viernes, 27 de junio de 2014

El anarquista que se llamaba como yo

LECTURAS
(elo.303)

EL ANARQUISTA QUE SE LLAMABA COMO YO
Pablo Martín Sánchez
Acantilado, 2012

                        A pesar de la importancia que desde todos los ángulos se da a la lectura, la credibilidad de las novelas, como algo que vaya más allá del propio entretenimiento, se encuentra por los suelos. Siempre que toco este tema me acuerdo de mi abuela, que viéndome un día tirado con un libro en el sofá en la casa de mis padres, preocupada me dijo, “espero que no estés leyendo una novela…”, y es que ella, con la difícil vida que había sobrellevado, y procurando siempre lo mejor para mí, no podía pasársele por la cabeza que desperdiciara mi tiempo con la lectura de novelas. El otro día, para seguir abundando en el mismo tema, cuando fui a recoger un libro a la biblioteca pública del barrio, la encargada me dijo, con cierto orgullo, que desde hacía tiempo sólo leía ensayos y biografías, dándome a entender que despreciaba a las novelas basándose en el argumento de siempre, el mismo que tenía mi abuela, el de que las novelas no aportan nada, nada salvo contar una historia que en el mejor de los casos sólo puede servir para pasar un rato agradable con ella. Vivimos unos tiempos extraños, en el que conviven de forma aislada lo que es  útil por un lado, y por otro, todo aquello que sólo nos sirve para entretenernos, sin que se nos pase ni tan siquiera por la cabeza, porque los acontecimientos cotidianos y la experiencia nos lo impide, que pueda haber algo que al tiempo que nos entretenga, o que incluso nos divierta, pueda tener alguna utilidad. Siempre he creído, no obstante, que la novela, que al menos las buenas novelas, son ante todo, o tienen que ser ante todo importantes instrumentos de conocimiento, pues tienen la facultad de aportarle vida a los conceptos, a unos conceptos que son el alma de otra disciplina, la filosofía, o para humanizar con la amenidad de sus tramas a la historia, que en demasiadas ocasiones se presenta excesivamente tediosa, por lo que, suelo dejar a un lado a aquellas novelas que sólo aspiren a hacerme pasar un buen rato, en una especie de reconocimiento a mi abuela, pero sobre todo, por la idea que poseo de lo que tiene que ser la  función del arte. Sí, porque el arte, en cualquiera de sus expresiones, nunca puede ejercer la función de ser mero florero. No obstante, de vez en cuando, me apetece leer una novela para encerrarme con ella durante un largo fin de semana, sin esperar nada de ella, salvo que me haga olvidar el lento transcurrir de las  horas, para lo que es fundamental, pues en esas ocasiones es lo único que exijo, que estén bien construidas.
                        Estas novelas, las que desde la calidad sólo aspiran  a hacer pasar un buen rato, consiguen algo importante, algo que muchas obras más pretenciosas ni de lejos pueden alcanzar, que es la de superar el primer obstáculo que toda buena novela tiene la obligación de rebasar, la de tirar con fuerza del lector, la de obligar a este a leer y a leer, la de proporcionarle al que lee el placer suficiente para que no abandone la lectura, lo que sin duda, digan lo que digan los entendidos, es lo más difícil del arte de la novela. Es posible que con estas novelas, que son más difíciles de encontrar de lo que en principio se podría pensar, sólo se consiga hallar cierto placer, cierto placer en la lectura por la lectura, lo que a todas luces en determinados momentos es más que suficiente, sobre todo cuando las otras, las que tratan de profundizar en temas escabrosos, en cuestiones profundas, en contadas ocasiones consiguen que un lector avezado pueda superar la siempre emblemática página veinticinco.
