jueves, 25 de febrero de 2010

La playa de los ahogados


LECTRUAS
(elo.179)

LA PLAYA DE LOS AHOGADOS
Domingo Villar
Siruela, 2.009

A veces es conveniente acercarse a una librería sin saber qué libro comprar y dejarse seducir por las voces de reclamo que llegan desde las estanterías. Hacía tiempo que no realizaba tal ejercicio, a pesar de que en otras épocas ya lejanas, ese método de acercarme a los libros me había dado, por lo general, muy buenos resultados. Desde hace tiempo, por el contrario, suelo entrar en las librería a tiro hecho, con un papel en donde llevo anotado, por aquello de mi mala memoria, el título del libro o de los libros que necesito, sin prestar atención ni a los textos que se agolpan en la mesa de los libros recién llegados, ni en los que desde hace demasiado tiempo reposan en los estantes a la espera de un destino en principio definitivo. Es algo, estoy seguro, que tiene que ver con la edad, con el convencimiento de que no se puede perder el tiempo con lo desconocido, sobre todo cuando existen tantos y tantos libros pendientes que necesariamente tengo cuanto antes que leer. El otro día, sin embargo, en plena vorágine de compras navideñas, me encontré rodeado por el bullicio dentro de la librería que suelo frecuentar sin saber qué comprar, ya que me veía en la obligación de realizar un regalo a una persona querida, que necesariamente tenía que ser un libro. Me quedé en blanco, sin decidirme por ninguno de los títulos que veía, hasta que en un rincón semiescondido de una mesa, me llamó la atención uno de un escritor desconocido, que no dudé, sin saber aún por qué, en llevármelo para que me lo envolvieran como regalo. Se trataba de “La playa de los ahogados”, de Domingo Villar, novela que para colmo, en la mañana del día de Reyes, también me la encontré, para mi sorpresa, entre los libros que me regalaron. Indudablemente ha sido el primer libro que he leído, a pesar de que había varios, que por la firma de sus autores, me llamaban mucho más la atención, pero la forma en que esa novela llegó a mis manos, como es lógico, tuvo la virtud de posicionarla sobre todas las demás. Se trata de una novela policiaca que me ha sorprendido y dejado un buen sabor de boca, ya que sin estridencias y sin ser demasiado ambiciosa, o posiblemente gracias a ello, consiguió embaucarme por completo desde su primera página, no resultando su lectura ningún peso, lo que ya es un decir, y logrando presentarme a un personaje, al inspector Leo Caldas, que sin dudas frecuentaré muy a menudo en los próximos años.
A pesar de haber leído mucha novela policiaca, no me considero ni mucho menos un especialista del género negro, en el que sólo suelo refugiarme para desintoxicarme, cuando compruebo, como suele ocurrirme a menudo, que estoy a punto de empacharme, o de atragantarme, lo que en ningún caso es recomendable, ya que entonces no se disfruta con ella, con la denominada literatura de calidad. Lo normal en tales casos, es que por prescripción facultativa, se deje por algunos días de leer, pero como no estoy capacitado para realizar ese esfuerzo, no tengo más remedio que buscar otras alternativas, como la de abordar un tipo de literatura que siempre se encuentra ahí, y que si de algo puede vanagloriarse, es de su poder para hacer disfrutar, sin complicaciones adheridas, de la lectura. Sí, aunque no necesariamente de la literatura, la novela