
LECTURAS
(elo.157)
VÍA REVOLUCIONARIA
Richard Yates
Alfaguara, 1.961
El síndrome Bovary, el que de forma constante, empuja al que lo padece a pensar y a soñar en lo que debería de ser su vida en lugar de centrarse en la que es, resulta letal por necesidad, entre otras razones, porque impide saborear la vida que realmente se vive, en aras de otras que nunca han existido más que en la imaginación de quien la anhela. Es una patología que imposibilita esos mínimos de felicidad y de armonía, tan necesarios para llevar una existencia saludable, ya que instala al que la sufre, en el reino de la insatisfacción y del desasosiego permanente. Se podría decir, sin embargo, que la insatisfacción es la causa de que la historia siga avanzando, lo que nos obliga a trabajar día a día, con la intención de mejorar tanto lo que somos como el mundo que nos rodea, pero lo anterior, tan propio de la cultura occidental, posee un lado oscuro e incluso tenebroso, pues al mismo tiempo posee la virtud de destrozar la vida de los que se toman demasiado en serio el ideal que a lo largo del tiempo han ido tejiendo, ideal que en la mayoría de las ocasiones resulta inalcanzable. El estilo de vida occidental, siempre, para lo bueno y para lo malo, se ha distinguido por obligarnos a correr sin descanso con la intención tratar de alcanzar la zanahoria del deber ser, que indudablemente ha posibilitado, en principio, las más altas cotas de calidad de vida que históricamente se han podido alcanzar, a pesar de que también ha provocado unas tasas de desarraigo no igualadas, ni de lejos por otras culturas. Entre ese quiero y no puedo, se localiza el telón de Aquiles de nuestra civilización, el centro neurálgico que de forma constante se trata de ocultar, con objeto de intentar paliar, con gratificaciones de todo tipo, la insatisfacción, ese mal de nuestra época, que de forma callada pero tenaz, está corroyendo y destruyendo al hombre contemporáneo. Sí, el ser humano de nuestros días, sobre todo el que desarrolla su existencia en Occidente, evidentemente no se puede quejar de su calidad de vida, pero sin embargo, a pesar de no faltarle de nada, padece un extraño malestar, que se oculta detrás del elevado de número de depresiones que se diagnostican, y también, aunque a cualquier antepasado nuestro le pudiera resultar extraño, en el desencanto generalizado, que ante su propia existencia, padecen importantes sectores de nuestras sociedades. Algo pasa, y ese algo posiblemente tenga que ver, con el hecho de que tradicionalmente se ha dado más importancia a los elementos y a los factores materiales, tan importantes para nuestra existencia, que a los espirituales, que casi siempre, a pesar de ser esenciales para cimentar nuestra estabilidad, se han querido relegar a un segundo o a un tercer plano, olvidándose aquello tan repetido de “que no sólo de pan vive el hombre”. Parece, por tanto, que el hombre de nuestros día cuenta con dos vertientes, una generosamente repoblada con múltiples y variadas especies arbóreas, bien regadas y cuidadas, pero con otra semidesértica, lo que convierte al individuo contemporáneo en un ser descompensado, que carece, si bien no de lo más importante, sí de lo esencial.
En tal brecha introduce Richard Yates su pluma, dejando una novela marcadamente norteamericana, en donde dibuja la vida de un matrimonio, en el que ella, no podía soportar por más tiempo la mortecina existencia de clase media en la que se hundía, al estar convencida de que existía otra diferente, más plena, en la que podría ser feliz. Para salir de tal situación, trata de convencer a su marido, para que este abandone el cómodo pero mediocre empleo que poseía, para poder, juntos, trasladarse a Europa, en donde por fin, hacer realidad la vida con la que tanto había soñado. Pero todo sale mal, hecho que la conduce al suicidio después de practicarse un aborto casero.