                        Tengo que reconocer que llevaba tiempo sin disfrutar de lo que leía, y eso que no paraba de leer, por lo que me estaba planteando muy seriamente mantenerme alejado de las novelas, pues estimaba que lo que me ocurría estaba ocasionado por cierto cansancio, por cierto hartazgo, lo que sin duda se solventaría dándole la espalda durante un tiempo, para refugiarme en otros géneros literarios, lo que me ayudaría a coger fuerzas para volver a ella con ganas. Pero olvidaba, o no quería ver, que aparte de ese cansancio, que existía, que más que cansancio era empacho, también estaba el hecho de que lo que llegaba a mis manos, ni de lejos, por una especie de extrañas circunstancias, se encontraba a la altura de lo que una buena novela tiene que ser.
                        Y en estas estaba cuando tropecé, y digo tropecé, con “El anarquista que se llamaba como yo”. No conocía al autor, ni tan siquiera había oído hablar de él, pero me llevé la novela a casa sin dudarlo, sin saber ni tan siquiera de qué iba, por dos cuestiones, por estar editada por Acantilado, lo que casi siempre es una garantía, y por el hecho de que se trataba de un escritor desconocido, pues en estos momentos en los que nadie arriesga, que una editorial como Acantilado, o cualquier otra de prestigio,  apueste por alguien desconocido en el mundo de las letras, tenía que ser motivo más que suficiente para tener asegurado algo interesante. Y por supuesto no erré, pues me he encontrado con una novela que se deja leer, que cuenta la historia de un apacible anarquista que se ve envuelto en los acontecimientos, que vive en primera línea, más importantes de la época que le tocó vivir, desde la carnicería que supuso La Gran Guerra, pasando por La semana Trágica de Barcelona, hasta participar en un descabellado intento de invadir España, desde Francia, para hacer caer la dictadura de Primo de Rivera, lo que le condujo a ser condenado a garrote vil. La novela está muy bien ambientada, lo que ha tenido que suponer un importante trabajo de documentación por parte del autor, que en principio realiza la novela, al menos eso dice, porque en “Google” encontró a alguien, a ese anarquista que se llamaba igual que él. Lo mejor de la novela, sin duda, es lo bien que está contada la historia, ya que a pesar del grosor de la misma, seiscientas páginas, en ningún momento se hace pesada, lo que en buena medida puede deberse, además de a las cualidades para la narrativa del autor, que resultan evidentes, a la saludable estructura que plantea, que aligera y logra amenizar la historia. La novela está dividida en dos planos, dos planos que de forma clásica se  van intercalando capítulo a capítulo, narrándose en uno de ellos la vida del protagonista desde que nace hasta  que se ve trabajando en una imprenta en París, mientras que en la otra, se cuenta desde ese mismo momento hasta que teóricamente es ejecutado en Pamplona.
                        “El anarquista que se llamaba como yo”, es una novela agradable, bien construida, que sin aspirar a nada más que a eso, a contar una historia bien contada, consigue que el lector se sumerja en la misma sin poder abandonarla hasta el final.