policiaca sirve sobre todo para hacer disfrutar con la lectura, siendo ideal, para inculcar tal actividad, por el dinamismo de sus tramas y por su carácter adictivo, a los que se sienten reacios a coger un libro. La literatura negra es útil para crear cantera, para habilitar y para acercar nuevos lectores a la literatura, tal como ha ocurrido hace poco con la serie Milleniun de Stieg Larsson. Pero este genero, a veces, corre el riesgo de la grandilocuencia, de hacer que sus protagonistas, gracias a sus investigaciones, o lo que es casi lo mismo, desde su individualismo, casi siempre exacerbado con el que son presentados, desmonten conspiraciones difíciles incluso de imaginar, con métodos que se escapan al conocimiento o al entendimiento de los propios lectores, por lo que a veces se echa en falta la novela policiaca de baja intensidad, la de los huelebraguetas como decía el siempre recordado Vázquez Montalbán, o las protagonizadas por olvidados policías, que con dificultad y pocos medios, resuelven los pocos casos interesantes que les llegan. Bien, la novela de Domingo Villar es una novela policiaca de baja intensidad, en la que un inspector de policía, Leo Caldas, destinado en una ciudad periférica como Vigo, resuelve un caso que no afecta, en absoluto, al destino de la humanidad, ni a la estabilidad de los sistemas financieros, ni por supuesto, a la estructura política del país. Al protagonista le llega la noticia de que había aparecido un cadáver en una playa de la ría de Vigo que al parecer se había suicidado, pero tirando de los hilos, de los escasos hilos de los que disponía, averigua que en realidad había sido asesinado, lo que le conduce a solucionar otro caso, ya olvidado, que sucedió doce o treces años antes.
Pero a pesar del argumento, que no destaca por nada salvo por lo habitual del mismo en una obra de sus características, la obra consigue, sin estridencias, embaucar al lector desde un principio, a pesar de que no se puedan con facilidad detectar las causas gracias a las cuales el autor lo consigue, aunque posiblemente la honestidad con la que está escrita, tenga mucho que ver con ello. Leo Caldas, a diferencia de otros protagonistas de este tipo de novelas, es alguien normal, sin demasiadas singularidades que lo definan, que carece de excentricidades que lo conviertan en un individuo especial, siendo este hecho también fundamental para convertirlo en un personaje literario cercano, de esos que uno puede encontrarse en cualquier cafetería sin que le llame la atención. Para colmo, y no es una novela de pocas páginas, la obra se lee con facilidad, no decayendo en ningún momento, aunque en ella no existan ni momentos cumbres ni situaciones estelares, siendo la linealidad de la misma, o lo que es lo mismo, su alto nivel medio lo que en ella hay que subrayar, y lo que consigue dejar, cuando finaliza, la agradable sensación de haber leído una buena novela.
Estoy convencido que Domingo Villar me aportará en un futuro próximo muchas tardes agradables, y que Leo Cercas se convertirá en los próximos años, mi investigador español de referencia. Ya era hora, a pesar de los muchos intentos que se han llevado a cabo, que apareciera un personaje creíble en la literatura negra de nuestro país, que cogiera el testigo que dejó, el en muchas ocasiones irregular, pero el siempre entrañable Pepe Carvalho.
Martes, 12 de enero de 2010

