jueves, 27 de mayo de 2010

Viaje con Clara por Alemania


LECTURAS
(elo.189)

VIAJE CON CLARA POR ALEMANIA
Fernando Aramburu
Tusquets, 2010

Cada día estoy más convencido que toda obra literaria debe tener una justificación, una intención que vaya más allá de ser sólo un mero ejercicio narrativo por parte del autor. Creo que en caso contrario, es decir, cuando el único objetivo es presentar un texto adecuado y bien desarrollado, dicha lectura acaba por no merecer la pena, pues aunque el lector pueda disfrutar con ella, se saldará con la siempre lamentable impresión de que lo único que es ha conseguido es perder el tiempo. Sí, la peor sensación que me asalta como lector, la que más me preocupa y atemoriza, es una vez terminada una determinada novela, comprender que no ha merecido la pena su lectura. Hoy en día, cuando casi todos los que se dedican a esto de la escritura escriben bien, e incluso muy bien, es muy raro que una novela pueda ser calificada de mala, aunque curiosamente, son muy pocas las que pueden considerarse como buenas. El problema, por tanto, son todas aquellas obras, que si bien no son malas tampoco son buenas y que representan a la inmensa mayoría de las novedades que atiborran las librerías. Está claro que topar con una obra que sobresalga resulta difícil, muy difícil, y que lo normal, incluso en unos niveles altos de calidad, es lidiar con textos que se desenvuelven entre dos aguas, entre la intención por parte del autor por dejar un producto que se encuentre por encima de la media, y la mediocridad con la que casi siempre se estrella el lector. Pero entre estas novelas, digamos que literarias, ya que no estoy hablando de las novelas de consumo al uso, también hay de todo, las que aspiran a algo y se quedan en el camino, que son las que más llaman la atención, y aquellas que desde un principio se empeñan en dejar claro, que el autor no va a arriesgar nada, conformándose sólo con contar una historia sin exponerse a eso tan delicado como es hacer el ridículo. Por lógica estas últimas son las más redondas, aunque también las más previsibles, pues no suelen aportar nada, salvo dejar de manifiesto el oficio del autor, que en la mayoría de las ocasiones es lo único que consigue justificarlas. No aportan nada porque no aspiran ni tan siquiera a salir de un territorio ya delimitado y desde hace tiempo perfectamente rotulado, sirviendo sólo para que el lector se complazca con las habilidades del que escribe, acercando más la literatura a una actividad artesanal, en el mejor sentido del término, que a lo que realmente es o debería de ser, es decir, a una creación artística. Lo que ocurre, y por esto no hay que alarmarse ni rasgarse las vestiduras, es que en la actualidad la literatura es ante todo una industria, una industria cuyo objetivo no es otro que el de vender libros, contra más mejor, lo que no se conjuga bien con lo que siempre se ha entendido por arte, aunque sí con el trabajo artesanal. El arte, y no sólo el literario, se alza siempre sobre lo inestable, sobre un territorio aún no estabilizado, por ello, la mayoría de los intentos fracasan, porque no consiguen la estabilidad soñada, lo que viene a significar, que el artista, el auténtico artista, ante todo es un visionario, que ve antes que nadie lo que puede llegar a ser. Este es el motivo por el que el arte siempre será una actividad de difícil acceso, siempre minoritaria, tanto para los que lo practican, como para los que intentan disfrutar con él. En lo literario, por tanto, que es lo que aquí interesa, lo artístico siempre resultará conflictivo, aunque sólo sea por el hecho de intentar huir de la costa común, que es donde se asientan la mayoría de los lectores, a los que alimentan los escritores, que bien por falta de talento artístico, o por conformismo alimenticio, se dedican a elaborar obras que sin dificultad se adecua al gusto imperante, que es el que potencia y publicita la industria editorial. Por tanto, y repito que tampoco hay que preocuparse mucho por ello, la literatura que llega al público, la que se lee, es una literatura cada día menos comprometida con la innovación real, y más empeñada en presentarse para poder ser consumida y digerida sin dificultad por un elevado número de lectores. Pero lo anterior, así dicho, puede hacer pensar a más de uno, que esa literatura de calidad de la que hablo puede llegar a realizarla cualquiera, siempre y cuando se tenga la voluntad de abandonar decididamente el camino común, y nada más lejos de la realidad, pues aparte de la maestría y de la inteligencia necesaria, es imprescindible aceptar, manejar y saber desarrollar correctamente una serie de postulados básicos ineludibles, que son los que soportan toda obra literaria.
“Viaje con Clara por Alemania” es una novela muy bien escrita, una de esas obras que sólo aspiran a conseguir un número de lectores adecuado, que tiene un problema, y es que el autor, olvida o deja conscientemente a un lado uno de esos puntos básicos, el de obligar al lector a interesarse por lo que ocurre en la novela que sostiene entre sus manos. Sí, porque el que la lee, puede echar en falta un significado a la obra, ya que su único valor es la forma en que está escrita, la ironía de la que hace gala el narrador y al mismo tiempo protagonista de la novela.
Es una obra de ficción, pero al mismo tiempo es un libro de viaje; un libro de viaje en el que no ocurre nada para que merezca la pena leer cuatrocientas sesenta y tantas páginas, hecho que en principio descalifica la novela, pues no están las cosas para leer por leer.
En fin, creo que Fernando Aramburu, del que esperaba más, no por su forma de escribir, ya que en la novela certifica su solidez narrativa, sino por el pobre objetivo que se ha impuesto en esta obra, que en ningún caso llamará la atención de un público que al menos exige, a falta de cotas mayores, que ocurra algo en lo que lee. “Viaje con Clara por Alemania” me ha dejado mal sabor de boca, sobre todo, porque estoy convencido que su autor está capacitado para mayores empresa, ya que disparar con munición de fogeo a estas alturas carece de sentido.