Lunes, 19 de mayo de 2014

martes, 3 de junio de 2014

Qué fue de los Mulvaney

LECTURAS
(elo.302)

QUÉ FUE DE LOS MULVANEY
Joyce Carol Oates
Lumen, 1996

            No conocía a Carol Oates, de la que sólo había leído algún que otro relato corto, pero después de que alguien encarecidamente me recomendara esta novela, “Qué fue de los Mulvaney”, que me ha costado trabajo encontrar a pesar de ser considerada como una de sus mejores obras, leí otras que realmente me sorprendieron de la misma autora, sobre todo “Hermana mía, mi amor”, por lo que ahora, cuando por fin la he podido leer, la sensación que me ha quedado no se encuentra, ni mucho menos, a la altura de las expectativas que había generado sobre esa novela. No es que me haya defraudado, no, pero tengo que admitir que esperaba más de ella, al haberme resultado demasiado larga para encontrar en lo leído tan poco. Para colmo, el tema me ha resultado demasiado recurrente, la descomposición de una familia modélica norteamericana por un suceso que le estalló bajo su misma línea de flotación, que creo que no ha sido tratado, desarrollado de la forma adecuada, prueba de ello es  que la novela llega en determinados momentos a cansar, lo que denota que algo falla en ella. El mismo tema, el mismo, ha sido abordado por otros autores norteamericanos, baste recordar a Cheever, desde diferentes perspectivas, pues la extremada debilidad sobre la que siempre se ha asentado la clase media de ese país, en todo momento hipotecada por su consumismo compulsivo, por la necesidad de aparentar ante los demás, con objeto de poder ser considerados como iguales ante los miembros de la comunidad a la que deseaba pertenecer, o la importancia desestabilizadora del alcohol, en el que tradicionalmente ahogaba todos sus desencantos, ha quedado de manifiesto en un sin fin de obras literarias de primer nivel.
                        Desde hace tiempo tengo claro que una buena novela es aquella que logra tirar del lector, la que consigue que éste lea y lea sin cesar, sin aburrirse, sin desear que acabe de una maldita vez lo que está leyendo. Resulta evidente que este es, sea cual sea el nivel de la novela y de quien lea, la prueba de fuego que tiene que pasar toda buena obra literaria, umbral que no todas, a pesar de la fama que pudieran llegar a tener, consiguen superar. Cada lector es el que es, teniendo diferentes grados de exigencia, de suerte, que para lo que uno pudiera parecer bueno, para otro puede resultar soporífero, aunque hay que subrayar que siempre hay elementos objetivos que enmarcan y singularizan a toda obra de calidad. No cabe duda que “Qué fue de los Mulvaney” tiene esos elementos, pero también posee otros que la lastran, la vulgarizan y la hacen pesada.
                        En esta obra también queda de manifiesto la capacidad narrativa de la autora, que es de discurso largo, pero creo que excepto en la primera parte, en la que realiza una elogiosa apertura, cae en una exposición bastante lineal y previsible, que como dije con anterioridad, llega, o puede llegar a aburrir al lector, pues la literatura de Carol Oates, cuando se dedica a contar y a contar, sin oxigenar mediante cambios estructurales la narración, parece que es de  otro tiempo, de cuando presentar una novela de setecientas páginas, en donde todas la variables abiertas quedaban perfectamente cerradas, era perfectamente normal. Sí, porque a estas alturas, presentar un tema excesivamente manoseado por muchos, sin aportar nada más, como sí me aportó la primera novela que leí de ella, “Hermana mía, mi amor”, que realmente era arriesgada estructuralmente, a estas alturas carece de sentido.
                        Como dije en un comentario que escribí hace unos meses sobre la autora, creo que en la forma de concebir la literatura de Carol Oates, queda de manifiesto la grandeza y también los problemas que presenta el realismo literario norteamericano, que a veces cae en “un garbancerismo”, como se diría por estos pagos, a  todas luces insufrible, aunque está claro, muy claro, que este tipo de literatura siempre contará con un público fiel, muy sano, ese que a lo único que aspira es a que le cuenten historias bien contadas, lo que puede que no sea una mala aspiración después de todo.
                        De todas formas, en la novela he encontrado algo que no me ha acabado de convencer del todo, y es la perspectiva desde la que se cuenta, que creo que no funciona, que no resulta creíble, aunque si se hubiera potenciado bien este punto de apoyo presentado, si se hubiera utilizado correctamente, estimo que el resultado final hubiera sido otro muy diferente. La historia la cuenta el hijo mayor de los Mulvaney, que en muchas ocasiones funciona como narrador omnímodo y otras no, utilizando la autora a lo largo del relato tanto la tercera como la primera persona, lo que estoy convencido que hace conscientemente aprovechando que el narrador era periodista y la capacidad fabuladora de éste, pero creo que con esta opción, aparte de desequilibrar la novela, consigue cortarle las alas.
                        “Qué fue de los Mulvaney”, aunque ni de lejos es  una mala novela, sí me ha quitado, al menos de momento, las ganas de sumergirme en otra de las múltiples novelas de la norteamericana, pues me ha dado la sensación, que con las tres suyas que he leído he captado su discurso y su forma de escribir, que al menos en dos de ellas me ha resultado agotador. No obstante, siempre tiene que haber un pero, estoy convencido que es  una autora muy recomendable, pues su literatura puede conseguir aplacar, desde la calidad, y de forma muy digna, la sed de historias, de novelones, que muchos aún tienen, aunque en condiciones normales la lectura de cualquiera de ellas, se pueda prolongar durante algo más de un mes.


Jueves, 7 de mayo de 2014