viernes, 26 de noviembre de 2010

Verano



LECTURAS
(elo.203)

VERANO
J.M. Coetzee
Mondadori, 2010

Dicen, imagino que por aquello de la perspectiva, que la visión más exacta de uno la poseen los demás, y más concretamente, aquellos que, por unas circunstancias o por otras, se han encontrado en un momento dado cerca de nosotros. Según este planteamiento, del que dudo y del que mantengo mis reservas, la imagen que uno posee de sí mismo se puede venir abajo cuando se la enfrenta a las que otros poseen de nosotros, hecho que de suerte, debe al menos conseguir perturbarnos. Los demás, los otros, actúan como un espejo en el que teóricamente nos reflejamos, devolviéndonos esa imagen, que en demasiadas ocasiones poco o nada se parece a la que con el tiempo creímos haber elaborado. ¿Pero es exacta, como se dice, esa imagen que nos reenvían y que poseen los que nos rodean? Creo que no, pues los otros, la gente que amamos, que odiamos o que nos resultan más o menos indiferentes, también conforman un espejo cóncavo, que en ningún caso podría considerarse, ni mucho menos, como neutral o imparcial. Esto es así, porque ellos, como no podría ser de otra forma, también se encuentran sometidos, aunque desde fuera se les observe diáfanos y dotados de una objetividad envidiable, a múltiples condicionantes que consiguen malear tanto la imagen que reciben como la que transmiten. Entonces, ¿dónde se puede asomar uno para tener una visión digamos que objetiva de lo que realmente se es? Evidentemente en ningún lugar, o para ser más exacto en todos, pues con toda seguridad, en cada fragmento de lo que nos llega de nosotros, por muy distorsionado que en ellos nos encontremos, allí se podrá hallar algo, aunque sólo sea algo de lo que efectivamente somos. Yo no puedo ser el mismo, aunque para los partidarios del yo-unitario pueda resultar una aberración, para Manolo que para Juan, para Ana o para Consuelo, no ya porque Manolo, Juan, Ana o Consuelo sean diferentes, sino porque yo no puedo ser igual con unos que con otros, por no hablar de lo que yo considero positivo de mi carácter y Consuelo puede considerarlo, porque está en su derecho, porque ella no soy yo, como mezquino y deplorable. Para que uno pueda conocerse no basta con aislarse en los riscos de una montaña perdida, pero tampoco en la multitud de opiniones que sobre uno van vertiendo los demás, siendo necesario un serio ejercicio de observación y crítica, que siempre, y esto es importante subrayarlo, debe estar guiado o tutelado, por la idea de lo que uno quiere ser. Sí, porque se debe aspirar en todo momento a ser mejor, a limar las aristas que se saben, que uno sabe que pueden resultar tóxicas, que tienen la virtud de arañar demasiado, convencimiento al que sólo se puede llegar, teniendo siempre pendiente un ideal de comportamiento al que necesariamente, con todas las singularidades que uno pueda aportar, cada cual debe acercarse. Por todo lo anterior, cuando un autor habla de sí mismo cuando a la hora de afrontar su autobiografía, por muy crítico que sea, por mucho que aparentemente se despelleje, hay que tener mucho cuidado ya que la visión que aporta es la suya, o en el peor de los casos, la que desea que quede en la memoria de los que la leen.
Partiendo de lo anterior, en primer lugar tengo que señalar que me ha resultado curiosa la forma en que Coetzee afronta la tercera parte de sus memorias, en donde él sólo aparece, al menos eso parece, en una serie de notas, al principio y al final de la obra, casi todas sin desarrollar. Dichas memorias, en principio se presentan como una biografía de un periodo de su vida, el que abarca desde que regresa de los Estados Unidos a Sudáfrica y desde ese momento hasta que consigue sus primeros reconocimientos literarios. El trabajo no lo firma el propio Coetzee, pues se nos dice que el autor ya había fallecido, sino un investigador, que mediante diferentes entrevistas con personas que estuvieron cerca del Nóbel durante esa parte de su vida, va presentando una imagen de él, que evidentemente nada tiene que ver con lo que uno espera encontrar de alguien de su categoría. Ni que decir tiene que Coetzee no ha muerto, y que es él el que escribe la novela, o la autobiografía, aunque creo que es más lo primero que lo segundo, llamando la atención, que no coincidan ni tan siquiera las fechas en las que regresó a su país. Cuando uno termina de leer la obra, comprende que todo es mentira, que nada de lo que se desarrolla corresponde con la realidad, y que la imagen que de él mismo nos hace llegar, casi siempre patética, ni de lejos es la del propio autor, dando la sensación, de que Coetzee, además de reírse de sí mismo, desea eliminar el boato que su figura ha llegado a alcanzar. No obstante, pese a lo anterior, que parece que no es más que un divertimento literario, de gran calidad por cierto, en lo que se va leyendo, en lo que van contado los diferentes interlocutores, se pueden encontrar, sobre todo si se ha leído su obra, afirmaciones que sí corresponden a las del propio autor, sobre todo las que hablan de la visión que tenía, o que tiene para ser más precisos sobre Sudáfrica. Fabular sobre uno, reírse de uno mismo, es demostrar que se posee la inteligencia necesaria para no creerse, al menos literalmente, ninguna de las imágenes que a uno le llegan, ni de las que parten de la idea que uno posee de sí mismo, lo que es buena actitud, para seguir enfrentándose a la existencia sin demasiadas ataduras.
A pesar de los altibajos que presenta su obra, estoy convencido, y lo he repetido en innumerables ocasiones, que el último Nóbel de literatura merecido, y se han otorgado unos cuantos, fue el que le concedieron al sudafricano, pues una novela como “Desgracia”, por sí sola hubiera merecido que su autor consiguiera tan distinción, pero no sólo por ella, ya que su empeño constante por innovar, como en esta su última obra, “Verano”, o por su lenguaje diáfano, que a pesar de todo siempre aspira a algo más que a contar una historia, lo convierten en uno de los pocos autores, a nivel internacional, que a pesar de su edad, consiguen hacer avanzar la literatura.