Sábado, 10 de abril de 2010

domingo, 16 de mayo de 2010

El vano ayer


LECTURAS
(elo.188)

EL VANO AYER
Isaac Rosa
Seix Barral, 2004

El franquismo, esa larga dictadura que ensombreció a este país durante más tiempo del que nadie pudo imaginar, debido posiblemente a que para vergüenza de algunos resultó imposible derribarlo, queda en la memoria de la gran mayoría de la población, curiosa y sorprendentemente como un periodo de transición entre la España del treinta y seis y la nueva España que surgió del propio régimen. De hecho, esa dictadura sigue siendo justificada por muchos, que la observan desde la distancia, no ya como lo que realmente fue, un régimen autoritario y sangriento, empeñado en imponer sus postulados al precio que fuera, sino como un sistema político paternalista que sólo aspiraba a que este país, de una vez por todas, descubriera las sendas de la normalidad. Esto es así, y para comprobarlo sólo hay que prestar oídos cuando se habla de aquel periodo, por dos motivos fundamentales, porque el régimen se mantuvo en el poder durante demasiado tiempo, lo que posibilitó una labor pedagógica, o de adoctrinamiento de gran calado, y porque por desgracia, al menos para unos cuantos, consiguió morir en su propia cama. Sí, el régimen franquista murió de muerte natural después de demasiadas décadas controlando de forma omnímoda el poder, ya que en realidad la oposición al mismo era, a pesar del heroísmo que en determinados momentos demostró, demasiado débil y escasa para poder perturbarlo, lo que indudablemente se debió a la represión que en todo momento padeció, y a la falta de contacto real con las necesidades de la población, que se quiera o no, resultaban diferentes a las que desde la distancia ella pensaba. El régimen franquista, y esto hay que repetirlo de forma constante para recordar la dimensión del mismo, murió en la cama de muerte natural, lo que le sirvió para planificar su propio sepelio, dejando fuera de juego, es decir en los márgenes en donde siempre estuvieron, en unos territorios desde los que resultaba imposible pensar en un mañana coherente y a la altura de una población cuyos problemas y aspiraciones iban por otros senderos, a todos lo que soñaban, porque creían que era de justicia, con aquello que se denominó “La ruptura democrática”.
A estas alturas, estoy convencido que el gran mérito del franquismo, pudiéndose observar desde esa perspectiva tanto su duración como su eficacia, radicó en la creación de una clase media a imagen y semejanza de la moral que predicaba, gracias a unos postulados morales con los que durante años y años, y desde todos los ángulos, se bombardeó a una población, que con escasa actitud crítica, se enorgullecía y daba las gracias por la estabilidad, la prosperidad y por el periodo de paz que dicho régimen le había proporcionado, ya que el franquismo se postuló desde un primer momento, y se preocupó para que esa idea se solidificara en la mentalidad de la población, como una especie de rompeolas, o de dique que salvaguardaba a la ciudadanía del caos, del cainismo que siempre, como no se cansaba de repetir, se encontraba anidado en el corazón de los españoles. Repito una vez más que el franquismo murió en la cama, y que consiguió tan loable proeza, gracias a que fue lo suficientemente inteligente, como para confeccionar una sociedad que se identificaba con su forma de entender la realidad, por lo que, carece de sentido la crítica que aún se escucha, de que era un régimen dirigido por palurdos y por arribistas, ya que en el fondo y con perspectiva, o mejor dicho con la perspectiva que aportan los años, se demuestra que consiguió lo que en verdad se proponía, hecho que demuestra su inteligencia, su inteligencia aplicada.
