesario conocer la tradición literaria a la pertenece, con la intención de comprender los objetivos que se ha propuesto el autor con el mismo, para tratar de avaluar de forma objetiva, en la medida de lo posible, si dichos objetivos se han cumplido o por el contrario se han dejado en el camino.
La literatura popular, es aquella, y por esto es la más comprada y leída, que busca el entretenimiento del lector, lo que no quiere decir, que toda la que consiga tal objetivo primario, pueda ser considerada una buena novela popular. No, también con este tipo de novelas existen niveles, niveles de exigencia, existiendo la buena literatura popular y la mala literatura popular, siendo la primera la que se queda sólo en el hecho de contar una historia intrascendente, y la segunda, la que confiando en la inteligencia del lector, intenta evitar el camino fácil, el desarrollar una historia banal, de esas que se olvidan, de forma curiosa, en el instante mismo de acabar la lectura. Este tipo de literatura, a pesar de lo que suele pensarse, no sólo es consumida por aquellos lectores que bien comienzan a leer o por los que no desean complicarse la vida con la literatura de altura, pues también hay muchos lectores experimentados, que de vez en cuando, por necesidad de pasar un buen rato, se asoman a ella buscando el placer de la lectura. Hay veces, que después de haber afrontado un texto exigente, de esos que necesitan de una lectura reposada, un lector siente la necesidad de embarcarse en las intrépidas aventuras de algún bucanero en los mares del sur, o en los avatares de algún detective privado en su eterna lucha contra el mal, de hecho, la persona más inteligente que he llegado a conocer, poseía una segunda biblioteca especializada en novela negra, novelas con las que conseguía conciliar el sueño. Recuerdo también a mi padre, que durante una época, cuando llegaba a casa después de una agotadora jornada laboral, malgastaba su tiempo libre con novelas del oeste, de esas que escribía Marcial Lafuente Estefanía, que tan en boga estuvieron durante una época en nuestro país. Creo que la diferencia entre la buena novela popular y la mala, se puede encontrar en ambos ejemplos. Siempre he creído, que la novela popular tiene una función esencial, que no es otra, que la de crear nuevos lectores, pues nadie, como he repetido en muchas ocasiones, se puede aficionar a la literatura leyendo a Proust o a Joyce, ya que para poder llegar a estas cumbres de la literatura, antes hay que pasar necesariamente por una multitud de autores menores, todos ellos imprescindibles, que serán los que poco a poco, irán abriendo el amplio sendero que lleva hacia la literatura de calidad. La buena literatura popular, la que resulta necesaria, sería aquella, que tuviera la facultad de incitar a la lectura, pero no a la lectura por la lectura, sino a una lectura de cada vez de más altura, como ocurre con la buena novela negra, mientras que la mala, la que a todas luces resulta prescindible, es la que no conduce al lector a ninguna parte, como aquellas novelas que leía sin parar mi padre.
Últimamente, debido a la mercantilización de la literatura que estamos padeciendo, se observa un nuevo fenómeno que, al menos a mi, me llama de forma poderosa la atención, y es que se está intentando vender, y de hecho se venden, novelas eminentemente populares en envoltorios de novela de calidad, fenómeno que es acompañado, por otro hecho también curioso, por no decir sorprendente, y es que novelistas de consolidada reputación, de esos que llevan sobre sus espaldas un importante prestigio literario ganado evidentemente a pulso, se están dedicando a realizar obras banales, que consiguen importantes ventas, gracias, no a la calidad de dichos textos, sino al prestigio de su firma. En principio podría pensarse, que el aterrizaje de un autor consagrado en eso que venimos llamando literatura popular, tendría que suponer un aumento de la calidad de dicha literatura, pero en casi todas las ocasiones ocurre lo contrario, pues por norma general, esos autores bajan tanto el nivel, que sólo consiguen poner en los estantes de las librerías novelas infumables y vergonzosas, que parecen estar diseñadas y ejecutadas, sólo para engordar la cuenta corriente de sus autores. Es el caso de Eduardo Mendoza.
Hace algunos años, Eduardo Mendoza sorprendió a propios y a extraños, con un artículo publicado en el diario El País, en donde realizaba unas de claraciones en las que afirmaba, que había comprendido que la novela de entretenimiento ya no le interesaba, y que desde ese momento se dedicaría al teatro, actividad artística que estimaba mucho más interesante. De esas declaraciones salió la famosa definición de “la novela de sofá”, en referencia a la literatura intrascendente que sólo buscaba el entretenimiento por el entretenimiento. Imagino que todos los que leímos con interés aquel artículo, quedamos sorprendidos cuando el barcelonés publicó “La aventura del tocador de señoras”, novela que ante todo, se podía definir como eso, como una novela de sofá, aunque hay que reconocer que tenía cierta gracia, por el personaje que había rescatado de antiguas obras suyas, el sorprendente e inclasificable Juan. Pero Mendoza ha seguido en su empeño en tratar de sorprendernos con nuevas obras de ínfima calidad, con regalarnos obras eminentemente alimenticias carentes por completo de sentido y de justificación, como en la que en esta ocasión ha caído en mis manos, novela que pone en jaque seriamente su credibilidad como novelista de calidad, pues en esta ocasión, rizando el rizo, ha conseguido no ya una novela de sofá, sino una novela de mesita de noche, sólo apta para que el lector se quede dormido de aburrimiento.
“Mauricio o las elecciones primarias” (título absurdo pues en la novela no se producen elecciones primarias), nos cuenta la historia de un dentista en la Barcelona que aspiraba a ser sede de los Juegos Olímpicos, historia a la que no consigue sacarle ningún partido, a pesar de que le hubiera podido sacar el mismo jugo que a su obra más emblemática “La ciudad de los prodigios”, pero parece que Mendoza ya no está por la labor, posiblemente, porque en el fondo ya no cree en la novela. Una lástima.
Lunes, 22 de Octubre de 2.007
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