miércoles, 29 de abril de 2015

El corazón de las tinieblas

LECTURAS
(elo.315)

EL CORAZÓN DE LAS TINIEBLAS
Joseph Conrad
El País, 1899

                        Hace algunos años, empujado por la fama de la novela y del prestigio del autor, leí por primera vez “El corazón de las tinieblas”, y tengo que decir, aunque me avergüence, que no me pareció nada del otro mundo, lo que no habla nada bien del lector que fui. Por ello, cuando ahora, bastante tiempo después, me he visto en la obligación de tener que volver a leerla, he observado como iba relegándola con la esperanza de poder despacharla, en el mejor de los casos, con una lectura superficial.  Pero claro, olvidaba que ninguna obra que haya resistido el paso del tiempo puede ser intrascendente, tal como le ocurre a la mayoría de las que hoy se publican, que por mucho predicamento que lleguen a tener, por mucho apoyo publicitario que consigan, difícilmente lograrán resistir en nuestra memoria ni tan siquiera unos cuantos meses, por lo que evidentemente, como no podía  ser de otra forma, en esta ocasión la novela de Conrad me ha estallado en las manos. Pero, ¿Cuáles son las novelas que perduran? ¿Cuáles las que consiguen esquivar “el viento del olvido”? Está claro que no son, como en principio se podría imaginar, aquellas que sólo están magníficamente escritas, ya que los cementerios de la literatura están repletos de este tipo de novelas, sino aquellas que además de estar bien escritas consiguen tocar, arañar, todo aquello que nos atañe como seres humanos. Lo humano, la vida en toda su extensión es el alma de la novela, de la novela de todos los tiempos, pero para acercarse a ella de forma adecuada no basta con poseer un dominio de la narrativa, es fundamental poseer también un sensibilidad especial, una inteligencia que en literatura sólo está al alcance de unos pocos, precisamente de los más grandes.
                        El alma humana, o lo humano, es el gran misterio al que nos enfrentamos, al ser un enorme agujero negro del que apenas sabemos nada, un descomunal vacío que a pesar de acompañarnos a donde quiera que vayamos, o posiblemente por eso, tratamos en todo momento de puentear de mil formas diferentes con tal de no tener que asomarnos a él. Las religiones, la moral, las ideologías…, en el fondo no son más que instrumentos que utilizamos para mantenernos erguidos, con objeto de evitar los efectos desestabilizadores que nos provoca ese vacío que siempre se encuentra a nuestro lado, proporcionándonos modelos de comportamiento que nos faciliten ese inestable equilibrio que tanto se necesita. Sabemos, aunque tratemos de neutralizar esa certeza con las estructuras que hemos logrado desarrollar, que en todo momento nos encontramos a un paso de la indigencia, de la indigencia moral, que vivir bajo un código, sea el que sea, es un triunfo de la voluntad, y que la naturaleza, a la que tanto amamos, siempre y cuando logremos mantenerla  controlada, en todo momento se encuentra atenta, vigilante, por si un día desfallecemos. Da igual en qué consiga el ser humano creer, en la razón, en un Dios extraño y mitológico o en unas cuantas ideas más o menos elaboradas, porque lo importante es tener a mano un manual de conducta sobre el que poder echar mano en momentos de necesidad.                   
                        Conrad en esta sorprendente novela habla precisamente de ello, de la fragilidad del ser humano, de la que se manifiesta, de  la que sale a relucir cuando todos esos soportes que hemos fabricados, o heredados, caen hecho pedazos a nuestro alrededor; cuando la naturaleza consigue que dejemos de ser lo que creemos que somos para convertirnos en aquello que como hombres hemos tratado históricamente de dejar atrás. Habla del horror que significar para alguien comprender que ha obrado aculturalmente, de forma animal, al haber entrado en las dinámicas, siempre salvajes y crueles que impone la propia naturaleza. De alguien que ha caído en el vacío de la inhumanidad, después de haber sido un ejemplo de moralidad para todos los que lo habían conocido.
                        “El corazón de las tinieblas” es una novela sin aristas estructurales, en la que,  en una reunión de amigos, alguien cuenta una historia que le sucedió cuando estuvo en África trabajando como patrón de un pequeño vapor fluvial al servicio de una compañía colonial, cuya tarea consistía en conseguir marfil. Allí, en la selva, escucha hablar de alguien excepcional, de un tal Kurtz, de una persona admirada por todos, y que era con diferencia, quien más marfil conseguía. Pero algo había ocurrido y había que ir obligatoriamente a buscarlo, pues al parecer se había convertido en una amenaza para la propia Compañía.
                        En ningún momento se habla de lo que había ocurrido, de suerte que a pesar de ser el eje de la novela, casi todo lo que se sabe de él, de Kurtz, es por otras personas, o de lo poco que consiguió ver con sus propios ojos el narrador de la historia en el asentamiento colonial donde lo encontraron. No cabe duda que el protagonista de la novela es Kurtz, pero también la selva, la amenazante y abrumadora naturaleza que lo envolvía todo y que todo lo condicionaba. Éste es sin duda el gran logro de la novela, la forma implícita en la que Conrad consigue articular la narración, el drama que se produce, sin tener el autor que entrar en los detalles, en los escabrosos y siempre vulgares acontecimientos, pues todo se da a entender con meridiana claridad al lector.
                        Sí, “El corazón de las tinieblas” es una novela asombrosa, una de esas novelas que tienen que estar, por derecho propio, en toda biblioteca que se precie, pues además del tema, que obliga necesariamente a que se tenga que reflexionar sobre él, está perfectamente elaborada, ya que la técnica empleada, en la que el autor demuestra su categoría como novelista, consigue, tal y como tiene que ser, potenciar y enriquecer la temática.