Quien no fue inteligente fue la oposición, y eso a pesar, de que la que operaba dentro del país se jugaba literalmente la vida con sus actividades. Pero no ser inteligente no significa que no haya que elogiar el esfuerzo que realizó, un esfuerzo desperdiciado por unas estrategias nefastas que eran consecuencia de la visión equivocada tanto de las necesidades como de las aspiraciones de los españoles de la época, como de lo que había que hacer para modificar esa consciencia colectiva mayoritaria que creía que se encontraba cerca, muy cerca de poder colmar dichas aspiraciones.
“El vano ayer”, en el fondo, puede considerarse como una especie de homenaje a esa oposición, o mejor dicho, al cúmulo de dificultades a las que tuvieron que enfrentarse los que se atrevieron a levantar la voz contra ese régimen que de forma despiadada y sistemática trató con todos los medios que tenía a su alcance, que eran muchos, de acabar con todos los que no estaban conforme a bailar a su son. En contrapartida a su cara benefactora, que era la que llegaba a la opinión pública, el franquismo fue un régimen basado y sustentado en la represión, represión que tuvieron que padecer muchos de los que, desde la universidad o desde el mundo sindical, se organizaron con objeto de acabar con él. Para ese trabajo represivo, las denominadas fuerzas de seguridad, utilizaron todas las herramientas que tenían a su disposición, desde la tortura hasta la utilización de infiltrados, y todo con objeto de desarticular a la anémica oposición que trataba, con más voluntad que acierto, de asentarse en el interior del país. En esta lucha constante entre la oposición y las fuerzas represivas del régimen se desarrolla esta curiosa, sí, diré que curiosa novela, en donde queda de manifiesto las enormes dificultades a las que tuvieron que enfrentarse las fuerzas antifranquistas, en su intento por hacerse notar, por amplificar su voz, en un cuerpo social, que vivía de espaldas a todo aquello hacia lo que señalaban dichas organizaciones.
Isaac Rosa crea dos personajes, un oscuro profesor universitario y un joven activista, sobre los que articula toda la obra, pero en lugar de dibujar a dos héroes, de esos que despliegan integridad por cada pliegue de su personalidad, hace que sobre ellos recaiga la duda, pues al desaparecer ambos después de un abortado intento de huelga general, ningún lector, con los datos que va obteniendo, puede decir a las claras, si en realidad fueron unos héroes que arriesgaron sus vidas o su posición, o si por el contrario se trataban de dos infiltrados de la policía. Este creo que es el gran éxito de la novela, pues en unos tiempos tan oscuros, no tendría sentido, aunque muchos en su apología permanente a la oposición antifranquista no lo hubieran dudado, crear personajes que sólo fueran blancos o que sólo fueran negros, pues el gris dominante de aquel periodo, no era el fondo de escenario más propicio para personajes diáfanos y contundentes. Lo anterior, efectivamente, es lo más valioso de la narración, al menos así lo pienso, pero lo que sin dudas llama más la atención, es la forma con que el autor afronta la novela, pues mediante lo que él llama “la novela en acción”, va haciendo, o intentando hacer creer al lector que la novela va construyéndose poco a poco ante su presencia, introduciendo en la misma todo tipo de información externa, de personajes que al parecer conocieron a los protagonistas o diferentes variables sobre los mismos que podían o no ser ciertas, pero que quedan ahí, precisamente para eso, para que el lector se mantenga con la duda hasta el final, o para intentar que éste no se agarre a ningún madero que crea seguro.
A pesar de lo efectista que resulta la novela, de lo arriesgada que es, o posiblemente por eso, “El vano ayer”, pese a lo interesante que en algunos momentos puede llegar a resultar, no creo que se trate de una novela redonda, de esas que puedan soportar o exigir una segunda lectura, ya que más que una novela literaria, es un experimento narrativo de esos, que en contra de lo que parece, al final aportan menos trigo del esperado.

Jueves, 25 de marzo de 2010

lunes, 10 de mayo de 2010

Juego de espías


LECTURAS
(elo.187)