Jueves, 26 de agosto de 2010

sábado, 20 de noviembre de 2010

Yo maldigo el río del tiempo



LECTURAS
(elo.202)

YO MALDIGO EL RÍO DEL TIEMPO
Per Petterson
Mondadori, 2008


Hay novelas a las que sólo se puede acceder gracias a la recomendación de alguien de confianza, como ésta de Per Petterson, autor del que nunca en mi vida había escuchado hablar, a pesar de que al parecer, cuenta con un prestigio considerable y no sólo en su país. Desde que ese alguien me habló de esta novela, la tenía pendiente, aunque para ser sincero, no para correr a buscarla como he hecho con otras muchas, sino con la extraña esperanza de que un golpe de fortuna la dejara en mis manos, como al final, y de forma sorprendente ha ocurrido. En primer lugar, y antes de comenzar, tengo que decir que esperaba más, mucho más de la obra en cuestión, posiblemente por el crédito que me aportaba quien me la recomendó, que no se distingue, y menos en cuestiones literarias, por regalar elogios a nadie, aunque estoy seguro que el problema no ha partido de él, sino de las diferencias que existen entre las formas que ambos tenemos de entender la literatura. Yo soy, por ejemplo, partidario de una literatura menos intimista que él, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que la que yo prefiero sea mejor, sino sólo que somos lectores diferentes.
La novela, aunque el tema me ha parecido demasiado trillado, la he leído bien, sobre todo porque está muy bien escrita, pero una vez terminada me ha resultado intrascendente, o lo que es lo mismo, que “Yo maldigo al río del tiempo” es una novela formalmente aceptable, incluso muy aceptable, pero que no ha conseguido dejarme nada que merezca la pena subrayar. Intentaré desarrollar lo anterior, pues tal juicio, para muchos, podría resultar injusto al no valorar lo que al parecer siempre hay que valorar. Hace muchos años, un conocido de forma algo primaria, decía cuando una novela le había gustado pero no demasiado, “que sí, que estaba bien, pero que no le había matado”. Pues bien, en este caso yo diría lo mismo, que la novela del noruego es interesante, e incluso recomendable, pero que no ha conseguido matarme, y aún más, que ni siquiera ha logrado herirme. Si lo anterior lo redondeo afirmando que una buena novela, al menos para mí, no es aquella que cuadra por los cuatro costados, sino la que consigue desestabilizarme por entero, la que no me deja indemne, no me queda más remedio que decir, que la novela de Petterson, la que me había recomendado con tanto interés mi amigo, no es más que una obra bien elaborada de las muchas que anegan anualmente las librerías, pero también de las muchas que pasan sin pena ni gloria por las mesas de novedades de esos mismos establecimientos. Hoy en día, como he repetido en innumerables ocasiones, difícilmente uno logra encontrarse con una novela mala en sí, que esté mal desarrollada, pues la necesaria criba que llevan a cabo las editoriales dejan en la cuneta a todas las que no llegan a un nivel medio aceptable, aunque otra cosa es, que se suela tropezar con obras que realmente merezcan la pena, esas que por merecimiento propio, logran hacerse con un lugar destacado tanto en nuestras bibliotecas como en nuestras memorias. Esto, aparte de lógico, pues lo bueno puede