Domingo, 22 de febrero de 2015

lunes, 13 de abril de 2015

El dilema de España

LECTURAS
(elo.314)

EL DILEMA DE ESPAÑA
Luis Garicano
Península, 2014

                        A pesar de los escasos “brotes verdes” que de nuevo, según el gobierno y las instituciones económicas internacionales están comenzando a germinar, en los jardines de algunos más que en las macetas de la mayoría, resulta evidente que este país se encuentra en coma, y que a pesar del delicado momento que padece, no se están tomando las medidas, muchas de ellas radicales, que podrían tener la virtud de ponerlo de nuevo en movimiento. Creo que nadie duda, por muy traumáticas que puedan resultar esas medidas, de la necesidad de las mismas, y que es el miedo, el miedo de unos y de otros, el que impide, ahora que es el momento, que se lleven a cabo. La crisis ha sido, y sigue siendo devastadora, deteniendo y haciendo retroceder al país, dejando en los márgenes a importantes sectores sociales, a la mayoría de los jóvenes que desean incorporarse al mercado laboral para iniciar una vida aceptable y a un sin fin de trabajadores experimentados que difícilmente, por su edad, y por su formación, podrán volver a encontrar un nuevo puesto de trabajo. Pero la crisis también ha dejado al descubierto las costuras, las débiles costuras de nuestro entramado productivo, sustentado más  en la especulación que en la productividad, y que a las primeras de cambio, en el momento en que los vientos dejaron de ser favorables, se desmoronó de forma aparatosa dejando un panorama desolador. Para colmo, y al mismo tiempo, ha conseguido arrojar contra las cuerdas, y muy tocada, a la clase política, que estrechamente emparentada a ese tejido productivo, ésta es una singularidad patria, ha perdido la mayor parte de  su credibilidad ante la ciudadanía. Esa misma clase política que ahora con dificultad apenas se atreve, por vergüenza, a levantar la cabeza, además de depositar  su credibilidad y su prestigio a “los pies de los caballos”, ha dejado a las instituciones que durante tanto tiempo habían mantenido colonizadas completamente deterioradas, incapaces de cumplir con sus funciones, lo que ha conseguido que el sistema del que tanto nos enorgullecíamos hasta hace poco, al desconocer su articulación interna, se encuentre en una situación de quiebra técnica.
                        Ante el desolador paisaje ante el que nos encontramos, arrasado por los vientos de una crisis descomunal, con una clases política en la que nadie con “dos dedos de luces” confía y con unas instituciones en quiebra, difícilmente este país podrá levantar el vuelo, por lo que es fundamental llevar a cabo acciones quirúrgicas de calado que tengan la virtud de cerrar las puertas a un periodo de nuestra historia, el conocido por el de la Transición, para por obligación, abrir otro que parta de supuestos diferentes.
