
Los restos del día
Kazuo Ishiguro
Anagrama, 1.989
La tarea de todo novelista, sea éste de la calaña que sea, es la de contar historias mediante la palabra escrita, pero este ejercicio, como es de suponer, no todos lo afrontan de la misma manera. Se podría afirmar, simplificando por supuesto, que hay autores que sitúan la historia siempre en un primer plano, superponiéndolo todo al correcto desarrollo de la misma, mientras que otros, por el contrario, entienden que lo importante es el estilo y la estructura empleada, siendo el argumento sólo una mera justificación para soportar la obra. Ishiguro pertenece, lo que queda claro después de leer varias de sus novelas, al primer grupo, al de los contadores de historias, pues no duda en poner al servicio de lo que cuenta todo su arsenal literario, que es mucho, incluso un cierto camaleonismo difícil de explicar.
Hace unas semanas leí “Nunca me abandones”, novela que me sorprendió por su calidad, pero aún me ha sorprendido más, el cambio radical de estilo que he observado en “Los restos del día”, pues si ambas novelas no estuviesen firmadas por el mismo autor, cualquiera podría suponer, que se tratan de obras de autores diferentes, ya que entre ambas, no existe ningún punto en común. Se podría decir, por tanto, que Ishiguro ante todo es un profesional de la narración, aunque estoy convencido, que este hecho, que en todo momento hay que valorar en su justa medida, le va a impedir elevarse a ese estadio superior, en donde se encuentran los grandes de la literatura. En cine ocurre lo mismo, al existir directores, pongamos por caso Ridley Scott, que se atreven con todo lo que le echen, teniendo una alta valoración, tanto por parte de la crítica como del público, sobre todo por el hecho, de que todo el mundo sabe que es un gran profesional, pero también se sabe, que nunca conseguirá la valoración que posee, por ejemplo Bermang. La gran diferencia entre un director y otro, aunque parezca mentira, no radica en el hecho de que el segundo tenga mayores cualidades cinematográficas que el primero, no, puede incluso que ocurra lo contrario, sino en el hecho, a todas luces incuestionable, de que el sueco posee un discurso propio. Bien, este creo que es problema del escritor británico de origen japonés, que es un gran artesano de la novela, pero que carece de la voz propia necesaria para convertirse en un escritor singular, con un mundo perfectamente diferenciado que dejar sobre el papel. He dejado escrito en muchas ocasiones, que a estas alturas como lector, apenas me interesan las historias que me cuentan, sino las formas en cómo son contadas dichas historias, lo que no quiere decir, ni mucho menos, que me baste con historias banales o que sólo estén bien escritas, pues aspiro a más, a mucho más, a encontrarme con eso tan extraño que calificamos como arte. El arte en muchas ocasiones no es la perfección, ni tan siquiera el equilibrio, que sin ningún género de dudas consigue Ishiguro, sino algo más sutil, que en literatura se puede encontrar en una frase suelta o en pintura en un simple trazo. En resumen, para no seguir hablando de lo mismo, lo que realmente me interesa es la novela artística, y precisamente a pesar de su perfección, “Los restos del día” no es una novela artística, es una gran novela que aspira solamente a eso, a contar de forma adecuada una historia.
En esta ocasión Ishiguro centra su novela en la figura de un mayordomo, que después de haber prestado sus servicios en una de las mejores casas de Inglaterra, recuerda sus largos años de actividad laboral, mientras realiza un pequeño viaje de vacaciones, que su nuevo señor le había invitado a realizar. A lo largo de la narración, el lector va comprendiendo, que dicho mayordomo había entregado su vida, que había quedado completamente aparcada y olvidada, en aras de su actividad profesional.
Pero lo importante de la novela, lo que desde un principio llama la atención, es la contención del lenguaje empleado, en lo que realmente el autor es un maestro, pues todo está focalizado desde la visión del personaje principal, el mayordomo, que va analizando su vida, y justificándola, desde la satisfacción del deber cumplido, aunque sus carencias vitales resulten a todas luces evidentes. El lenguaje es tan perfecto, tan adaptado a lo que todos imaginamos que debe ser un mayordomo ideal, apareciendo éste sin apenas contradicciones, que uno llega a pensar en la falsedad del personaje, pues hay que tener en cuenta, que no habla de cara a la galería, sino que se trata de unas confesiones, en donde la sinceridad es lo que debe prevalecer.
La novela, por tanto, es una reflexión sobre si el ser humano puede ser feliz ocultando sus sentimientos, apoyándose para ello, por ejemplo, en la actividad profesional. La dignidad, afirma el protagonista en un momento dado, eso tan importante y de lo que tanto se habla, ante todo es, lograr conseguir ocultar los sentimientos, que cuando arremeten contra el rompeolas de la existencia de cada cual, consigue imponer el caos y el desasosiego, postrándonos ante una dependencia denigrante, muy alejadas de las ideas de libertad y de racionalidad, que tácitamente todos aceptamos como las más adecuadas. Pues bien, la respuesta que Ishiguro parece dejar sobre la mesa, es que sí, que se puede vivir así, en enroque permanente, pero que esa forma de entender la existencia, guiada por la razón y por el sentido común, tiene un altísimo coste, la soledad.
Como dije con anterioridad, me ha parecido una novela correcta, que se deja leer, pero al mismo tiempo, creo que es excesivamente perfecta, demasiado monolítica y por tanto irreal, que apenas deja observar fallas en el carácter del protagonista, al no permitir que penetre la luz detrás de la pose que en todo momento representa. Ishiguro demuestra con esta novela lo que es, un gran profesional de la literatura, el tipo de escritor que exigen los tiempos que corren, un gran contador de historias, que no tiene, al parecer, la necesidad de dar el paso decisivo que lo convierta en un gran novelista, en un novelista de altura.
Miércoles, 6 de enero de 2.009