jueves, 15 de enero de 2009

Los restos del día


LECTURAS
(elo.145)

Los restos del día

Kazuo Ishiguro

Anagrama, 1.989

La tarea de todo novelista, sea éste de la calaña que sea, es la de contar historias mediante la palabra escrita, pero este ejercicio, como es de suponer, no todos lo afrontan de la misma manera. Se podría afirmar, simplificando por supuesto, que hay autores que sitúan la historia siempre en un primer plano, superponiéndolo todo al correcto desarrollo de la misma, mientras que otros, por el contrario, entienden que lo importante es el estilo y la estructura empleada, siendo el argumento sólo una mera justificación para soportar la obra. Ishiguro pertenece, lo que queda claro después de leer varias de sus novelas, al primer grupo, al de los contadores de historias, pues no duda en poner al servicio de lo que cuenta todo su arsenal literario, que es mucho, incluso un cierto camaleonismo difícil de explicar.

Hace unas semanas leí “Nunca me abandones”, novela que me sorprendió por su calidad, pero aún me ha sorprendido más, el cambio radical de estilo que he observado en “Los restos del día”, pues si ambas novelas no estuviesen firmadas por el mismo autor, cualquiera podría suponer, que se tratan de obras de autores diferentes, ya que entre ambas, no existe ningún punto en común. Se podría decir, por tanto, que Ishiguro ante todo es un profesional de la narración, aunque estoy convencido, que este hecho, que en todo momento hay que valorar en su justa medida, le va a impedir elevarse a ese estadio superior, en donde se encuentran los grandes de la literatura. En cine ocurre lo mismo, al existir directores, pongamos por caso Ridley Scott, que se atreven con todo lo que le echen, teniendo una alta valoración, tanto por parte de la crítica como del público, sobre todo por el hecho, de que todo el mundo sabe que es un gran profesional, pero también se sabe, que nunca conseguirá la valoración que posee, por ejemplo Bermang. La gran diferencia entre un director y otro, aunque parezca mentira, no radica en el hecho de que el segundo tenga mayores cualidades cinematográficas que el primero, no, puede incluso que ocurra lo contrario, sino en el hecho, a todas luces incuestionable, de que el sueco posee un discurso propio. Bien, este creo que es problema del escritor británico de origen japonés, que es un gran artesano de la novela, pero que carece de la voz propia necesaria para convertirse en un escritor singular, con un mundo perfectamente diferenciado que dejar sobre el papel. He dejado escrito en muchas ocasiones, que a estas alturas como lector, apenas me interesan las historias que me cuentan, sino las formas en cómo son contadas dichas historias, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que me baste con historias banales o que sólo estén bien escritas, pues aspiro a más, a mucho más, a encontrarme con eso tan extraño que calificamos como arte. El arte en muchas ocasiones no es la perfección, ni tan siquiera el equilibrio, que sin ningún género de dudas consigue Ishiguro, sino algo más sutil, que en literatura se puede encontrar en una frase suelta o en pintura en un simple trazo. En resumen, para no seguir hablando de lo mismo, lo que realmente me interesa es la novela artística, y precisamente a pesar de su perfección, “Los restos del día” no es una novela artística, es una gran novela que aspira solamente a eso, a contar de forma adecuada una historia.

En esta ocasión Ishiguro centra su novela en la figura de un mayordomo, que después de haber prestado sus servicios en una de las mejores casas de Inglaterra, recuerda sus largos años de actividad laboral, mientras realiza un pequeño viaje de vacaciones, que su nuevo señor le había invitado a realizar. A lo largo de la narración, el lector va comprendiendo, que dicho mayordomo había entregado su vida, que había quedado completamente aparcada y olvidada, en aras de su actividad profesional.

Pero lo importante de la novela, lo que desde un principio llama la atención, es la contención del lenguaje empleado, en lo que realmente el autor es un maestro, pues todo está focalizado desde la visión del personaje principal, el mayordomo, que va analizando su vida, y justificándola, desde la satisfacción del deber cumplido, aunque sus carencias vitales resulten a todas luces evidentes. El lenguaje es tan perfecto, tan adaptado a lo que todos imaginamos que debe ser un mayordomo ideal, apareciendo éste sin apenas contradicciones, que uno llega a pensar en la falsedad del personaje, pues hay que tener en cuenta, que no habla de cara a la galería, sino que se trata de unas confesiones, en donde la sinceridad es lo que debe prevalecer.