miércoles, 17 de febrero de 2010

Retrato de un hombre inmaduro


LECTURAS
(elo.178)

RETRATO DE UN HOMBRE INMADURO
Luis Landero
Tusquets, 2.009


Por miedo, por temor a que pudiera defraudarme, he dilatado en el tiempo la lectura de la última novela de Luis Landero, y eso a pesar de estar convencido, de que el extremeño es uno de los pocos, de los cinco o seis autores de peso que existen en nuestro país, y que la aparición de una nueva novela suya, siempre debe representar un acontecimiento para todos los interesados en la literatura. Landero es uno de esos pocos autores que merecen la pena seguir, pero así y todo, posiblemente porque posea una voz distinta, una voz y un discurso demasiado singular, cueste, o me cueste más trabajo leerlo que a otros autores de una calidad semejante a la que él posee. Su capacidad literaria resulta innegable, pero sus historias, al rayar en muchas ocasiones el absurdo, convierten sus novelas en algo difícil de encajar, y no precisamente porque resulten complicadas o enrevesadas. No resultan trascendentes, que es lo que casi siempre se busca, al asentarse en la cotidianidad de unos personajes que en ningún caso representan al héroe moderno, sino al hombre normal y cotidiano, para colmo dibujado con una ironía que lo sitúa al bode del absurdo. Parece que Landero, en cada una de sus novelas se ríe de sus personajes, lo que hace que el lector se sienta incómodo, acostumbrado como está, a encontrarse con protagonistas que mantienen un rumbo fijo, serio e inquebrantable ante su existencia. La opinión que mantengo de Luis Landero, por tanto, es la de que es un gran novelista, pero que la temática de sus obras, y también la forma que tiene de afrontarlas, a pesar de que suelo pasarlo bien cuando las leo, me chirrían en exceso, ya que el gracejo con que las adereza, al menos desde mi punto de vista, es lo que en realidad consigue devaluarlas. Y digo esto, porque estoy convencido que Landero, que las obras de Landero podrían dar mucho más de sí, pero claro, sin esa singularidad que caracterizan sus novelas y que las hace inconfundibles, su literatura no sería su literatura, y se convertiría en un novelista más, sin nada distinto que ofrecer. Ese algo distinto es lo que valoro en sus novelas, pero al mismo tiempo, y valga la contradicción, es lo que le critico, lo que significa, y esto va en mi contra, es su forma diferente de afrontar la literatura, lo que a fin de cuenta es su gran aportación.
Cada lector posee un gusto determinado, unas preferencias que le obligan a frecuentar a unos autores y no a otros, a apostar por unas temáticas y a descartar otras. Pero este hecho tan lógico y tan humano, consigue reducir el panorama que ante él se presenta, por lo que siempre se debe realizar un esfuerzo para derribar esas barreras, en todo momento limitadoras que se le anteponen, con la intención de superar las imposiciones que se quiera o no suponen las preferencias. Una buena novela no necesariamente tiene que ser aquella que se acople al canon literario que uno posea, sino la que literariamente afronte un tema y cumpla con los objetivos que su autor se propuso, motivo por el cual, no sólo resulta necesario, sino imprescindible, que sin abandonar la posición que se ocupe, lo que en el fondo es imposible, se intente comprender y disfrutar de lo que desde otras perspectivas se propone. Este ejercicio empático resulta básico, y no sólo en el campo literario, ya que si no se realiza, por dogmatismo o pereza, se puede caer en un reduccionismo que puede hacer la vida más fácil, desde luego, con muchas menos contradicciones, pero sin la diversidad necesaria para apreciar la multitud de tonalidades que hoy por hoy lo envuelve todo. Por ello, a pesar de que el universo literario de Landero no es el que más me interesa, al no adaptarse al estándar literario que poseo, siempre, aunque como en esta ocasión un poco más tarde la cuenta, acabo por leer sus novelas, que normalmente me suelen hacer reír, aunque al final, cuando cierro sus novelas, casi nunca consigo que me aporten nada.
Me resulta curioso que la mejor novela en mi opinión del extremeño, “Caballeros de fortuna”, la única que he leído en dos ocasiones, sea la que él más deteste, y que la que el autor prefiere, “El guitarrista”, para mi gusto sea la más débil de todas las que ha publicado, lo que quiere decir entre otras cosas, que no soy un buen lector de Landero, al no encajar en su forma de entender el arte de la novela. No obstante, después de leer “Retrato de un hombre inmaduro”, tengo que reconocer, que a pesar de que no sea una obra que recomendaría a mis amigos, a mis amigos de verdad, que es una buena novela, al cumplir los objetivos que creo que el autor se impuso, y en donde el fondo y la forma se adaptan a la perfección. La historia trata de alguien, del que nunca se llega a saber su nombre, que le cuenta a una mujer, de la que tampoco se llega a saber nada, en los últimos días de su vida lo que había sido su existencia, y que al comprender que había carecido de un discurso unitario, de una línea maestra a seguir, se ve obligado a narrar la multitud de acontecimientos, que son los que en realidad habían, a falta empresas mayores, conformado su vida. Y ahí, en esos acontecimientos, mostrados como si se trataran de escenas independientes, todas ellas, como dije con anterioridad a un paso del absurdo, y que obligan a que el lector por el absurdo de dichas escenas se sonría o se ría abiertamente, se encuentra la fortaleza de esta novela, que sin duda alguna se posiciona entre las mejores del autor.
Creo que nunca hay que exigirle nada a nadie, salvo que sea fiel hacia aquello en lo que cree, máxima que también, por supuesto, hay que extender al plano literario. A Landero, aunque a veces uno tenga la tentación de exigirle una obra de altura, sobre todo después de calibrar su capacidad literaria, sólo se le puede pedir, porque es de rigor, sobre todo a estas alturas de su carrera, que siga trabajando en las directrices que comenzó a desarrollar con su primera obra “Juegos de la edad tardía”.

Sábado, 09 de enero de 2010

miércoles, 3 de febrero de 2010

La gesta de los caballistas


LECTURAS
(elo.177)