                        Desde hace tiempo vienen apareciendo textos, estudios, que suponen un acercamiento a este tema, muchos de ellos provenientes de lo que se podría denominar la inteligencia cosmopolita o globalizada, como éste del economista Luis Garicano, en el que sintetizando viene a decir, que a pesar de lo que parece, todos los actores significativos coinciden en el diagnóstico y también en lo que hay que hacer, pero que el temor, el temor a perder los privilegios, obliga a esos mismos actores a “tirar los balones fuera” con la esperanza de que un día, más temprano que tarde, llegue a escampar.
                        Sí, es posible que un día escampe, pero seguro que estaremos tan empapados que difícilmente tendremos fuerzas más que para escapar de los efectos de la neumonía que nos habrá provocado el estar tantos días a la intemperie bajo la lluvia. Para Garicano hace falta un nuevo contrato social que consiga cambiarlo todo de arriba abajo, que aspire, cuanto menos, a posicionar este país en la estela de las  sociedades que mejor funcionan, que son la de los países del norte de Europa, para lo que es fundamental potenciar dos pilares básicos, una educación de calidad que se adapte a los tiempos que realmente vivimos, y la imprescindible reestructuración del aparato estatal, con la intención de que el Estado sirva a la ciudadanía y no a la clase política y a todos los que de forma espúrea la sostienen.
                        No cabe duda, con independencia de la opción ideológica que se posea, que este país necesita profundas transformaciones, al menos para que vuelva a ser mínimamente sostenible, para que abandone la Unidad de Cuidados Intensivos en la que desde hace tiempo se encuentra instalado con objeto de que encuentre el lugar que le corresponde, ya que no puede seguir siendo un país subsidiado sin aspiraciones de futuro. Para ello, y en esto tiene razón Garicano, es fundamental modificar las bases del actual sistema educativo con la intención, con la loable intención de que sirva para preparar futuros ciudadanos capacitados para afrontar la movediza y compleja realidad en la que vivimos, todo lo contrario de los objetivos del actual. No menos razón tiene con respecto al Estado, un Estado mastodóntico e intervencionista que apenas deja espacio para lo que se viene denominando la sociedad civil, una sociedad civil, que en el caso de que exista, algunos dudamos de ello, desde tiempo inmemorial se ha conformado, por comodidad, por apatía, a vivir bajo su sombra. Para colmo ese Estado que “disfrutamos” está colonizado por la clase política, de suerte que sus órganos de control o directamente no funcional, o no están al servicio de la ciudadanía, al mirar sólo por los oscuros intereses de aquellos que lo controlan, lo que logra neutralizar toda iniciativa ciudadana que se atreva a salir de su área de influencia.
                        Como apunté antes, las recetas de Garicano, al menos las básicas, son válidas para todas las opciones políticas que en realidad aspiren a mejorar la salud de nuestra sociedad, que aspiren a hacer de España un país rico y solidario (hay que señalar, o que recordar, que sin riqueza la solidaridad se convierte sólo en reparto de la miseria), y que la única opción que en estos momentos aparece ante nosotros, es la de apostar entre modernidad o populismo (o peronismo, como diría el autor).

Sábado, 31 de enero de 2014