La novela, por tanto, es una reflexión sobre si el ser humano puede ser feliz ocultando sus sentimientos, apoyándose para ello, por ejemplo, en la actividad profesional. La dignidad, afirma el protagonista en un momento dado, eso tan importante y de lo que tanto se habla, ante todo es, lograr conseguir ocultar los sentimientos, que cuando arremeten contra el rompeolas de la existencia de cada cual, consigue imponer el caos y el desasosiego, postrándonos ante una dependencia denigrante, muy alejadas de las ideas de libertad y de racionalidad, que tácitamente todos aceptamos como las más adecuadas. Pues bien, la respuesta que Ishiguro parece dejar sobre la mesa, es que sí, que se puede vivir así, en enroque permanente, pero que esa forma de entender la existencia, guiada por la razón y por el sentido común, tiene un altísimo coste, la soledad.

Como dije con anterioridad, me ha parecido una novela correcta, que se deja leer, pero al mismo tiempo, creo que es excesivamente perfecta, demasiado monolítica y por tanto irreal, que apenas deja observar fallas en el carácter del protagonista, al no permitir que penetre la luz detrás de la pose que en todo momento representa. Ishiguro demuestra con esta novela lo que es, un gran profesional de la literatura, el tipo de escritor que exigen los tiempos que corren, un gran contador de historias, que no tiene, al parecer, la necesidad de dar el paso decisivo que lo convierta en un gran novelista, en un novelista de altura.

Miércoles, 6 de enero de 2.009

jueves, 8 de enero de 2009

Yagruma


LECTURAS

(elo.144)

 

YAGRUMA, AMORES PROHIBIDOS EN TIEMPOS DE TIRARÍA

Francisco Calderón Vallejo

Habana Vieja, 2.008

 

                       