No conocía a Richard Yates, aunque el año pasado, vi la película que sobre esta novela realizó Sam Mendes, que sin duda fue la que más me impresionó de las muchas que vi la pasada temporada. No me gusta leer novelas cuya versión cinematográfica he visto con anterioridad, ni tampoco lo contrario, pero al escuchar en repetidas ocasiones, por parte de un amigo cuyos gustos literarios respeto, que se trataba de una obra más que interesante, no tuve más remedio que hacerme con ella y leerla, comprendiendo al instante, que la versión llevada a la gran pantalla se encontraba a la misma altura que el texto, consiguiendo sorprenderme de principio a fin, a pesar de conocer ya la historia, lo que no suele ocurrir. Con anterioridad afirmé, que “Vía revolucionaria” era una novela marcadamente norteamericana, con lo que quise decir sencillamente, para comenzar, que se encuadra a la perfección dentro de los parámetros de una narrativa, que cada día que pasa me interesa más, la literatura de calidad norteamericana, recordándome para colmo, y mucho, a otros autores que admiro, sobre todo a Cheever. Esa forma de entender la literatura se distingue, y eso creo que todo lector debería de agradecerlo, sobre todo en un periodo en donde la novela se mantiene paralizada ante su incierto futuro, en basarse en historias potentes, tratadas con un realismo absoluto, que intenta dejar al descubierto los problemas ante los que tiene que enfrentarse el ser humano, en un época en donde las preocupaciones materiales parece que han quedado definitivamente atrás. Es un tipo de literatura, que sigue pensando, que para afrontar determinados temas, en lugar de huir de la realidad, es fundamental zambullirse en ella, para dejar al descubierto, la erosión que tal realidad provoca en ese hombre en principio tan satisfecho que puebla nuestras sociedades. Para colmo tiene la facultad, de reconciliar al lector con la novela, pues otra de sus características, es la de ser accesible, al poseer un lenguaje y unas estructuras diáfanas, que a diferencia de otras formas de entender la literatura, empeñadas en alejarse cada día más de la comunidad de lectores, trata por todos los medios, sin abandonar en ningún momento la calidad, de presentarse abierta a todos los públicos. Pero pese a lo anterior, es una literatura que en ningún caso puede considerarse ligth, pues casi siempre, tiene la facultad de dejar al lector una sensación extraña, una amarga sensación de fracaso que nada tiene que ver con el espejismo del publicitado hombre de nuestro tiempo.
Domingo, 24 de mayo de 2009
(elo.157)
VÍA REVOLUCIONARIA
Richard Yates
Alfaguara, 1.961
El síndrome Bovary, el que de forma constante, empuja al que lo padece a pensar y a soñar en lo que debería de ser su vida en lugar de centrarse en la que es, resulta letal por necesidad, entre otras razones, porque impide saborear la vida que realmente se vive, en aras de otras que nunca han existido más que en la imaginación de quien la anhela. Es una patología que imposibilita esos mínimos de felicidad y de armonía, tan necesarios para llevar una existencia saludable, ya que instala al que la sufre, en el reino de la insatisfacción y del desasosiego permanente. Se podría decir, sin embargo, que la insatisfacción es la causa de que la historia siga avanzando, lo que nos obliga a trabajar día a día, con la intención de mejorar tanto lo que somos como el mundo que nos rodea, pero lo anterior, tan propio de la cultura occidental, posee un lado oscuro e incluso tenebroso, pues al mismo tiempo posee la virtud de destrozar la vida de los que se toman demasiado en serio el ideal que a lo largo del tiempo han ido tejiendo, ideal que en la mayoría de las ocasiones resulta inalcanzable. El estilo de vida occidental, siempre, para lo bueno y para lo malo, se ha distinguido por obligarnos a correr sin descanso con la intención tratar de alcanzar la zanahoria del deber ser, que indudablemente ha posibilitado, en principio, las más altas cotas de calidad de vida que históricamente se han podido alcanzar, a pesar de que también ha provocado unas tasas de desarraigo no igualadas, ni de lejos por otras culturas. Entre ese quiero y no puedo, se localiza el telón de Aquiles de nuestra civilización, el centro neurálgico que de forma constante se trata de ocultar, con objeto de intentar paliar, con gratificaciones de todo tipo, la insatisfacción, ese mal de nuestra época, que de forma callada pero tenaz, está corroyendo y destruyendo al hombre contemporáneo. Sí, el ser humano de nuestros días, sobre todo el que desarrolla su existencia en Occidente, evidentemente no se puede quejar de su calidad de vida, pero sin embargo, a pesar de no faltarle de nada, padece un extraño malestar, que se oculta detrás del elevado de número de depresiones que se diagnostican, y también, aunque a cualquier antepasado nuestro le pudiera resultar extraño, en el desencanto generalizado, que ante su propia existencia, padecen importantes sectores de nuestras sociedades. Algo pasa, y ese algo posiblemente tenga que ver, con el hecho de que tradicionalmente se ha dado más importancia a los elementos y a los factores materiales, tan importantes para nuestra existencia, que a los espirituales, que casi siempre, a pesar de ser esenciales para cimentar nuestra estabilidad, se han querido relegar a un segundo o a un tercer plano, olvidándose aquello tan repetido de “que no sólo de pan vive el hombre”. Parece, por tanto, que el hombre de nuestros día cuenta con dos vertientes, una generosamente repoblada con múltiples y variadas especies arbóreas, bien regadas y cuidadas, pero con otra semidesértica, lo que convierte al individuo contemporáneo en un ser descompensado, que carece, si bien no de lo más importante, sí de lo esencial.