LA GESTA DE LOS CABALLISTAS
Manuel Chaves Nogales
Austral, 1937

Hasta ahora, la obra de Manuel Chaves Nogales, a pesar de tener excelentes referencias de ella, me resultaba completamente desconocida. Nunca, lo reconozco, había tenido un interés real por acercarme a ella, lo que puedo atribuir, a que se trataba de alguien, que por su heterodoxa visión de la guerra civil, y de todo lo que sucedió en la misma, no se encontraba entre los autores alabados y consagrados por los herederos de alguno de los dos bandos que se enfrentaron entre sí. La denominada progresía, sector que para bien o para mal es el que ha monopolizado la vida cultural durante demasiados años en este país, siempre se ha conformado con darle la espalda al periodista sevillano, manteniéndolo en el olvido al no difundir su obra, a diferencia de lo que hizo, con innumerables autores de menor valía que sí se ajustaban a sus parámetros. No hace mucho leí la que para muchos es su obra cumbre “Juan Belmonte matador de toros”, texto que no me dejó un buen sabor de boca, al basarse en determinados arquetipos que siempre he detestado sobre el arte, la sabiduría y la gracia de los andaluces. No obstante, mientras leía ese libro, cayó en mis manos, sin esperarlo y sin buscarlo, “A sangre y fuego”, conjunto de relatos que bajo el magnífico subtítulo de “Héroes, bestias y mártires de España”, estoy leyendo y saboreando desde hace tiempo, poco a poco, como hay que hacer siempre con las cosas de gran valor, que me está haciendo comprender, lo que en realidad se ocultó y alimentó aquella fraticida contienda, que no fue otra cosa que el odio y la barbarie, realidades que fueron reavivadas por unas ideologías que consiguieron, gracias a su poder movilizador, profundizar y agrandar la brecha que dividía por aquel entonces a la sociedad española. Si el primer relato que leí, “Masacre, masacre”, consiguió sobrecogerme, éste, posiblemente más cercano, me ha obligado a reflexionar sobre el poder que poseen las ideologías, no ya para empujar hacia la violencia, sino para dinamitar todos los puentes que en condiciones normales se deben tender entre los seres humanos, o lo que es lo mismo, para encastillarnos en grupos cerrados entre sí, que provocan la incomunicación, que con posterioridad, y de forma inevitable, da paso a la violencia. Esa incomunicación, para colmo, hace imposible la política, que es el arte de mantener en todo momento las puertas abiertas, y que aspira a eso tan difícil, en determinadas circunstancias, que es establecer e institucionalizar acuerdos entre los que, en principio, difícilmente podrían llegar a entenderse. Sin política es imposible la convivencia, y sin ésta, la civilización sólo podrá ser una ilusión. La barbarie es prepolítica, y se asienta en la creencia de que uno siempre tiene razón, y que el otro, el diferente, el que no es de los nuestros, nunca podrá llegar a tenerla, lo que significa, que para imponer la razón, la verdad, es imprescindible como paso previo, acabar con ese otro que se presenta como enemigo, y que en el fondo lo único que desea es imponer la sinrazón y la falsedad. Así las cosas, cuando en el mundo reinan las ideologías, cuando las sociedades se configuran como conjuntos de bloques herméticamente cerrados entre sí, se dan todos los condicionantes, para que al menor roce todo salte por los aires, como ocurrió en la España del treinta y seis.
Chaves Nogales aborda la anterior cuestión dibujando una historia, en los inicios de la guerra civil, en donde queda de manifiesto, que pertenecer a uno de los dos bandos, imposibilitaba eso tan natural y necesario como es la amistad con alguien que militara en la causa contraria, al poder acarrear la acusación de alta traición. Días después del “glorioso” alzamiento, la represión por parte de los golpistas se extiende por el campo andaluz, no siendo pocos los terratenientes, los señoritos andaluces, que crean partidas con objeto de ayudar al ejército regular a exterminar a “los rojos” que aún mantenían cierta resistencia en lo que ellos denominaban sus territorios. En una de esas partidas iba Rafael, el hijo de uno de aquellos señoritos que “se habían tirado al monte”, que presta ayuda, haciendo “la vista gorda”, con objeto de que pudiera escapar un antiguo amigo suyo, el maestro del pueblo, que para colmo era el cabecilla de los comunistas de la zona. Ambos fueron detenidos, pero uno fue fusilado, evidentemente el maestro, mientras que el otro, fue enviado a un exilio dorado a Gibraltar.
En esta historia, el autor, quiere dejar claro, que entre las dos españas enfrentadas, existía otra España, minoritaria por supuesto, que fue aplastada por ambos bandos, cuyos miembros, si tuvieron suerte, pudieron abandonar el país, o en caso contrario, quedar durante demasiado tiempo enterrados en el ostracismo más absoluto. La figura del señorito Rafael, representa a todos lo que no podían comprender el odio que se desparramó y anegó a un país, al que le resultó más fácil intentar solucionar sus seculares contracciones a garrotazos que por medio de la razón.
Este pequeño pero intenso relato, habla a las claras del terror que se apoderó de España a consecuencia del odio acumulado y de la incapacidad de los españoles de afrontar los problemas mediante el diálogo, pero también deja en evidencia, la importancia de la obra de Chaves Nogales para intentar comprender lo que ocurrió, lejos de los discursos propagandísticos que aún llegan hasta nosotros, en esa España que tardó tantos y tantos años en recuperarse, debido a la ingente cantidad de sangre que se derramó.
Miércoles, 23 de diciembre de 2009