A estas alturas, atreverme con un libro de ochocientas cuarenta y ocho páginas, para colmo de un autor sin sólidas credenciales literarias, no es algo que me suceda a menudo, pues este tipo de textos, los firme quien lo firme, por razones evidentemente facultativas, me los tengo prohibido desde hace bastante tiempo. En esta ocasión, he caído en la trampa voluntariamente, pues gracias a un amigo, tuve la grata oportunidad de conocer a Frank Calderón, y pese a que desde un principio me atrajo su personalidad, para ser sincero tengo que reconocer, sobre todo por algunos datos que dejó sobre la mesa, que no apostaba casi nada por la bondad del libro que amablemente me ofreció. No, en principio el libro no me seducía, de hecho pasó a ocupar un lugar destacado, por su volumen, en el estante de los libros pendientes, prueba de lo cual, es que antes de enfrentarme al mismo, leí dos novelas que me entraron con posterioridad, que para colmo, como suele suceder, no lograron aportarme nada. Pero desde que comencé su lectura, pues no podía demorarla más, ya que le había prometido al autor que en ocho o diez días le daría mi opinión, quedé sencillamente deslumbrado, pues la forma con la que Frank afrontaba los acontecimientos que habían constituido su vida, con una honestidad y con un talante ciertamente admirable, me demostraron, que me encontraba ante una obra singular. Sí, “Yagruma” es  un texto en el que hay que pararse, y evidentemente no sólo por el morbo que pueden levantar determinadas escenas del mismo, sino sobre todo, por algo tan sencillo, y difícil de encontrar, de tratarse de un magnífico libro de memorias. Lo es por varios motivos, todos ellos esenciales, porque el lector puede observar y delimitar sin ningún tipo de problemas el punto de vista del protagonista, lo que Ortega denominaba su perspectiva vital, al tiempo que, también puede respirar el ambiente que lo envolvió y lo condicionó, las  famosas circunstancias orteguianas, a lo que se une, digamos que una forma poco literaria de afrontar el trabajo, lo que sin duda tiene que agradecer el lector. Intentaré ir por partes. Toda buena autobiografía, tiene la obligación de mostrar al interesado en ella, la singularidad del protagonista de la misma, la estructura psíquica que lo diferencia del resto de los mortales, los mecanismo que consiguen hacerlo actuar de una forma y no de otra, en fin, los rasgos esenciales que lo sustentan, y con los que ha tenido que enfrentarse a la realidad. El rasgo esencial de Francisco Calderón, en contra de lo que pudiera parecer, no es su homosexualidad, sino sus ansías y dificultades para encontrar un mínimo de estabilidad sentimental, o lo que es lo mismo, los problemas y sin sabores con los que tuvo que lidiar en sus primeros años para delimitar y encontrar lo esencial del amor, que lo queramos o no, tiene que ser sobre todo un estadio en donde reine la armonía y el sosiego, pues en caso contrario, en lo que se cae es en una patología del mismo, en una cruel caricatura del amor. Pero claro, en el caso de Calderón el tema se agrava, o las dificultades se incrementan, pues al ser homosexual, tuvo que diferenciar, dentro de la promiscuidad que define a tal mundo (el de la cofradía de los mancebos de mirada lánguida), las evidentes diferencias existentes entre el placer por el placer y eso que genéricamente entendemos por amor. Todas las peripecias vitales del joven Calderón (hay que dejar constancia, de que estas voluminosas memorias acaban cuando el autor abandona Cuba a la edad de veinticuatro años), gravitan precisamente alrededor de esa búsqueda, que en el fondo, aunque cueste reconocerlo, es la empresa fundamental a la que todos tenemos que enfrentarnos, pues dependiendo del resultado de la misma, de esa estabilidad que se consiga o no, tendremos que construir todo el edificio de nuestra existencia. Pero el individuo, ningún individuo se encuentra sólo en el mundo, ya que junto a él se halla la realidad, y junto a Calderón se encontraba Cuba. A pesar de los pesares, el autor vivió una época fascinante, al menos desde el exterior se observa así, la caída del corrupto sistema encabezado por Batista, y la ascensión del castrismo, lo que siempre, al menos para los españoles y para la izquierda en general, es un periodo histórico de indudable interés. Pero la visión que aporta el autor posee un valor añadido, que la hace más sugestiva, pues en lugar de abundar en lo mismo, en los logros y en los avances de  la revolución, en la épica anticapitalista y antiamericana que siempre, al menos desde que consiguieron el poder, abanderaron los protagonistas, y que sus publicistas elevaron a la categoría de iconos incontestables, Calderón ofrece otra mirada, la  del que creyó en un principio en la revolución, en una revolución democrática que le devolviera la dignidad a Cuba, y se encontró con un régimen tiránico pero de signo contrario al anterior, que lo forzó a tener que abandonar Cuba, cuando comprendió que se había quedado sin futuro en la isla que le vio nacer. Pero lo anterior no quiere decir, ni mucho menos, que Frank pasase desde ese momento a formar parte del famoso y politizado exilio cubano, ya que sus ideales democráticos en todo momento se lo impidieron. Independientemente a lo anterior, lo que más me ha sorprendido de “Yagruma” es  la forma como está escrita, con un estilo directo, sin concesiones a la galería, haciendo el autor literatura sin hacerla, llamando en todo momento al pan pan, y al vino vivo, de suerte que, Calderón consigue algo que sólo está al alcance de unos pocos, la de hacer posible que sus memorias, pese a su grosor, pese a sus kilómetros de tinta, no se caigan en ningún momento de las  manos del lector, pues una de las cosas que sorprenden, es que una primera obra, consiga embrujar de la forma que lo hace, sin caer en trucos literarios ni en fuegos artificiales de ningún tipo.

                        “Yagruma”, lejos de ser  un texto perteneciente a ese nuevo subgénero literario que algunos se han sacado de la manga que atiende al calificativo de literatura gay, es una obra que fortalece la literatura testimonial con mayúsculas, y que deja en un mal lugar a la literatura manierista que sólo vela por la forma, y a la que, a fuerza de contar historias sin vida, sin sentido, sin justificación, está aniquilando, por aburrimiento, a la propia literatura.

 

Lunes, 15 de diciembre de 2.008