LECTURAS
(elo.303)
EL ANARQUISTA
QUE SE LLAMABA COMO YO
Pablo Martín
Sánchez
Acantilado, 2012
A
pesar de la importancia que desde todos los ángulos se da a la lectura, la
credibilidad de las novelas, como algo que vaya más allá del propio entretenimiento,
se encuentra por los suelos. Siempre que toco este tema me acuerdo de mi
abuela, que viéndome un día tirado con un libro en el sofá en la casa de mis
padres, preocupada me dijo, “espero que no estés leyendo una novela…”, y es que
ella, con la difícil vida que había sobrellevado, y procurando siempre lo mejor
para mí, no podía pasársele por la cabeza que desperdiciara mi tiempo con la
lectura de novelas. El otro día, para seguir abundando en el mismo tema, cuando
fui a recoger un libro a la biblioteca pública del barrio, la encargada me
dijo, con cierto orgullo, que desde hacía tiempo sólo leía ensayos y
biografías, dándome a entender que despreciaba a las novelas basándose en el
argumento de siempre, el mismo que tenía mi abuela, el de que las novelas no
aportan nada, nada salvo contar una historia que en el mejor de los casos sólo
puede servir para pasar un rato agradable con ella. Vivimos unos tiempos
extraños, en el que conviven de forma aislada lo que es útil por un lado, y por otro, todo aquello
que sólo nos sirve para entretenernos, sin que se nos pase ni tan siquiera por
la cabeza, porque los acontecimientos cotidianos y la experiencia nos lo
impide, que pueda haber algo que al tiempo que nos entretenga, o que incluso
nos divierta, pueda tener alguna utilidad. Siempre he creído, no obstante, que
la novela, que al menos las buenas novelas, son ante todo, o tienen que ser
ante todo importantes instrumentos de conocimiento, pues tienen la facultad de
aportarle vida a los conceptos, a unos conceptos que son el alma de otra
disciplina, la filosofía, o para humanizar con la amenidad de sus tramas a la historia,
que en demasiadas ocasiones se presenta excesivamente tediosa, por lo que,
suelo dejar a un lado a aquellas novelas que sólo aspiren a hacerme pasar un
buen rato, en una especie de reconocimiento a mi abuela, pero sobre todo, por
la idea que poseo de lo que tiene que ser la
función del arte. Sí, porque el arte, en cualquiera de sus expresiones,
nunca puede ejercer la función de ser mero florero. No obstante, de vez en
cuando, me apetece leer una novela para encerrarme con ella durante un largo
fin de semana, sin esperar nada de ella, salvo que me haga olvidar el lento
transcurrir de las horas, para lo que es
fundamental, pues en esas ocasiones es lo único que exijo, que estén bien
construidas.
Estas
novelas, las que desde la calidad sólo aspiran
a hacer pasar un buen rato, consiguen algo importante, algo que muchas
obras más pretenciosas ni de lejos pueden alcanzar, que es la de superar el
primer obstáculo que toda buena novela tiene la obligación de rebasar, la de
tirar con fuerza del lector, la de obligar a este a leer y a leer, la de
proporcionarle al que lee el placer suficiente para que no abandone la lectura,
lo que sin duda, digan lo que digan los entendidos, es lo más difícil del arte
de la novela. Es posible que con estas novelas, que son más difíciles de
encontrar de lo que en principio se podría pensar, sólo se consiga hallar
cierto placer, cierto placer en la lectura por la lectura, lo que a todas luces
en determinados momentos es más que suficiente, sobre todo cuando las otras,
las que tratan de profundizar en temas escabrosos, en cuestiones profundas, en
contadas ocasiones consiguen que un lector avezado pueda superar la siempre
emblemática página veinticinco.
Tengo
que reconocer que llevaba tiempo sin disfrutar de lo que leía, y eso que no
paraba de leer, por lo que me estaba planteando muy seriamente mantenerme
alejado de las novelas, pues estimaba que lo que me ocurría estaba ocasionado
por cierto cansancio, por cierto hartazgo, lo que sin duda se solventaría
dándole la espalda durante un tiempo, para refugiarme en otros géneros
literarios, lo que me ayudaría a coger fuerzas para volver a ella con ganas.
Pero olvidaba, o no quería ver, que aparte de ese cansancio, que existía, que
más que cansancio era empacho, también estaba el hecho de que lo que llegaba a
mis manos, ni de lejos, por una especie de extrañas circunstancias, se
encontraba a la altura de lo que una buena novela tiene que ser.
Y
en estas estaba cuando tropecé, y digo tropecé, con “El anarquista que se
llamaba como yo”. No conocía al autor, ni tan siquiera había oído hablar de él,
pero me llevé la novela a casa sin dudarlo, sin saber ni tan siquiera de qué
iba, por dos cuestiones, por estar editada por Acantilado, lo que casi siempre
es una garantía, y por el hecho de que se trataba de un escritor desconocido,
pues en estos momentos en los que nadie arriesga, que una editorial como
Acantilado, o cualquier otra de prestigio, apueste por alguien desconocido en el mundo de
las letras, tenía que ser motivo más que suficiente para tener asegurado algo
interesante. Y por supuesto no erré, pues me he encontrado con una novela que
se deja leer, que cuenta la historia de un apacible anarquista que se ve
envuelto en los acontecimientos, que vive en primera línea, más importantes de
la época que le tocó vivir, desde la carnicería que supuso La Gran Guerra,
pasando por La semana Trágica de Barcelona, hasta participar en un descabellado
intento de invadir España, desde Francia, para hacer caer la dictadura de Primo
de Rivera, lo que le condujo a ser condenado a garrote vil. La novela está muy
bien ambientada, lo que ha tenido que suponer un importante trabajo de
documentación por parte del autor, que en principio realiza la novela, al menos
eso dice, porque en “Google” encontró a alguien, a ese anarquista que se
llamaba igual que él. Lo mejor de la novela, sin duda, es lo bien que está
contada la historia, ya que a pesar del grosor de la misma, seiscientas
páginas, en ningún momento se hace pesada, lo que en buena medida puede
deberse, además de a las cualidades para la narrativa del autor, que resultan
evidentes, a la saludable estructura que plantea, que aligera y logra amenizar
la historia. La novela está dividida en dos planos, dos planos que de forma
clásica se van intercalando capítulo a
capítulo, narrándose en uno de ellos la vida del protagonista desde que nace
hasta que se ve trabajando en una
imprenta en París, mientras que en la otra, se cuenta desde ese mismo momento
hasta que teóricamente es ejecutado en Pamplona.
“El
anarquista que se llamaba como yo”, es una novela agradable, bien construida,
que sin aspirar a nada más que a eso, a contar una historia bien contada,
consigue que el lector se sumerja en la misma sin poder abandonarla hasta el
final.
Lunes, 19 de
mayo de 2014