En tal brecha introduce Richard Yates su pluma, dejando una novela marcadamente norteamericana, en donde dibuja la vida de un matrimonio, en el que ella, no podía soportar por más tiempo la mortecina existencia de clase media en la que se hundía, al estar convencida de que existía otra diferente, más plena, en la que podría ser feliz. Para salir de tal situación, trata de convencer a su marido, para que este abandone el cómodo pero mediocre empleo que poseía, para poder, juntos, trasladarse a Europa, en donde por fin, hacer realidad la vida con la que tanto había soñado. Pero todo sale mal, hecho que la conduce al suicidio después de practicarse un aborto casero.
No conocía a Richard Yates, aunque el año pasado, vi la película que sobre esta novela realizó Sam Mendes, que sin duda fue la que más me impresionó de las muchas que vi la pasada temporada. No me gusta leer novelas cuya versión cinematográfica he visto con anterioridad, ni tampoco lo contrario, pero al escuchar en repetidas ocasiones, por parte de un amigo cuyos gustos literarios respeto, que se trataba de una obra más que interesante, no tuve más remedio que hacerme con ella y leerla, comprendiendo al instante, que la versión llevada a la gran pantalla se encontraba a la misma altura que el texto, consiguiendo sorprenderme de principio a fin, a pesar de conocer ya la historia, lo que no suele ocurrir. Con anterioridad afirmé, que “Vía revolucionaria” era una novela marcadamente norteamericana, con lo que quise decir sencillamente, para comenzar, que se encuadra a la perfección dentro de los parámetros de una narrativa, que cada día que pasa me interesa más, la literatura de calidad norteamericana, recordándome para colmo, y mucho, a otros autores que admiro, sobre todo a Cheever. Esa forma de entender la literatura se distingue, y eso creo que todo lector debería de agradecerlo, sobre todo en un periodo en donde la novela se mantiene paralizada ante su incierto futuro, en basarse en historias potentes, tratadas con un realismo absoluto, que intenta dejar al descubierto los problemas ante los que tiene que enfrentarse el ser humano, en un época en donde las preocupaciones materiales parece que han quedado definitivamente atrás. Es un tipo de literatura, que sigue pensando, que para afrontar determinados temas, en lugar de huir de la realidad, es fundamental zambullirse en ella, para dejar al descubierto, la erosión que tal realidad provoca en ese hombre en principio tan satisfecho que puebla nuestras sociedades. Para colmo tiene la facultad, de reconciliar al lector con la novela, pues otra de sus características, es la de ser accesible, al poseer un lenguaje y unas estructuras diáfanas, que a diferencia de otras formas de entender la literatura, empeñadas en alejarse cada día más de la comunidad de lectores, trata por todos los medios, sin abandonar en ningún momento la calidad, de presentarse abierta a todos los públicos. Pero pese a lo anterior, es una literatura que en ningún caso puede considerarse ligth, pues casi siempre, tiene la facultad de dejar al lector una sensación extraña, una amarga sensación de fracaso que nada tiene que ver con el espejismo del publicitado hombre de nuestro tiempo.
Domingo, 24 de mayo de 2009