jueves, 21 de noviembre de 2013

El año de la muerte de Ricardo Reis

LECTURAS
(elo.287)
EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS
José Saramago
Alfaguara, 1984
Releyendo esta novela, que leí por primera vez hace ya bastantes años, he vuelto a certificar la grandeza literaria de José Saramago, un autor del que siempre se ha hablado demasiado y del que curiosamente se ha leído bastante poco, pues su poética, que exige una lectura sosegada, sólo está al alcance de los que prefieren pararse a observar el oleaje de su prosa, las tonalidades que ésta va ofreciendo, sus requiebros y sus giros, que de aquellos otros que sólo aspiran a obtener una visión de conjunto de una historia bien contada, en donde de forma diáfana, y sin muchas complicaciones, toda ella se pueda exponer sin dificultad. Saramago es un autor que hila fino, que huye de la brocha gorda, cuya grandezas se puede comprobar, comprobar y paladear, en cada una de sus largas frases, en el terreno corto del saber estar de sus personajes, en la humanidad de éstos, en la forma de construir, piedra a piedra y de forma delicada, esas historias que aspiran a quedarse en el corazón de quienes las leen. Es uno de esos autores, que no son muchos, que ganan con las relecturas, pues la riqueza literaria de sus obras, siempre desbordantes, se aprecia mejor, se saborea mejor, cuando no se tiene prisa por saber qué van a ocurrir en ellas. Por ello, volver a leer a Saramago siempre es una fiesta, pues gracias a ese ejercicio que cada día hay que practicar más, el de la relectura, uno descubre paisajes que en su momento se le pasaron desapercibidos, los que en la obra del portugués abundan, pues sus historias están elaboradas desde la complejidad de la existencia, de esa misma complejidad de la que muchos otros autores desean escapar.
En “El año de la muerte de Ricardo Reis”, Saramago desea realizar un retrato de Portugal, y más concretamente del paisaje social existente en Lisboa en los años treinta y cinco y treinta y seis del siglo pasado, de ese periodo oscuro en donde el salazarismo, esa extraña dictadura corporativista, se encontraba en su pleno apogeo, y lo hace de forma magistral, de suerte, que la metodología empleada para conseguir tal objetivo, como debe ocurrir en toda buena novela, consigue un protagonismo que apenas deja visible a simple vista lo que se desea mostrar, dejando claro, a diferencia de lo que ocurre en las últimas obras del propio autor, que lo explícito, que lo demasiado explícito, es un peligro que siempre hay que evitar en el arte literario. Sí, porque el lector se desliza por la lectura siguiendo los rastros que van dejando los diferentes personajes que intervienen, sin que se note demasiado la justificación última de los mismos, o lo que es igual, que nada en la narración aparece forzado, mostrándose lo que se señala sólo como una consecuencia natural del devenir de la propia historia y de la forma de ser de los protagonistas de la misma. Pero la visión que queda después de la lectura, es el de un Portugal mediocre, en blanco y negro, en donde el poder se encuentra encima de los ciudadanos, controlándolo todo, y en donde la población, debido al influjo de ese mismo poder, se encuentra a merced de las diferentes directrices que en cada momento se van diseñando, que es lo que imagino que deseaba transmitir Saramago.
Para hablar de ese Portugal oscuro, Saramago saca a la palestra a un heterónimo de Fernando Pessoa, a alguien, y por eso es el elegido, que prefería tener el menor contacto posible con la realidad, a la que deseaba observar sólo desde la distancia, al estar convencido, como en cierta ocasión afirmó, “que sabio es el que se contenta con el espectáculo del mundo”, interviniendo en sus asuntos lo menos posible. Y desde ese mirador, es desde el que se vale Saramago para hablarnos del Portugal de la época, aprovechando también la circunstancia que introduce, la de que su personaje acababa de regresar de Brasil, lo que lo convertía en un desconocedor de lo que ocurría en su tierra, de la que había estado ausente dieciséis años, y a la que en principio había regresado, sólo en principio, para estar presente en el sepelio de Fernando Pessoa, su creador. No se puede negar la inteligencia del autor, pues con esos magníficos mimbres, consigue desarrollar una deliciosa historia, en donde aparecen con todo su esplendor sus mejores constantes literarias, desde su exigente y amorosa prosa hasta esos elementos mágicos, en esta ocasión la aparición en determinadas ocasiones del aburrido fantasma del mismísimo Fernando Pessoa, que hace posible una delicada novela de esas que son preferibles leer, para disfrutarlas mejor, sin prisas de ningún tipo.
Estoy convencido que sus tres primeras novelas, “Alzado del suelo”, “Memorial del convento” y ésta sobre la que estoy escribiendo, son con diferencia las mejores obras del autor portugués, siendo “El año de la muerte de Ricardo Reis”, posiblemente, si no la mejor, por la sencilla razón de que las tres se encuentran a una misma altura, la más atractiva para ser leída, de suerte, y no de forma gratuita, que es la más conocida y posiblemente la más aplaudida del autor. También estoy convencido, que a partir de esta última novela, el autor no conseguirá alcanzar, en las restantes novelas que escribe, los niveles de calidad y de exigencia logrados, por lo que el núcleo duro de su literatura se encuentra en estas tres obras, obras que sin duda deben ser enmarcadas, pues en una época en que la novela de éxito, y no me refiero sólo a los superventas, suelen pasar directamente al olvido al poco tiempo de ser publicadas, es conveniente tener en cuenta que sólo las que se sustenten sobre la calidad, pueden resistir las arremetidas del “viento del olvido, ese que cuando sopla mata”.

Viernes, 26 de julio de 2013