llegar a considerarse como normal mientras que lo excelente casi siempre resulta milagroso, se observa en la actualidad más que nunca, ya que la técnica literaria, posiblemente debido a que cada día existen más aspirantes a ser escritores, es dominada cada día por más personas. Por ello, que uno se encuentre con una buena obra literaria, de esas que poco margen dejan a las críticas, es algo cada día más habitual, lo que debe obligar a que se eleve el nivel de exigencia, a que se le pida a lo que se lee un plus añadido que vaya más allá de la inexistencia de aristas en la narración, un algo más que necesariamente debe encontrarse en el contenido de lo que se cuenta, en el fondo más que en la forma, en la existencia de un discurso diferente al que cotidianamente uno se encuentra en cada esquina de su existencia. Y esto no es tan fácil, pues son pocos, muy pocos, los novelistas que tienen algo nuevo, y no digo diferente que decir. El futuro de la literatura se encuentra en ese reducido grupo de escritores que no se conforman con dejar de manifiesto sus excelentes dotes literarias, sino en los que a pesar de poseer esas dotes, se aventuran por senderos en principio impracticables, para los que “el qué decir”, es más importante, y estoy convencido que no estoy incurriendo en un pecado literario, que “el como decirlo”.
Dije con anterioridad, que la novela de Petterson cuenta una historia que ya se ha contado en innumerables ocasiones, la de alguien, que en un momento de crisis, movido o empujado por una serie de acontecimientos, en este caso por la huida de su madres también hacia el encuentro de su pasado después de que le diagnosticaran que padecía cáncer, va rememorando facetas de su existencia que se van yuxtaponiendo entre sí, para al final, dejar en la mente del lector una trayectoria, que como si de un río se tratara, acaba por desembocar en el frustrante delta en el que se encontraba atorado el protagonista. Como he dicho con anterioridad, la historia está bien desarrollada, aunque puede llamar la atención que el narrador consiga tener la información precisa sobre acontecimientos en los que no estuvo presente, lo que siendo un poco quisquillosos le puede restar cierta credibilidad a la obra, aunque estoy convencido, que el punto débil de la misma, y valga la redundancia, es la debilidad del contenido de la historia, lo que en mi opinión, acaba por devaluar la novela.
Leer por leer, incluso para los que leemos de forma obsesiva, hace tiempo que ha dejado de tener sentido, por lo que ha llegado el momento, sobre todo en los extraños tiempos en los que vivimos, de exigir una literatura diferente, una literatura que vaya más allá de la construcción de frases perfectas y de la elaboración de ambientes que se acoplen a la perfección a las historias que se deseen contar, ya que esto, seamos realistas, se encuentra en la actualidad al alcance de cualquier aprendiz de escritor. La literatura, la buena literatura debe aspirar a más, aunque sólo sea a conseguir pellizcar el estómago del lector, para que cuando éste abandone la novela una vez leída, en lugar de placer, se encuentre con un extraño malestar que le obligue a comprender que nunca dos y dos, salvo en matemáticas, pueden ser cuatro.

Jueves, 19 de agosto de 2010