JUEGO DE ESPÍAS
Michael Frayn
Salamandra, 2002

Es curioso esto de la literatura, pues cuando menos se espera, puede aparecer un texto, del que se carecía de referencias, que desde la primera página nos obligue de nuevo a reconciliarnos con la propia literatura. Sí, todo lector habitual vive en permanente conflicto con la literatura, ya que ésta, no siempre se presenta como debiera, es decir, que su cara amable y enriquecedora sólo la muestra de vez en cuando, y no precisamente cuando más se la necesita. Sorprende, como me ocurrió la semana pasada con “Nuestro hombre en La Habana”, que una novela que tenía interés de leer desde hacía bastante tiempo me defraudara de la forma en que lo hizo, dejándome sin ganas de volver a coger otra, al menos hasta que me olvidara de la decepción sufrida, pero sin embargo, otra que me llegó por casualidad, que elegí por mero instinto, como “Juego de espías”, de la que no había escuchado ni leído ningún comentario, ninguno, ni a favor ni en contra, consiguió desde sus primeras página llamarme la atención. No quiero decir con lo anterior que con “Juegos de espías” haya localizado el lugar exacto de la ubicación de la antigua Tartessos, no, ni mucho menos, sólo que la calidad, en más ocasiones de las imaginadas, consigue pasar desapercibida, mientras que, obras que en su momento tuvieron gran éxito, tanto de crítica como de público, con el paso del tiempo, sin que hayan sido de nuevo evaluadas, consiguen mantener una consideración, que ni de lejos ya merecen. El tiempo, el paso del tiempo, como en otro contexto dijo Cernuda, cuando sopla mata, pero mata o abandona en la cuneta del olvido, que al fin y al cabo es lo mismo, a todo aquello, y no sólo en literatura, que se atenaza o que consigue sostenerse más de lo debido en las modas y en las circunstancias accesorias que acompañan a un determinado momento histórico. Es lo que le ha pasado, para no ir más lejos a “Nuestro hombre en La Habana”, que el tiempo la ha avejentado, haciendo que a estas alturas resulte una novela infumable. Creo que la crítica, aunque no es fácil, debería tener en cuenta lo anterior y prestar atención hacia todo aquello que apunte hacia lo imperecedero, a la narrativa que se sostenga sobre valores y situaciones que no dependan de modas o de tendencias coyunturales, precisamente aquella que intenta comprender lo que siempre estará acompañando al ser humano, a todo lo que es consustancial a él. La literatura, como toda actividad artística que se precie, tiene que mirar con desprecio lo que se apoye en lo accesorio, parándose sólo en ello para comprender las causas que consiguen hacerlo posible, al tiempo que tratar, de forma obsesiva si fuera necesario, de intentar captar lo que se esconde detrás de lo que se muestra en los escaparates de la realidad.
“Juegos de espías” es una novela que no va a formar parte del ramillete de obras literarias que pasen a la posterioridad, pero tiene la virtud de ser una novela digna, que es lo primero que hay que pedirle, aunque yo diría que mejor habría que exigirle a todo lo que se escribe y que se publica. Es digna porque está bien escrita, sin presentar impedimentos innecesarios que dificulten su lectura, pero al mismo tiempo, con todo lo que ello significa, está desarrollada de forma inteligente, sin ceder demasiado de cara a la galería, y sin, por supuesto, buscar intencionadamente al lector fácil y agradecido, ese que aspira a encontrar en lo que lee hechos y más hechos que le impidan abandonar, por aburrimiento, el libro que tiene entre sus manos. Es una novela sensible para lectores sensibles, en la que se habla de un joven, casi de un niño, que trata de comprender, en unos tiempos difíciles, cuando Inglaterra estaba siendo bombardeada por la aviación alemana, lo que sucedía a su alrededor. Pero también es una novela que habla de la influencia de los amigos, cuando en esas edades se posee un carácter débil, y de la deficiente perspectiva que se tiene a esos años, aunque paradójicamente se crea que en ese periodo todo resulta diáfano y explicable. Michael Frayn, autor del que nunca había oído hablar, afronta lo que quiere contar, creando un personaje que después de cincuenta años de ausencia, regresa al escenario de su niñez, en donde presenció una serie de acontecimientos que le marcaron profundamente, de suerte, que su regreso estaba motivado por la necesidad que tenía de recrear, recordándolos desde otra perspectiva, todo lo que ocurrió en aquellos lejanos días. Recuerda y reaparece el niño que fue, el niño inseguro con orejas de soplillo del que todos sus amigos se burlaban, que creyó presenciar algo que en realidad no era lo que parecía.
La guerra siempre es un magnífico yacimiento literario, ya que ésta, consigue llevar a los seres humanos a unos extremos a los que difícilmente suelen acceder en condiciones normales, y que observados desde la distancia, puede servir para conocer con mayor amplitud y propiedad la propia naturaleza humana. Pero si esa realidad, que en gran medida resulta compleja para los adultos, que en esas circunstancias bastante tienen con salir indemnes de ella, para un niño, para la mente inmadura de un niño, aunque no se encuentre en primera línea de combate sino sufriendo las duras condiciones de la vida en retaguardia, todo tiene que resultar difuso y contradictorio, en donde fantasmas de diverso pelaje tienen que recorrer con normalidad, distorsionándola, la realidad que creen encontrar a su alrededor.
“Juegos de espías” es una novela inteligente, reposada, que carece de altibajos y que difícilmente puede llegar a convertirse en una de esas novelas que todos compran y regalan en navidad, no porque carezca de calidad, sino precisamente, y esto es lo que debe preocupar y llamar la atención, porque le sobra calidad por los cuatro costados.

Domingo, 21 de marzo de 2010